Blog
Por José A. García
La costa atlántica argentina recibe, a lo largo de toda su extensión, la corriente proveniente de las Islas Malvinas; corriente compuesta por aguas subantárticas, por lo que dicha corriente resulta ser extremadamente fría. Esta particularidad se aplaca, en parte, a medida que se acerca a las costas de la provincia de Buenos Aires; es algo que debemos tener en cuenta para comprender la siguiente historia.
Sucedió la última vez que visité una playa argentina, lugar que, por una cuestión casi diría que de piel, me resulta completamente detestable. La gente, el calor, el sol, el sudor, la necesidad imperiosa de disfrutar de manera cuasi obligatoria del momento que se vive junto al mar como si en ello se nos fuera la vida, por un lado. Así como la noche, el viento, la arena que lo inunda todo, las comidas grasosas y la necesidad de demostrar una alegría tan impuesta como falsa, y esa sensación de estar fingiendo más que viviendo, por otro.
A lo anterior debemos sumarle el hecho de que las ciudades costeras, porque llamarlas de otra manera parecería ser una ofensa a los ancestros fundadores y su descendencia (¿o debería decir decadencia?), se parecen demasiado a Buenos Aires; tanto como si las personas hubieran sido trasplantadas de un lugar a otro. Uno nunca está tranquilo en la costa sabiendo que una cantidad indefinida de porteños, recorren las mismas rutas, los mismos lugares, las mismas costas, ansiando disfrutar del verano al igual que uno mismo. Lo que menos se logra en un contexto semejante es descansar, por lo que las vacaciones pierden su razón de ser.
Este tipo de cosas no me suceden en playas de otras partes del universo, de las cuales conozco muy pocas, es cierto. Quizá por eso es que lo recuerdo tan nítidamente. No la fecha, o momento exacto del día, ni mucho menos en cuál de todos los balnearios costeros me encontraba. El recuerdo es más un bosquejo general de la situación vivida que una memoria real. Podría poner en duda el que haya sucedido, es cierto, es solo que prefiero no hacerlo.
Encontrándose uno bajo el sol, incluso en el vano intento de protegerse bajo una de las escasas sombrillas que pueden conseguirse, los pensamientos se vuelven lentos; el cuerpo humano no está preparado para soportar esa idea de que debemos tostarnos la piel y, poco a poco, dejamos de comprender el mundo que nos rodea y de actuar con la coherencia habitual. Al menos habitual en mi persona, por supuesto.
Llevaba varias horas de esa situación, tendido cuan largo era en ese momento, cuando la incomodidad me llevó a voltearme buscando algún sitio en el que la arena quemara un poco menos o no resultara tan molesta.
Entonces la vi.
De pie bajo su propia sombrilla, e individualista a ultranza, con un traje de baño de otra época pero a la moda vintage de ese verano, grande y con color en una sola de sus piezas, lo que dejaba mucho más librado a la imaginación de quien la mirara que los actuales. Usaba unos lentes de sol que ocultaban casi la mitad de su rostro y una sonrisa entre pícara y socarrona de quien sabe que no se encuentra allí para cumplir con los mandatos sociales, sino para romperlos. Llevaba el cabello recogido en un extraño rodete detrás de la cabeza, algo que, de alguna manera que me resulta imposible de explicar, resultaba extremadamente erótico en compañía de los pocos tatuajes que decoraban su piel; algo que en ese entonces no resultaba tan repetidos como en el presente.
La palidez general de su cuerpo la delataba como una recién llegada al centro vacacional. Algo imposible de disimular y que explicaba, por otra parte, el implemento de la sombrilla individual en un lugar en el que el espacio personal resultaba insuficiente para estirarse por completo. El labial rojo, brillante, llamativo, completaba el conjunto.
Pero, además de todo lo anterior, tenía un helado de agua en la mano y utilizaba, sabiendo muy bien lo que hacía, lo que provocaba, su lengua para lamerlo en cámara lenta. Arrastraba la lengua centímetro a centímetro sobre aquel trozo de hielo sabor a fruta, primero de un lado para voltearlo y lamer del otro lado antes de comenzar nuevamente el recorrido concentrando cada uno de sus gestos para que ni la más mínima gota de aquel preciado helado cayera fuera de sus labios.
Contemplándola desde la mínima distancia que nos separaba, viví los cinco minutos más largos de mi vida; si es que llegaron a ser cinco, cosa que dudo ya que el tiempo es relativo y subjetivo. Minutos en los que ni siquiera por un breve instante fui capaz de sustraer mi mirada de sus lentos, pausados, extremadamente sugerentes e hipnóticos movimientos; tampoco es que quisiera hacerlo, ni tan siquiera para comprobar en qué estado se encontraba quien me acompañaba debajo de la sombrilla compartida.
Hasta ese momento apenas sí había sentido algo más que el calor sobre la piel, el sol quemándome, o dorándome, que para el caso es lo mismo, y el sudor que formaba una capa protectora generando una sensación más cercana al desagrado que al placer. Pero al verla todo el cambió; el calor ya no se encontraba fuera mí, allá, en el cielo, brillando incandescentemente para quien se encontrara debajo, sobre la piel. El calor nacía dentro de mí, con una fuerza inimaginable en ese contexto en el que cualquier cosa podría suceder menos, precisamente, lo que estaba pasando.
Cuando acabó con el último bocado del helado, cuando aquella lengua recorrió por última vez la extensión del palillo de madera y saboreó los restos que se encontraban sobre los labios sonriendo ampliamente ante el éxtasis de saberse refrescada brevemente, decidí actuar de manera intempestiva e inmediata.
Abandoné la pasividad horizontal y corrí, sin detenerme a pensar en lo que hacía, en la única dirección posible para poner coto al calor que no dejaba de crecer.
Me reconfortó recibir en medio de semejante calor el ansiado, esperado, necesario y húmedo abrazo de aquel helado mar.
Etiquetas: ficción, José A. García