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17-04-2020 Ficciones

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Por Sergio Fitte

Cuarentena. Y todo se detuvo. 

La primera reacción fue de alivio. Cerré los ojos y respiré hondo unas cuantas veces. Desde hace un tiempo es demasiada la gente que deambula por mi casa. Lidiar con el malhumor de una hija recién separada y dos nenitos divinos, que te alegran el día casi únicamente cuando se van al colegio, no es de lo más sencillo. Se comienzan a tomar recaudos y está bien que así sea. Soy una persona mayor, de las que se considera “grupo de riesgo”.

—Cuidate mucho papá. Te podés morir si no lo haces.

Asiento con la cabeza gacha. Estoy a punto de largar una carcajada cuando me doy cuenta de que comienza a juntar sus cosas. Se va. Se van los tres. Me piden disculpas por no darme un beso. Pero como lo indicó el Presidente en base a lo que le había informado su Ministro de Salud desde este momento ya no nos podremos tocar. Lo que acaba de escuchar hace que me mire como si yo fuese el mismísimo demonio o San la Muerte, peor aún, el único y máximo responsable de esta pandemia.

Silencio. Por primera vez en mucho tiempo puedo oír el silencio. Me remonto a las jornadas de verano junto a mi mujer y mi hija. No la que recién me abandona, sino la otra, la chiquita, la que nos hacía morir de risa con sus morisquetas y su charla a media lengua. Me siento rejuvenecido. Tengo proyectos en la cabeza que de seguro iré desarrollando mientras dure el aislamiento. Todo esto es hermoso. Por un rato. 

Duermo como un caballo las primeras dos noches. Leo algo hasta que se me cansa la vista. Miro lo que quiero en la tele y me quedo hasta altas horas de la madrugada. Cambio yo mismo los canales. No me baño. Nadie me manda a hacerlo. Atiendo a desgano las videollamadas de éste, de aquel, de todo el mundo. Disfruto con los comentarios de los alarmistas, de los exagerados y sus teorías conspirativas de catástrofes inminentes. 

De repente me levanto un tanto confundido. Me cuesta reconocer en qué día vivo y a que altura del mes estamos. De a poco voy dejando de sentirme tan alegre. Voy poniéndome tenso por cosas mínimas. Pierdo rápido el entusiasmo. No logro relajarme y concentrarme en ninguna actividad. Las articulaciones duelen más de lo habitual seguro por la falta de movimiento.

Trato de ponerme objetivos cortos como dicen los psicólogos para tratar de cumplirlos y no lo logro. Me propongo caminar diez vueltas alrededor de la mesa y solo consigo hacerlo en un par de oportunidades. 

Comienzo a esperar con ansias las llamadas que se van espaciando en el tiempo. Advierto que ese es el verdadero problema: el tiempo. Que ya no avanza ni retrocede. Simplemente ha desaparecido. El tiempo ha sido vencido por sí mismo y ahora está muerto.

Crece mi emoción cuando me avisan que el delivery va a dejar cosas en la puerta de mi casa. Respondo tan rápido como puedo al llamado del timbre, pero se ve que no es suficiente como para tener un mínimo contacto, al menos visual, con él o la chica que hizo la tarea. No veo a nadie en la calle cuando abro la puerta. Me voy quedando o secando que para el caso es lo mismo. Paso muchas horas mirando por la ventana. Por momentos me parece estar ciego. 

Concentro la atención en pequeños detalles. Descubro que es impresionante la manera en que la naturaleza reacciona a nuestra quietud, nuestra pasividad. La hiedra, los malvones, las enredaderas que ni con fertilizante de los caros crecían dos centímetros al mes en unos pocos días toman la dimensión de una planta criada en la selva amazónica. Pajaritos de todos los colores pían y revolotean poniéndole luminosidad a la situación. En los noticieros se reportan apariciones de cientos de animales silvestres en lugares insólitos. La purificación de las aguas de los ríos que surcan ciudades produce la aparición de peces que se creían desaparecidos. Cisnes rebosantes nadan como en su casa. 

Situaciones similares se dan del otro lado del vidrio, acá, en mi barrio. Primero es un mamífero pequeño y poco conocido el que alcanzo a observar antes de que se pierda corriendo detrás de la hiedra. Al parecer es uno de esos pequeños, medio atigrado que se puede conocer solo a través de documentales. En poco tiempo pasan a ser varios los que se muestran. Se los ve felices. Parecen reír cuando nuestras miradas se juntan. Un buen tiempo le doy vueltas en la cabeza al asunto.

Hasta que llega el momento del dictamen final. Resuelvo que es espantoso que nadie se decida hacer algo al respecto. Tomo cartas en el asunto.

Me coloco la gorra para protegerme del sol, aunque ya entramos en el otoño sus rayos siguen pegando fuerte. Agarro una bolsa de polietileno y voy recolectando todas las botellas plásticas y bandejitas que he ido acumulando desde que se inició este encierro social y obligatorio. A la pasada manoteo la escopeta, una botella de alcohol, los fósforos. Salgo a la calle con fuerzas renovadas. Me tiemblan las manos de la emoción cuando veo con la facilidad que arde el plástico estimulado por el alcohol. Respiro ese agradable humo negro y verde que desprende la fogata. La contaminación es tan estimulante. Me llevo la mira de la escopeta al ojo bueno, ya tengo enfocado en el punto de impacto al primer animal que tengo casi encima. El disparo rebota en los alrededores.

Me pongo a pensar nuevamente cómo a nadie se le ocurrió antes. Cómo tuve que ser yo quien le de a la naturaleza lo que ella se merece. Que recuerde de una buena vez quién es el que manda en algunos asuntos. Ya es hora de que todo vuelva a ser como era antes.

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