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15-04-2020 Notas

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Por María Paula Giordanengo y Patricio Vargas | Portada: Pietro D'Angelo

“Un fuerte egoísmo preserva de no enfermar,
pero al final uno tiene que empezar a amar
para no caer enfermo,
y por fuerza enfermará si a consecuencia
de una frustración no puede amar”.
Sigmund Freud, Introducción al Narcisismo, 1914

I. 

Lacan escribió en Seminario X: «No sin motivo, desde siempre, les repito machaconamente que el amor es dar lo que no se tiene. Es incluso el principio del complejo de castración. Para tener el falo, para poder usarlo, es preciso, precisamente, no serlo. Cuando uno vuelve a las condiciones en las que parece que lo es -puesto que se lo es, en el caso de los hombres no hay duda, y en el caso de una mujer ya volveremos a decir de qué modo se ve llevada a serlo-, pues bien, siempre es muy peligroso”.

La clínica nos pone sobre la pista de diversas formas de la impotencia como respuesta ante un Real incierto.

A la impotencia constitutiva del encuentro con el Otro sexo se le responde en ciertos casos de varones con una puesta en acto: “estar con todas para no estar con nadie”.

Lo paradójico es que esto termina siendo una forma de estar solo, o sea una forma de estar con uno mismo. Podemos acá agregar un detalle más inquietante que recortamos del mismísimo Freud al respecto: detrás del semblante del macho se puede encontrar una identificación femenina a la que se le teme casi con horror. Freud creativo, complejo, divertido, incisivo, intuitivo, exploraba el determinismo de la «asociación libre». Para eso le propone a un joven, al que define como harto mujeriego, que escoja libremente el nombre de una mujer. Esperaba que él solo tuviera que elegir uno entre tantos que conocía. Nada. Al rato irrumpió de su mudez un solo nombre insistente: «Alvina». No había ninguna relación aparente con algo de su vida.

¿Fracasa allí la asociación?

«Pudiera, pues, creerse que el análisis había fracasado; más… habíamos logrado un completo éxito. Mi cliente joven era excesivamente rubio, y en el curso del tratamiento le había dicho yo muchas veces, bromeando, que parecía albino. Además, nos habíamos ocupado, precisamente en los días anteriores a este experimento, en establecer lo que de femenino había en su propia constitución. Era, pues, el mismo aquella Alvina que en tales momentos resultaba ser la mujer para el más interesante…».

En su «humorada» sobrevolaba la intervención sobre lo «femenino» de aquel. Agudo para encontrar, tras ese semblante de mujeriego, una identificación femenina operando y para romper estereotipos; para confirmar, en la clínica, que masculino y femenino no son pene y vagina, sino modos en cómo se desea y se goza. En este caso, tras la superficie de la máscara del “macho” coleccionador de mujeres, encuentra un costado de «mujer interesante» en la base del mismo.

Este ejemplo de la pluma del maestro nos trae dos formas de horror a lo femenino. La primera, una mujer siempre se vuelve enigmática e inabordable sin caer la falta, la segunda, cómo la propia castración acecha desde la bisexualidad constitutiva que él planteó. 

II.

Para seguir en esta línea del retorno podemos tomar un concepto más, esta vez de Análisis Terminable e interminable. En el capítulo 6 Freud hace un rastreo de la relación que encuentra entre las alteraciones del yo y los mecanismos de defensa, cómo estos últimos generan resistencias a las transformaciones del sujeto y son vía de repetición. Entonces indaga cómo en la cura, que requiere del lazo de amor de la transferencia, se trasladan las mismas modalidades de resistencia. Encuentra en los pacientes con características de «viscosidad de la libido» lo difícil de que abandonen sus elecciones de objeto; también las llamadas “resistencias del Ello”, en los que encuentra cierto agotamiento de la plasticidad libidinal. Se sorprende de encontrarlo también en gente joven.

En este punto, lo que nos interesa precisar, para caracterizar a nuestro hipotético sujeto es dicha «especial movilidad libidinal» en ciertos varones, es decir aquellos que abandonan, insisten, cambian, «como si todo se escribiera en el agua». Un modo de lazo amoroso, lábil, desapegado, de poco raigambre al cuerpo. 

Cuerpos no afectados por el deseo -sede el erotismo- sino por condiciones de goce específicas, que hacen serie de un objeto a otro, y que se perpetúan sin solución de continuidad.

Tenemos ahí entonces, dos ideas: la del mujeriego que reprime en el inconsciente, ser “la mujer más interesante” y la de “los lazos escritos como en el agua”. 

Ese rodeo volátil con otras con las que no se termina estando para estar con uno/una misma, encontrando una satisfacción, requiere del concepto de Narcisismo.

En algún momento, en la subjetivación masculina, se presentifica cierto empuje pulsional radicado en el “tener…” muchas mujeres. A veces real, a veces fantaseado, el tener enmascara el apropiarse, en cierto punto, o subjetivar algo de la potencia en el uso del falo, (con el agregado del reconocimiento de los pares por eso). 

En esta suerte de trayecto masculino hacia la subjetivación del falo, expresa la  necesidad de que “uno puede”, mostración narcisista, que termina, entre otras cosas, borrando al Otro sexual.

A veces también sucede una operación de retorno a dicho estado, por ejemplo tras una frustración amorosa. Retorno a antiguas fijaciones libidinales, de raigambre narcisista. No obstante, en este ensayo ponemos particularmente la lupa en aquellos casos que parecen no haber salido nunca de aquella posición inicial: los que parecen estar anclados en una fijación narcisista, en una demostración de la potencia. Pensamos dicha fijación, en el polo opuesto a lo que llamamos la formación de un síntoma neurótico, en tanto, el síntoma supone conflicto, o sea atravesar una pérdida de ese goce narcisista. En este punto, toda relación amorosa, donde se pone en juego la libido objetal, es decir, el pasaje del Narcisismo al amor de objeto, no es sin haber atravesado una pérdida frente a la cual el síntoma podría ser una respuesta posible.

Conmover ciertas fijaciones fantasmáticas para dar lugar a un síntoma analítico en donde se apoye la Neurosis de transferencia, no es sin el pasaje por la angustia, como tratamiento preliminar. 

La impotencia como una inhibición (de la función del Yo) deberá pasar por la angustia para devenir síntoma, es decir, mensaje dirigido a otro, conflicto que irrumpa develando la responsabilidad subjetiva en juego.

Con el síntoma siempre hay conflictividad, pero permite un modo novelado de encuentro con otros/otras. Una relación puede tener mil formas. Incluso podemos hablar de infidelidad, de amar a más de uno/una a la vez, de relaciones libres, etc. No se trata de la pareja heteronormada o la familia y los hijos. Sino de una forma de encuentro que ponga en juego una pérdida que haga posible un lazo que reconozca al otro.

III.

La fantasía narcisista de “todas estas que hacen Una” protege de ese no-saber constitutivo del amor. Esa no es ni siquiera la potencia machista, sino la caricatura de la potencia que intenta borrar todo vestigio de no poder, o sea del deseo, que a veces se manifiesta en la negatividad de la potencia.

En cierto punto, en tanto el encuentro es fallido, siempre supone un reencuentro desproporcionado, descentrado respecto al objeto y el modo de relacionarse con el otro siempre es sintomática. Pero para que haya síntoma tiene que haber pasaje por la castración.

Por un lado, entonces, el estar con todas para no elegir a ninguna, el lugar de la mujer como objeto desecho, es la vía de anclaje de un goce que no puede ser sino narcisista, el goce autista o del idiota, que llama Lacan.

“Matar al macho” es matar al padre, o sea aceptar el erotismo del vínculo con el padre para subjetivarse es aceptar la castración, ya no del orden de una identificación a la potencia sino constatando la impotencia que pasiviza en una relación de amor.

En suma, poder estar con una mujer es aceptar la pasividad que impone todo vínculo de amor.

En cierto punto, la exigencia social y cultural a la que se ven compelidos los varones hoy en día, sumado al cuestionamiento de cierto feminismo dentro del amplio campo de los feminismos, comienzan a cercar ciertos actos,  antes propios de una demostración de potencia (invitar a salir a alguien, la primer llamada era del hombre, la chica esperaba, el pagar la cuenta, etc), pequeños actos donde un aspecto de la  masculinidad podía sostenerse, aunque a medias, hoy se ven cuestionados. Seguro es necesario cuestionar todo, eso es indiscutible, pero también es necesario poder observar las consecuencias de eso.

En ese punto, la angustia siempre resguarda. Cuando se produce de ese “todas” la excepción al conjunto, la que cuenta, la excepción, es decir, el encuentro de un objeto agalmático, opera allí un pasaje por la castración, donde el amor permite al goce (autoerótico) condescender al deseo, anclado en una mujer.

Lacan habla de Pere-versión, al referirse a una versión del padre, aquel que transmite al sujeto una versión del deseo. 

Indica allí, que la particularidad del padre en tanto ocupando la función paterna se sostiene por el hecho de estar père-versamente orientado, es decir que hace de una mujer, la causa de su deseo.

La lógica de la père-versión se extrae, entonces, de la singularidad del padre, contraponiéndose a la universalización de su función. Lo particular de un padre, entonces, es su deseo hacia una mujer elegida entre todas las otras, singularidad que merece ser calificada de perversa en tanto que desmiente todo estándar.

El amor, entonces, en tanto Eros que liga, une la dispersión pulsional, comandando la integración de las pulsiones y el deseo extraído y dirigido hacia un objeto, supone ese pasaje por el parricidio.

El macho al que hay que matar es -tal como enseña Tótem y Tabú- ese padre que accedía a todas las mujeres para que opere -en el sujeto- esa otra versión del padre Uno, aquel que exceptuando a una mujer del conjunto, encausa su deseo hacia una mujer.

La potencia es, entonces, vía ese padre Uno, perversamente orientado. Padre en tanto hombre frente al que el sujeto asume pasivamente una condición de amor. 

Para amar a una mujer hay que aceptar haber sido amado por Un padre.

Si partimos de la impotencia a lo Otro del sexo, es decir, el encuentro con la propia castración, hacerse el macho es identificarse a la versión de padre totémico, desde una impostura viril. A falta de matarlo, barrarlo, el sujeto se identifica con él.

Amar, entonces, en tanto condescender el goce al deseo, supone aceptar la pasividad de ese erotismo en la relación al padre, de quien se obtiene la versión acerca de una mujer.

En suma, “Macho” es aquél que solo exalta la figura de la madre (la propia) o reduce a toda mujer al estatuto materno. Lo que se aparte de ese Ideal –inexistente- es degradado, vapuleado y reducido a los más bajos instintos.

Macho es el eterno “nene de mamá”, que no ha salido de entre sus polleras. Hombre es quien hace uso de su masculinidad para dividir mujer y madre. Es decir, “madre” hay una sola y para el macho no se divide.

Un hombre sirve más bien de relevo para que una mujer se convierta en Otra para sí misma, como lo es para él. Hombre es soportar y sostener la división que comporta lo femenino.

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