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16-04-2020 Notas

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Por Julián Ferreyra

I.

A Freud se le dice padre, creador y fundador del psicoanálisis. Pero paternar, crear o fundar no es lo mismo que inventar. Hay creaciones que no son necesariamente un invento, así como existen actos fundacionales que implican una reiteración, un más de lo mismo; y de la paternidad, va de suyo que uno no está inventando nada, sino más bien recibiendo los efectos que el hijo, hija o hije producirá inventando e inventándonos, en el mejor de los casos, como padre. “El hijo es el padre del hombre”.

Con razón y justicia suele plantearse que el invento psicoanalítico tiene la autoría de las primeras mujeres que se sometieron al mismo, desde Bertha Pappenheim (la célebre Anna O.) en adelante. Creo justa esta mención y reconocimiento a su autoría, que es lamentable y únicamente simbólica. Así, eso que llamamos “dispositivo analítico” fue inventado, por pura necesidad y con mucho coraje, por dichas mujeres.

Freud fue el inventor de otra cosa, ya que tampoco vamos a admitir la creencia de que no hubo nunca nadie antes en la historia que, aún sin intencionalidad, pero con alguna intuición, haya operado desde el deseo del analista. Freud no inventó el deseo del analista. Simplemente, y no es poca cosa, resolvió entregarse a este desde una ética.

II.

Esa otra cosa que inventó Freud es más bien un montaje, que incluye componentes escénicos pero que los desborda. El montaje inventado por Freud es del orden de lo literario, pero es una no-ficción; es ficción también, pero sin perder su potencialidad de “cosa”. Es ficción-borgeana. Un montaje cinematográfico a lo Benjamin.

El montaje freudiano es el invento de otra cosa, una que va más allá de él pero que, no obstante, lo envuelve, recubre, roza y esquiva, todo a la vez. Un montaje que no es un semblante, una impostura, una máscara. Un montaje que tampoco es montura, pero que puede servir para andar, transitar, cabalgar. Algo montado sobre el sí-mismo de Freud, sobre su persona pero también sobre su posición como analista para tal o cual analizante.

El montaje freudiano es trascendencia profana, exterioridad próxima, una sagrada simpleza.

El invento de Freud no es estrictamente de su propiedad, aunque sí implique su referencia. El “de” no es pertenencia, sino ajenidad. ¿Acaso un analista no está compelido a inventar su ajenidad?

III.

Lo que hacemos quienes nos llamamos psicoanalistas después de Freud es copiarnos de dicho invento: nos copiamos porque él nos dejó, nos lo permitió, cual compañero de banco que amablemente nos acerca la hoja, mientras la docente también gentilmente mira para otro lado. Nos copiamos exitosamente, para luego borrar todo lo copiado y escribir de nuevo, arriba e incluso confundiendo escrito propio y ajeno. Una copia que de tan exitosa tendrá que ser fallida. Un copiar puesto hacia el acto mismo, y sus efectos, sin ningún miramiento por el contenido.

Inventar es copiar sin intención de estafa ni ventaja, ya que la novedad freudiana está más allá de la anorexia mental. Por el contrario, el contemporáneo lema “era joda y quedó” es el modo obsesivo de (a)cercar al deseo en clave contrabandista.

Copiarse de Freud es lo contrario a imitarlo. Copiarse más bien de esa amabilidad, a sabiendas que no hay respuestas correctas, ni mucho menos cómodas. El invento freudiano tiene estructura modular, al estilo de Le Corbusier, ya que se presta a la reproductibilidad, pero con la condición y la exigencia de alguna clase de diferencia: una diferencia mínima pero crucial, sutil. ¡No cualquiera se diferencia por vía de la sutileza!

IV.

Ideas:

(1) en un psicoanálisis se constituye como horizonte la exogamia en la sutileza, por la vía del invento fallido. Todo lo contrario a un ensayo y error, ya que no estamos ensayando sino creando, aún en lo fallido.

(2) a un psicoanálisis no se va a probar, como sí se podría hacer en una primera clase de guitarra, inglés o yoga. El primer encuentro nunca es gratis, y no me refiero al dinero. Desde el inicio ya acontece algo, y nadie inventó nada interesante probando. Prueba y error es una ilusión neurótica. Como dice el Maestro Yoda: “hazlo o no, no hay intento”.

(3) un psicoanálisis no se usa, ya que no es un recurso. Es un espacio no utilitario. Se podrá usar, eventualmente, lo que es causa y horizonte: el síntoma. En paralelo, “lo que está y no se usa nos fulminará…”.

V.

Una de las cosas más geniales de trabajar como psicoanalista es todo lo que se aprende al escuchar. No me refiero a ninguna abstracción, sino a cuestiones bien concretas y mundanas: quienes se analizan tienen una historia y un presente con intereses, saberes y experiencias que en general uno desconocía o “tocaba de oído”. Aunque no sea lo principal, por añadidura uno termina aprendiendo física cuántica, música, literatura, supersticiones, teología, economía, cine, teatro; anécdotas, chistes, lógicas, y por supuesto algunos secretos.

Que un/a psicoanalista deba ser alguien despierto e interesado en conocer otros discursos o disciplinas, tal como sugería Freud, no apunta a un engrosamiento de nuestra “cultura general” sino más bien a posibilitar que la mencionada escucha-epistémica se abstenga de ser un fin en sí mismo, cuestión que nos terminaría jugando malas pasadas.

¿De qué otra manera abriríamos un portal hacia esa Otra escena, hacia el saber inconsciente, sino a través de la transferencia de un interés por el saber mundano que alguien porta? ¿Cómo transmitirle a alguien la loca idea de que sabe más de lo cree saber sino es mediante la propia curiosidad? Un/a psicoanalista aprende mucho de lo que adviene como saber del relato, no por buscarlo pero sí, indirectamente, por haberlo deseado. Esto también se lo debemos al invento freudiano.

VI.

La transferencia es la curiosidad. Pero el curioso a la larga quiere ver algo: “ver para creer”. Allí es cuando debe advenir el acto anti curioso más interesante y poético de todos: la interpretación. El manejo de la transferencia es el manejo de la curiosidad, y no sólo la del analizante. La curiosidad mata al analizante cuando justamente el analista se hace el gato…

Quien se analiza no es sólo una persona curiosa. Tampoco es alguien que solamente está advertido de la fenoménica de lo inconsciente. Eso no es difícil, cualquiera exclama “¡qué rebuscada es la cabeza de uno eh…!”. Al asumir esto no se está diciendo [nada]. Lo inconsciente es la pura curiosidad, ya que implica a un verdadero creyente. La fe en el acto del decir, la extraña situación en la cual nos maravillamos más allá de los hechos. Hechos tales como que soñamos o cometemos lapsus no son lo que sorprenden al analizante/analista. Lo que sorprende y permite hacer de la curiosidad un verdadero acto es la construcción de una verdad que prescinde de cualquier clase de verificación empírica. Se puede saber sin haber visto; se puede haber visto todo y fatalmente no poder saber absolutamente nada. Todo lo contrario a “ver para creer”, y viceversa también. Asociar es creer para (des)creer.

VII.

¿Cuándo comienza un análisis? Cuando sucede algo tan extraño que es íntimo: un acting in. Una colega me preguntó, recogiendo un interrogante de Freud, cómo saber cuándo comenzar a realizar las primeras comunicaciones en un tratamiento. Le respondí lo primero que se me ocurrió: “cuando empieces a notar algo raro, y no porque quien tengas delante te cuente algo raro o extravagante para vos, sino en el instante en que sientas vos algo raro, cuando sientas una rareza que es efecto de la experiencia en cuestión; cuando no sepas si esa rareza es producto de algo que provino de vos, del paciente, de algún Otro lado, o de todo eso al mismo tiempo”.

Esto es lo que inventó Freud.

Adelanto de #PsicoanálisisEnVillaCrespo y otros ensayos, que saldrá en abril editado por La Docta Ignorancia.

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