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24-04-2020 Notas

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Por Julián Doberti

Para Maite, con amor

En mi biblioteca hay varias postales pequeñas que acompañan a los libros en los estantes. Son en su mayoría reproducciones a escala de obras de arte de distintos museos, que fui coleccionando a través de los años y los viajes. 

Hace algunas noches, en las horas indefinidas del insomnio, mientras buscaba algún libro que hiciera más tolerable la imposibilidad de descansar, me encontré con la postal que reproduce el cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper titulado Morning Sun

Una mujer con un tenue vestido rosado, sentada sobre la cama frente a una ventana, observa desde la altura de su habitación hacia un afuera del que sólo podemos ver un poco de cielo y el extremo de otra edificación. Entra una luz sin brillo, algunas sombras oscurecen todavía la madrugada. La cama está intacta, y ella mira. Nosotros la vemos mirar el exterior que se nos sustrae, sin darnos cuenta estamos ya adentro. Pero no hay proximidad, mucho menos complicidad. Su expresión es de una desolación resignada, un cansancio que viene de lejos. El pelo lo tiene recogido, ¿espera a alguien que no llega? ¿se acuerdo de alguien que no volverá? Sus piernas y sus brazos se tocan, el frío de esa piel nos conmociona. ¿Permaneció toda la noche en vela? Súbitamente, un sentimiento de opresión sobreviene. La pregunta sobre lo que ella ve o piensa se desplaza: ¿puede esa mujer no estar ahí?, ¿podría, si así lo quisiera, irse?, ¿cuáles son exactamente los límites de esa habitación? Una atmósfera de encierro, disimulada parcialmente por la presencia de la ventana, nos atrapa. Y entonces advertimos cierta inmovilidad inquietante en ella. Morning sun llamó el pintor al cuadro, como si ese cuerpo no ocupara otro lugar en la escena que el de la pura ausencia, un espejismo femenino hecho de luz y oscuridad. 

2

Leo el siguiente relato de Pontalis: 

“Anoche se despertó con una crisis de angustia cercana al pánico. Se levantó, se quedó de pie unos segundos, pero no recuperó verdaderamente la calma hasta que su mujer le tocó el cuerpo. Recién ahí se sintió vivo, la sintió viva, y pudo volver a dormirse.

El silencio, para él, tiene dos caras. Hay un silencio, como el de la nieve, que lo angustia, es un silencio que ensordece todos los ruidos de la vida. Y hay otro que le gusta, el silencio cuando callan las palabras, que le permite oír el canto de los pájaros, el murmullo de las hojas. En ese momento, está protegido de todo lo que lo amenaza, desde adentro y desde afuera. Hasta las cosas inertes, hasta las piedras, respiran”. 

Desde adentro y desde afuera: ¿habrá una amenaza que no incluya esa dialéctica? Pero a veces no es tan sencillo distinguir esas fronteras. Adentro y afuera no son a prioris de la percepción, sino construcciones frágiles que se conquistan y pueden perderse, espacios con límites que pueden aliviar y también volverse insoportables. Quizás la amenaza no se reduzca siempre a un objeto ubicado en un exterior del que conviene resguardarse, o a un peligro que acecha en un interior del que huir. Tal vez el poder de la amenaza subsista en la medida misma en que ese binarismo se sostenga y se vuelva incuestionable. 

Recuerdo, ahora, una idea que leí en Marcelo Percia: “claustrofobia y agorafobia localizan peligros en lugares cerrados o abiertos: no dicen cómo vivir en espacios sin miedo”.

3

Descubro en palabras de John Berger un refugio. 

Enseña que el deseo, cuando es recíproco, produce un complot, una extraña forma de conspiración, muy lejos de la versión usual, paranoica -en la que no hay deseo, en la que no sería posible ninguna reciprocidad-. 

La conspiración deseante en Berger “consiste en crear juntos un espacio, un lugar de exención”. Ese lugar, para Berger, es el interior de otro cuerpo. La conspiración, entonces, “consiste en deslizarse al interior del otro, allí donde no se les puede encontrar”. De esta manera “el deseo es un intercambio de escondites”. 

Creación de un lugar de exención: no se trata de un refugio al modo de aquellos sótanos de gruesas paredes a prueba de catástrofes atómicas, sino un espacio para el deseo. El interior de otro cuerpo, su tacto, su piel, su voz, la forma en que el otro hace silencio o se apasiona, la ternura indecible de su cuerpo mientras duerme. 

Un intercambio de escondites, sí, pero a entender en un sentido muy preciso: por fuera de la gramática de la clandestinidad, de la infracción que propicia la astucia del disimulo. Escondite como escenario en el que se está a salvo, por un tiempo, con otro; como afirmación de que los placeres y los dolores, las heridas que nos marcan son también zonas de encuentros posibles, de experiencia y reparación amorosa. 

4

La noción de reparación me interesa. Como sucede con muchas otras cuestiones, algo -¿será siempre un encuentro?- produce que nos enteremos de eso que, a posteriori, sentimos que estuvo siempre cerca nuestro. En análisis entendí que el deseo puede ser un nombre de la búsqueda. ¿Tendrán algo que ver ciertas búsquedas con la reparación?

Leo en Anne Dufourmantelle: “nuestra compulsión a repetir, decía Dolto, es también una compulsión a reparar”. Tendemos a asociar reparación con algo roto que la requiere… ¿que quiere repararse? ¿habrá, entonces, un querer en la reparación, en la repetición?

Freud tenía la idea de que la repetición en transferencia sustituye a la capacidad de recordar. En un bello escrito de 1914 lo expresa así: “el analizado no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo reproduce como recuerdo, sino como acción; lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace”. 

Pero agrega una dimensión más sutil: “sucede, con particular frecuencia, que se ‘recuerde’ algo que nunca pudo ser ‘olvidado’ porque en ningún tiempo se lo advirtió, nunca fue consciente. (…) El convencimiento que el enfermo adquiere en el curso del análisis es por completo independiente de cualquier recuerdo de esa índole.” Me veo tentado a agregar: o de cualquier otra.

Aquí estamos en una zona muy delicada del escrito freudiano. Pareciera que a Freud le faltan palabras para transmitir lo que quiere decir, y recurre a comillas que matizan e introducen cierta sospecha sobre el sentido que debería concederse a “recordar” y a “olvidar”. 

No siempre se recuerda lo olvidado, ni se actúa-repite para no recordar. Algo heterogéneo al circuito olvido-recuerdo emerge en la transferencia: es creado por las palabras y los afectos que se van tejiendo en un análisis, a través de la escucha abstinente –no indolente, tampoco pasiva- del analista. Y eso da lugar, a veces, a un convencimiento, una convicción independiente de cualquier comprobación “empírica”, una convicción que no depende de la disponibilidad del recuerdo sino de lo que la experiencia de la transferencia precipita. 

Por eso no se trata de una certeza sobre un contenido (al modo de “esto pasó”, “soy así”) sino de una operación donde se enlazan la fragilidad de la existencia y algunos deseos; la convicción de que padecemos múltiples determinaciones que sin embargo no obturan un vacío, un silencio, un margen de opacidad y de erotismo con el que podemos respirar e inventar otra cosa, enamorarnos, soñar. 

En esa convicción deseante, que es efecto del decir, aparecen diferencias entre los tiempos, los recuerdos y las heridas que se actualizan. Los matices entran en la vida. Una reparación se va construyendo, un querer comienza a existir.

*Imagen de portada: Morning Sun de Edward Hopper

Las lecturas que causaron –y con las que intenta dialogar- esta escritura tuvieron lugar durante la cuarentena, y funcionaron como refugios provisorios.
Este texto es un intento de compartir ese refugio. 

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