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17-04-2020 Ficciones

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Por Facundo Basualdo

Lo que voy a contar pasó en mi edificio en los últimos días, justo antes de que dictaran la cuarentena obligatoria. Y la protagonista fue la vecina de arriba de mi departamento. 

Es un edificio relativamente chico –ocho pisos, tres departamentos por piso– y relativamente nuevo. En otras palabras, es de esos con paredes permeables a todo tipo de sonidos. Con los que se comparte piso y también con los de arriba. Para ser aún más claro, en estos días de encierro sé que el vecino del B, que no solía estar al mediodía en su hogar, almuerza cerca de las dos de la tarde: eructa fuerte y claro cada vez que termina. Hasta ahora sólo los había escuchado casi todos los días alrededor de las once de la noche, después de la cena. Supongo que en parte es por eso que la vecina del C escucha música a un volumen que pretende aplastar todo lo que sucede a su alrededor. Por suerte tenemos un gusto similar y cuando eso pasa, me ahorra el momento de buscar a qué ponerle play. Pasar tanto tiempo conmigo, también me trae esos problemas: no siempre estoy de acuerdo con mis decisiones y suelo adaptarme fácil a las que toman los demás. 

En el departamento que está encima del mío vivía una mujer con dos perros. Hasta no hace mucho, también vivía ahí su pareja. Un yanqui, alto y rubio, que apenas sabía decir “hola” en español. Según me comentó el encargado del edificio, el yanqui se volvió a Estados Unidos antes de fin de año por trabajo y a mediados de febrero, la llamó para separarse desde allá. “No estaban casados ni nada”, se apuró a decirme el encargado, “y esta chica no trabaja, así que nadie sabe cómo va a hacer”. El alquiler es costoso, las expensas también. Así que eso no sólo preocupó a la chica abandonada por teléfono desde el otro polo del mapa, sino también al dueño del departamento y a todos los que integramos el consorcio. Yo, que suelo aportar calma a esas reuniones, dije que seguro conseguiría un trabajo, que todo se normalizaría, que no teníamos que desesperarnos. “Más de uno debe algún que otro mes de expensas”, dije y ninguno se quiso hacer cargo pero relajaron las posturas contra la vecina. 

No voy a negarlo: a mí me gustaba la vecina de arriba. Y más aún al enterarme que se había separado. Pero tenía un problema: sus perros no paraban de ladrar cuando ella los dejaba solos, que era buena parte del día (y a veces también de la noche). En cuarentena antes de la cuarentena, los escuchaba correr en el departamento de la puerta al balcón, sin parar de ladrar. Uno, supongo que el negro, que era un poco más retacón, tenía un paso más apelmazado y un ladrido más pesado. La otra, blanca con una mancha marrón, parecía caminar con zapatos de taco aguja y sus ladridos eran finos como alfileres que llegaban a pinchar la zona más sensible de cualquier tímpano. 

Tuve algunos intentos de acercarme a charlar con ella, pero fueron fallidos. Me la cruzaba poco en el edificio, a veces por el barrio cuando sacaba a pasearlos. No me daba para ir a golpearle la puerta y ofrecerme como compañía para tomar algo sin excusa previa, menos en tiempos donde “cuarentena” se volvió palabra corriente y pareciera que todos somos un potencial peligro para el otro. A la vez, desde su separación, que ya todo el edificio conocía (el encargado siempre fue eficaz en esa tarea), los perros ladraban cada vez más. Yendo de la cama al balcón, jornada completa. Eso me irritaba un poco.

Una tarde, aprovechando una charla con el encargado sobre la desinfección en el ascensor o los espacios comunes, tiré como al pasar el tema de los perros y ahí me contó que ella se pasaba casi todo el día afuera. Todavía no sabía si había conseguido trabajo, pero sí que seguía yendo al gimnasio de a la vuelta y que tenía unas amigas por el barrio con las que siempre tomaban café o salían hacer compras. “Siempre vuelve con bolsas de ropa o cajas de zapatos”, detalló en un tono de voz tan bajo y a una distancia prudente entre nosotros, que casi no lo escucho. Y agregó: “Todavía debe manejar la tarjeta del yanqui”. Me dijo también que yo no era el único preocupado por los ladridos: casi todos los departamentos del frente del edificio habían hecho algún comentario, pero nadie le decía nada a ella. Pensé que la interacción con los vecinos ya no es tan común como antes. “La escuché hablar por teléfono en inglés varias veces estos días, no sé si es un buen momento para plantearle algo”, aportó el encargado y diagnosticó: “Anda más loca que de costumbre”.

Cuando volví a mi departamento y volví a escuchar el correteo de los perros y los ladridos que llegaban a través de la puerta y de mi balcón, en un perfecto efecto surround, me dije que tenía que buscar la manera de planteárselo sin que se enojara conmigo. Y la vecina de mi piso, sin que mediara conversación alguna, fue quien me dio la idea: puso a todo lo que daba una canción que planteaba el mismo problema que vivíamos en el edificio. Entonces, agarré un papel y escribí a mano, prolijo: “Como dijo un grande, toda la vida tiene música. Y en un momento como este, donde tenemos que respetarnos y cuidarnos más entre todos, invito a la vecina de los dos perros a escuchar la canción El perro de Juana Molina. Espero que sepa comprender. Muchas gracias”. Precavido, no la firmé y la pegué en el ascensor. 

Al otro día, temprano, la nota ya no estaba y el rumor de la cuarentena obligatoria ya lo daban por seguro en la mayoría de los medios. Los perros casi ni ladraron; esta vez ella se había quedado en el departamento. Al fin, llegó el anuncio: conferencia de prensa y aislamiento obligado para todo el país. Ese día nos la pasamos hablando con amigos y familiares, preguntando cómo estaban haciendo con el trabajo, pasando más información como si hiciera falta, empezando a enloquecer de encierro prematuro. Con la confirmación de la pena por pasear, esas charlas pasaban de la preocupación a la risa entre línea y línea de chat. Al igual que sucedía a diario con cualquier tema, también compartíamos opiniones irrelevantes por las redes sobre la pandemia y derivados, como si cada uno tuviera un manual de qué hacer en circunstancias semejantes. Incluso hubo quienes hicieron cuenta regresiva hasta las doce de la noche, cuando iniciaba la medida. Esa noche me quedé a oscuras, mirando por la ventana a la vida en los departamentos de enfrente. Algunas parejas, algunas señoras, algunos nenes. Estos edificios, pensé, son los conventillos de la clase media.

A la mañana siguiente me desperté con los gritos de la vecina de mi piso. No era que estaba cantando como otras mañanas. Gritaba desaforada. Me vestí así no más y salí al pasillo. Primero la vi a ella, pegada contra su puerta, sin parar de gritar. Lo que tardé en girar la cabeza hacia el ascensor, abierto a nuestro palier, fue lo que demoré en comprender sus gritos: los dos perros colgaban de cables atados al techo del ascensor, envueltos en bolsas transparentes. En el piso, unas manchas de sangre, oscura, espesa. Y al lado del tablero, una nota: “No se preocupen que ya no van a ladrar más”.

La vecina había desaparecido. Todavía no sabemos dónde está. El encargado –después de meterlos a los dos juntos en una bolsa de residuos negra– dijo que quizás se fue para Estados Unidos, que algo le había parecido escuchar. “Se debe haber apurado a rajar antes de que no la dejen”, conjeturó. Pensé que era una buena decisión querer pasar la cuarentena acompañada, aunque un poco me lamenté de que no fuera conmigo. 

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