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Por Marina Esborraz, Carlos Quiroga y Luciano Lutereau | Portada: Zhou Fan
I.
La histeria ha sido por mucho tiempo el modo de descalificar a las mujeres. Esta descalificación, si bien la encontramos en boca de los hombres, no falta en la boca de algunas mujeres. El ataque no es a la “histérica” sino a lo femenino que la histeria, como discurso, siempre habrá de introducir.
La historia de Occidente la tiene allí, brillante, encantadora, interrogando el saber del amo de turno, resistiéndose al “orden significante” que ha pagado con su sacrificio desde las brujas a Marilyn por identificarse a lo que resiste a un “orden general del goce”. Es por la histeria que Charcot, en su gran teatro parisino de histéricas más famosas que muchas actrices parisinas de la época, describió la bisexualidad.
Esa bisexualidad, que el neurólogo francés consideraba patológica a pesar de sus colegas de Nancy, otro joven neurólogo, Freud, la consideró psíquica. El cuerpo orgánico es macho o hembra mientras que el cuerpo psíquico se debate en las combinaciones múltiples del género femenino o masculino. Digamos, entonces, que la bisexualidad en la relación al cuerpo psíquico es normal.
Toda persona tendrá que enfrentar más aquí o más allá de sus determinaciones una “elección sexual”. Su cuerpo biológico seguirá siendo su destino más allá de su elección de género, pero no define esta última como posición sexual. Entonces, la elección sexual como elección de género y de “gustos sexuales” supone un sujeto que ha realizado esa elección aunque ella reste inconsciente. De allí que la pregunta “Soy hombre o soy mujer” parece ser una pregunta absolutamente facilitada por la estructura.
La histeria a lo largo de la historia ha sido mantener la llama prendida de esa pregunta. De este modo, la histeria ha sido el obstáculo a cualquier intento totalitario de naturalización de la sexualidad por medio de la moral, los rasgos, etc. La histeria entonces es una normalidad, para hombres y mujeres, que advierte a través de esa pregunta la división del sujeto y el fracaso del Uno sin el Otro. Una normalidad que antaño podía precipitarse en neurosis con síntomas espectaculares y que hoy está amenazada de extinguirse. El analista no debe entonces esperar que se presenten esos síntomas de entrada, sino que deberá confiar en que el dispositivo del análisis establecerá las “condiciones materiales” de que eso se produzca. Su deseo, el del analista, puesto en dirección de la pura diferencia habrá de restablecer el “heteros” que habrá de devolverle a la histeria o su normalidad de histeria.
II.
La idea de que a la histeria hay que feminizarla es un problema. Sólo quien entiende de manera simple el “hacer de hombre” de la histeria puede creer que en la histeria no hay feminidad. Es una forma trivial de entender la “identificación viril” de la histérica, cuando esta noción no quiere decir que la histérica no tenga deseos femeninos sino que los subordina al deseo de un varón, cosa que se ve en las separaciones cuando suelen quedar tan desorientadas por la pérdida de ese deseo que ordenaba el mundo. “Mi amor, hoy tenés fútbol, ¿llevaste los botines?”, así gira todo alrededor de un deseo. Es así como la identificación viril sostiene el deseo de saber de la histeria, la curiosidad que autoriza la queja de “Vos nunca me contás nada de lo que hacés”. Oponer histeria y feminidad es una fantasía masculina, es más, es la fantasía perversa de algunos analistas varones, el “empuje a la feminidad” con que acosan a sus pacientes, una forma de violencia en los consultorios.
III.
En el seminario “Dónde están las histéricas” investigamos la vigencia de la fantasía de seducción (concepto fundamental del psicoanálisis, organizador de toda la clínica de las posiciones subjetivas) en el siglo XXI. ¿Cómo se juega esa fantasía –que necesita de lo implícito– en un mundo que hizo de la seducción la moneda de intercambio corriente?
Porque si todo es seducción explícita, desde un saludo hasta un gesto amable, es verdad que el deseo no es más que una máscara de un ejercicio del poder y sólo cabe esperar condiciones simétricas y contractuales del lazo social; pero, ¿es ineliminable el deseo? ¿Podemos evitar su retorno salvaje? ¿No es la erotomanía su regreso más desesperado (“me dijo hola, me quiere coger”) cuya contracara son varones que de tanto querer coger, de sólo querer coger, se encuentran que no se les para, como una impotencia calcada de la anorexia que no se deja atiborrar? En cualquier caso, el deseo resiste. El poder no explica al sujeto y la simetría se revela como una forma cómica de la relación entre los sexos, que se repite como tragedia cuando día a día la misoginia y la violencia aumentan. No triunfa la religión sino la seducción, con la consecuente destitución de la fantasía y una crisis del erotismo inimaginable en Occidente.
IV.
Si bien hoy el síntoma en el cuerpo no empuja al análisis, ni lo sostiene, ya sea porque se lo trata por otras vías (desde el Ibuprofeno cotidiano hasta la neurología), ya sea porque está reducido a la forma mínima de una “incomodidad” que no interpela, sino que incluso se la puede usar para justificarse (la fantasía de seducción ya no necesita defensa, se la puede invertir: si algo me incomoda, te lo digo y vos “tenés que” cambiar tu actitud); en fin, si la histeria no está en el cuerpo, un relevo posible es el sueño: todavía encontramos esos sueños que vienen a darle un envoltorio formal a una pregunta que traiciona el deseo (“el día que no me peleo con él, sueño que nos peleamos”, dijo una mujer; “después de hacer el amor con él, soñé que hacía el amor…¡con él!, dice otra, ¿con quién estuvo? ¿quién es él? ¿es el mismo que él? Donde parecía satisfecha, el deseo insiste). En este punto, ¿trabajar con sueños –si es que todavía lo hacemos– no supone algo más que una histeria de transferencia? Y si hablamos de transferencia, ¿puede producir el dispositivo analítico otros efectos que no sean los de seducción, a los que se responde defensivamente con amor? Si a la histeria ya no la buscamos en el teatro del sufrimiento del cuerpo, sí la encontramos en ese cruce entre amor y sueño; en las que sueñan con un amor, en las que aman para no soñar.
V.
Una pregunta que sería conveniente hacer es ¿por qué se han borrado las diferencias entre los distintos tipos de histeria? Tal vez por una pretensión anti-psiquiátrica o anti psicopatológica, pero pensando el diagnóstico no tanto a partir del síntoma sino de la posición subjetiva, podemos recordar que Freud diferenciaba la histeria de conversión de la de retención, por ejemplo. Incluso de Dora dirá que se trata de una “petite hystérie”. La “gran” histeria de conversión es la que más se nos dificulta hallar en los consultorios (la de los desmayos, las cegueras, las que hablaban en otra lengua), y las que concurren son las histerias melancólicas, reivindicativas o paranoicas. Entonces la pregunta sería: ¿y la seducción de la histeria dónde está? La histérica que ama al hombre en su ausencia, ¿qué recursos encuentra hoy cuando los hombres huyen o directamente no están? Porque es necesaria la presencia para poder ausentarse. Dora amaba al Sr. K a través de sus síntomas, y podía hacerlo porque él daba muestras concretas de interés. ¿Cómo ama hoy una mujer sin el recurso del síntoma histérico? Tal vez por eso Lacan ya en 1978 decía “No es seguro que la neurosis histérica exista todavía hoy, no es seguro”.
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