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Por Bárbara Pistoia
En el mismo momento que arrancó el aislamiento social preventivo y obligatorio se liberó desenfrenadamente una carrera de productividad y ofertas porque, ¡oh, mundo moderno, deberás quedarte en tu casa, quizás solo, quizás con familia, pareja, amigo/s, mascotas, pero, básicamente, con tus fantasmas, los ajenos y los de la situación, y qué mejor que combatirlos haciendo cualquier otra cosa sin parar!
No hace falta desarrollar en este texto que no es la época que mejor se lleva con “el adentro”. Lo que sí hace falta aclarar es que no me refiero a grandes marcas ni a grandes medios, de los cuales uno no espera algo diferente. Ni siquiera voy a traer a debate a las miles de personas individuales que sacan un IG Live de la galera por hora, como si fuera la única forma de respirar que encontraron para subsistir en este tiempo. Cuando cuestiono esta efervescencia me refiero a esos sectores de los que uno espera un “algo” distinto, por algo se llaman y posicionan como “independientes”. Así, no fueron pocos los medios y las editoriales independientes que se subieron a la ola de frenesí, tal vez tan solo con buenas intenciones o quizás un poco de oportunismo, tal vez entendiendo que no podían quedarse afuera, pero mal comprendiendo su lugar en esta historia, lo cual terminó por forzar códigos de demanda poco genuinos, poco sostenibles y, sobre todo, muy poco saludables en cuanto al impacto que provocan.
Lejos de decir que no hay un aporte cultural a la propuesta en la que se abanderaron, justamente el aporte cultural de esta definición es la de reforzar los peores vicios del campo cultural: desde maratones de contenidos automatizados y a una velocidad que da calambre -enlatados que salen de búsquedas simples de Google, que apelan a cantidad de artículos, a acumular clicks o reacciones en redes sociales- al ya reconocidísimo trabajo precarizado o directamente gratis. Y es en este último punto que me voy a detener, mirando especialmente lo que sucedió con algunas editoriales y la liberación de los libros. Porque de los medios, por más que flameen las banderas de lo independiente y de lo nuevo, ya también sabemos de memoria que la mayoría no es así y que replican un sistema no solo de precarización, desinformación y mala calidad, sino que lo explotan aún más tomando como distintivo el buen uso audiovisual y de redes que pueden ofrecer por ser “jóvenes”. La uberización del periodismo, en definitiva, aunque se vista de digital, tecnológico y lenguaje canchero, cuando no inclusivo, periodismo uberizado queda.
En este contexto, en este momento, no en otro ni en una situación diferente, acá y ahora que haya editoriales independientes regalando libros que están en circulación es un escape de gas en una estructura que se sostiene ante todo y mayoritariamente con fuerza de trabajo, de voluntad e intenciones muy concretas.
Nuestras editoriales independientes y el mundo editorial independiente en su más íntegra composición, o sea, todos sus actores, elementos y partes de la cadena que empieza desde el escribir hasta vender el libro, lograron construir a través de los años una fuerza propia, una fuerza que ya no es una tendencia, que más bien marca una flamante tradición que desafía los relatos predominantes, que apela a la incomodidad y al desprejuicio de los lectores, despertando, además, un interés global. Esa fuerza viene de estar muy maltratada los últimos años, en muchos casos fue un maltrato que los dejó al borde de la extinción, y ahora, a pocos meses de comenzar una nueva etapa, que ni pudo llegar a sentirse, enfrenta este parate desbordado de incertidumbres y afectaciones económicas profundas, así como también de logísticas.
El crecimiento y la supervivencia de este mundo encuentra poder en las vinculaciones, asociaciones y proyectos colectivos entre las partes. La FED es un ejemplo contundente, es nuestro “tocar el cielo con las manos”. Pero mismo la agrupación de varias editoriales para lograr montar un stand en la Feria del Libro, que sin esa unión no sería posible, u otras instancias mucho más cotidianas que van mano a mano con las librerías, con centros culturales y bares, etcétera, también lo son. La definición de regalar libros en circulación es exactamente lo opuesto a esta fuerza colectiva, es desprenderse de un ideario independiente que deviene en individualista. Es, también, mano derecha de una manía muy propia del campo cultural: el pedir el libro que sale en vez de ir a comprarlo. Pedir por pedir, lo hacen periodistas que ya saben que no van a reseñarlos y lo hace el círculo, cuando quizás ninguno lo llega a leer, pero ahí lo tienen y se sacan la foto, porque hay algo de “pertenencia” o “existencia” en ese “pedir/recibir”.
Ser independientes es también hacernos cargo del lugar antipático que implica no ir detrás de la demagogia del momento y pensar corrientes alternativas por delante del tiempo en el que estamos, incluso a riesgo de equivocarnos. Estar en ese margen de independencia cobra justamente sentido cuando se toma el riesgo, se exprime, se altera y hasta se permite la falla de ese riesgo adquirido. Sin la noción en carne viva de ese riesgo, lo independiente se limita a ser el caramelo más dulce de los esnobs, un traje exótico ocasional, la oportunidad de forzar una reacción ocasional más que la de construir un ámbito de articulación. Es, en definitiva, quedarse en un relato.
Hacer libros independientes es un trabajo feroz. Podría hablar de fe y milagros, pero no quiero que haya margen para ninguna romantización porque realmente es grave el escenario y los malabares que comienzan con el propio escenario y los propios malabares que hace el autor para poder escribir. Y esto no es metafórico: es económico. Se escribe un libro que no te va a dejar un peso. Se escribe con una escritura que tiene muchas más horas de lecturas que de tipear, y otras tantas más de pensar ideas. Se escribe para sostener un pensamiento independiente, no original, no único, que son aspiraciones imposibles e irreales, sino un pensamiento que pueda ser contado desde una voz propia. Una mirada y voz propias que buscan ofrecer un punto de fuga. Hay una resistencia ahí, y una búsqueda de confirmar una no soledad en ella. Se escribe porque ya estamos vencidos por un sistema, pero no entregados ni regalados (aunque regalen nuestro trabajo).
Esta cadena de acción y sensación se extiende a los buenos editores, los que la replican con correctores, diseñadores y su propia autoexplotación de editores. Luego aparecen las imprentas y la distribución; acá es donde quizás se concentran los mayores gastos/ganadores, y por eso también los nudos en todo este asunto, los problemas más diversos, los dolores de cabeza, las angustias y los sacrificios. Luego vienen las librerías, no vamos a hablar de todas y sí vamos a resaltar las que apelan a una atención que también las diferencie de las grandes cadenas, las que también buscan poner en valor toda esa previa que arrastra el libro para llegar a sus estantes. Dicho esto, no es que el librero de la librería chica sea mejor que el de una cadena, que está precarizado y explotado, y ni más ni menos está haciendo su trabajo, es solo otro tipo de atención la que se abre y se permite por cuestiones de definición comercial que exceden al trabajador. Así y todo, creer que no hay buenos libreros en cadenas es un error demasiado habitual, y claro, clasista.
En tiempos como estos, de exceso de información, es el librero el verdadero puente entre el libro y el lector, no el periodismo que reseña leyendo los títulos de los capítulos y completando con búsquedas de Google, no el impacto en las redes sociales. El librero que puede darse el lujo de leer, de escuchar, que mira a su cliente antes que nada como lector es el que cierra un círculo de trabajo encadenado que no escapa al destino injusto. Porque no hay un valor real para la escritura, para la lectura y edición, para el que goza de compartir el dato del libro exacto para cada uno. No hay valor, pero hay costos, precios y cuentas.
Y hay demasiados mitos que, así como refuerzan el clasismo de los libreros de cadenas que no leen y la manía del “mangazo”, refuerzan otros tipos de explotación, como que los trabajadores de la cultura, en realidad, no son trabajadores. O que ganan mucho dinero por hacer algo que les gusta. En nombre de la autogestión y la independencia se han dado las más groseras explotaciones, en nombre del “amor al arte, al libro, a la cultura” se perpetúan mecanismos que dañan justamente eso que se dice amar y a sus productores, y en nombre del “prestigio”, que en realidad es puro cholulismo, muchos toleran esa explotación solamente para aparecer en ciertas revistas, en ciertas editoriales, en ciertas fotografías, con acceso a ciertos lugares. Y ni el prestigio/cholulismo ni el amor al arte pagan las cuentas, pero tampoco aportan un valor real. Todas estas escenas que vemos tanto son las mismas que habilitan la confusión habitual, incluso entre pares, de ver a empresarios de la cultura como héroes. Por suerte, nadie con dos dedos de frente quiere ser héroe, porque los héroes nunca pueden elegir su tragedia. Por la misma razón por la que muchos somos trabajadores independientes, para poder elegir nuestros escenarios graves y malabares, tanto con las palabras como con las cuentas, así cuando nos llega la tragedia, esa que es inevitable para todos, al menos nos dimos el único lujo posible que pueden darse los trabajadores: romper las pelotas.
Subrayo: trabajadores, eso somos.
Ofrecer gratuitamente libros en circulación no favorece a nadie, ni siquiera a los lectores. Porque las editoriales independientes y las librerías a las que ellos van necesitan de su lugar de lector que compra ese libro, unos para seguir imprimiendo y otros para mantener sus puertas abiertas. El libro gratis es una salida fácil que se deja comer por la sobreactuación y se saltea las tantas otras posibilidades que hoy existen. Pero que definitivamente requieren más trabajo que liberar un archivo, la resignación de tener menos prensa e impacto en redes, y la responsabilidad de no replicar el ideario del mainstream. No es no ser solidario, es ser consciente del tiempo y espacio que cada uno ocupa.
Lo hecho por Ediciones Godot es, sin más, el mejor ejemplo de alternativa: lanzamiento de nuevos títulos en formato digital y la digitalización de todo su catálogo con un 60% de descuento mientras dure el aislamiento. Caja Negra está compartiendo en su blog, además de los contenidos habituales, textos direccionados a pensar el rol ciudadano, la nueva idea de pacto social, de lo colectivo, y también siguen el paso a paso de la Crónica de la psicodeflación de Bifo Berardi, tomada por completo por la situación europea frente al covid-19. Solo por poner dos ejemplos.
La dinámica del mundo moderno nos obliga a ser lectores vivaces, pero también lúcidos del traje que elegimos ponernos. Que el sector independiente se suba al frenesí del consumismo en nombre de una falsa solidaridad profundiza problemas de raíz.
¿Más ideas? Se podría haber apelado a liberar un capítulo de ciertos libros y generar una charla con el autor, contar lado B de las publicaciones. Pero definitivamente se podía ir mucho más: haber elegido abrir espacios de intercambios donde se pueda explorar y exprimir al máximo la infinidad de contenidos que ya hay gratuitos en web, y de todos los tiempos. Porque, ¿quién sino el ámbito independiente es mejor para invitar a habitar este lugar que nos toca en la historia vivir y no evadirlo? Se habla de nuevo comunismo, otros hablan del peor fascismo por venir. ¿Habrá un mundo de fronteras cerradas para siempre? El Papa sale a marcar la cancha sobre la urgencia de un salario universal, los sindicatos empiezan a plasmar la vieja lucha: no somos partícipes en las ganancias, por qué vamos a serlo en las pérdidas. ¿No es hora ya de discutir en serio que el trabajo no está dignificando nada, sino que está poniendo en juego el plato de comida de todos? Sobran temas y lecturas gratis para poder acompañarnos en este aislamiento. Ver todas las alternativas posibles antes de poner libros gratis es no reducir el libro a un fetiche ni convertirlo en un capricho, es respetar su condición: el libro es un trabajo en el que conviven muchos trabajadores.
El siglo XXI es el siglo individualista por excelencia, es el siglo que combate lo privado, la soledad, el cuerpo y la pregunta abierta. Es el siglo que desprecia lo íntimo, que ve patologías donde hay bajo sombras y que corre hacia el sin sentido con tal de no quedar cara a cara con la angustia. Un siglo que no concibe ningún pensamiento sin ser pasado por el Yo, que rompió, o al menos amenaza, el arte de la conversación. A este siglo le cayó esta pandemia, un virus nuevo que parece sacado de una ciencia ficción jamás escrita, totalmente disparatada y que obliga a la humanidad a enfrentarse a todo eso que odia. Si hacemos silencio, otra de las bendiciones que le cuesta a la época, escuchamos la risa de los dioses, parece una venganza. Pero no solo se escucha esa risa por la paradoja existencial a la que se vio empujada este mundo, también por la paradoja a la que se vio expuesta el sector que debería proponer enfáticamente una fuerza de choque con estos paradigmas modernos. Era la oportunidad de hacer acción los epígrafes de las fotos que nos sacamos. En definitiva, antes de ser lectores, todos somos trabajadores. La solidaridad empieza por no perder de vista esto. Todo lo demás puede llevar otros mil nombres, pero no es solidaridad. A lo sumo es empatía, una empatía que en este tiempo se presenta como perfume neoliberal.
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