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25-05-2020 Notas

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Por Juan Mattio

El periodismo liberal —Nicolas Wiñazki y Silvia Mercado— y una respuesta del presidente Alberto Fernández, han logrado que la palabra “angustia” ingrese a la arena de discusión política.

Mercado preguntó en conferencia de prensa, “Quisiera saber si tiene en cuenta, presidente, no sólo las consecuencias económicas que se producen en la gente que ya llevan 65 días de cuarentena (…) Si evalúa consecuencias emocionales, psicológicas, realmente hay mucha gente angustiada”. A lo que AF respondió “Me llama mucho la atención la idea de muchos medios de la angustia de la cuarentena. ¿Es angustiante salvarse? Angustiante es enfermarse; no salvarse. Angustiante es que el Estado te abandone; eso es angustiante, que el Estado no esté presente”.

Me dicen que el contexto de la escena era una provocación de Wiñazki días atrás en TN donde dijo estar angustiado por no poder conocer a su sobrina recién nacida. De modo que deberíamos escuchar las palabras de AF en ese contexto.

Lo que parece estar en juego es una operación del liberalismo que, al no poder decir que necesita que vuelva a ponerse en marcha la actividad económica porque tiene pérdidas, utiliza la figura de la angustia para reclamar una apertura o flexibilización del aislamiento social obligatorio. Los empresarios y sus voceros de los medios masivos, entonces, estarían haciendo uso de un problema real para reclamar aquello que la opinión pública no aceptaría si se dijera sin velo: la sostenibilidad de la vida es menos importante para el capitalismo que la sostenibilidad de la economía.
Sin embargo, en esta escena de enfrentamiento, permanece invisible que la angustia existe. La organización de farmacias advirtió a principio de mayo que había aumentado un 30% el consumo de Clonazepam, Zopiclona, Lorazepam. Los trastornos de ansiedad y sueño se multiplican. Es decir, el uso político de liberalismo —y la respuesta estatal— no disipa ni resuelve el problema real.

Que las enfermedades mentales no son prioritarias en la agenda pública lo demuestra que horas antes de la conferencia de prensa un paciente del hospital Borda murió después de ser atacado por una jauría de perros el día anterior y nadie realizó ninguna declaración. Tampoco sobre los cinco casos positivos de Covid que se detectaron hasta el momento en esa misma institución.

Pero el problema es, creo, anterior. Porque es el sentido común de amplios sectores progresistas el que entiende las enfermedades mentales como un tipo de padecimiento siempre un poco sospechoso, algo fingido, no del todo creíble. Es, además, un problema individual mientras que el Covid sería un problema colectivo.

Mark Fisher escribió en Realismo capitalista que “En El Reino Unido la depresión es hoy en día la enfermedad más tratada por el sistema público de salud”. Fisher habla de una “plaga de la enfermedad mental” y propone que “Ya no debemos tratar la cuestión de la enfermedad psicológica como un asunto de dominio individual cuya resolución es competencia privada; justamente, frente a la enorme privatización de la enfermedad en los últimos treinta años, debemos preguntarnos, ¿cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta gente joven, esté enferma?”

Creo que si esta pregunta se evita de forma sistemática es porque presenta un problema que en el interior del capitalismo no se puede resolver. No hay reforma del Estado ni política pública progresista que pueda hacerse cargo de las implicancias de este cuadro de situación. Y eso es porque “el capitalismo se alimenta del estado de ánimo de los individuos”, es decir, la enfermedad mental es una de las condiciones necesarias para su reproducción. Entender la depresión como una enfermedad constitutiva de estas relaciones sociales pone en jaque la idea de reformas paulatinas, progresivas, escalonadas. Indica que la vida, en este sistema, es invivible.
Desde este punto de vista se hace evidente las ventajas que tiene la percepción privada e individual de la enfermedad mental. En el campo progresista, donde nadie estaría dispuesto a decir que una persona es pobre por pereza individual y que debe resolverlo buscando oportunidades en el sector productivo privado, tenemos muchísimos individuos que están de acuerdo en indicar una etiología individual para los trastornos de ansiedad, memoria, sueño o casos más graves.

Fisher intenta reconstruir en su análisis los lazos que atan las relaciones sociales del capitalismo con las enfermedades mentales. Propone pensar en algo que él llama “fragilidad ontológica” y que describe como “La realidad de la que estamos hablando es parecida a la multiplicidad de un menú de opciones disponible para un archivo digital en el que ninguna decisión es conclusiva; siempre son posibles revisiones y en cualquier momento se puede volver a un momento anterior de la historia del archivo”. Por ejemplo: el tema que monopoliza la atención de los medios masivos una semana, se olvida a la siguiente. Otro ejemplo: lo que un político sostiene un día es olvidado cuatro años después cuando dice estrictamente lo contrario. Otro ejemplo: una publicidad reivindica una cualidad abstracta que el producto, es evidente, no tiene.

Las incoherencias se multiplican y nosotros, como sujetos, asistimos a ellas como quien ve en un sueño una casa que se transforma en otra o un lugar onírico hechos con retazos de distinto lugares reales. ¿Quién podría decir que un trastorno de memoria es un problema individual si el olvido es una estrategia —política, comercial, publicitaria— a la que nos vemos obligados de forma cotidiana?

“La estrategia de aceptar lo inconmensurable y lo insensato sin hacer cuestionamientos fue siempre la técnica ejemplar de la sanidad, y es una estrategia con un rol específico dentro del capitalismo tardío, en el que ´todo lo que alguna vez fue´ puede retocarse rápidamente, en el que la construcción y destrucción de ficciones sociales funciona a la velocidad de la producción y distribución de mercancías”.

La aporía de la salud metal, como la llama Fisher, es incómoda porque no puede resolverse dentro de este sistema y obliga a los partidarios del pragmatismo político y la reforma paulatina a revisar su propia estrategia. La depresión es la epidemia antes de la epidemia. Una epidemia mucho más silenciosa, menos visible, más ignorada.

El capitalismo produce subjetividades rotas y dañadas, a las que se les ofrece dos tipos de discursos. Por un lado, el neoliberalismo le tiende los eslóganes de la autoayuda y la autosuperación del que “sí se puede” es ya paradigmático. El progresismo, en cambio, le habla de materialidades: “angustia es no tener para comer”, “angustia es no llegar a fin de mes”, “angustia es que el Estado no te cuide”. Como si el plano simbólico no existiera —o no fuera prioritario— en las personas que no tienen para comer, ni llegan a fin de mes, o son olvidadas por el Estado.

Por eso existe un campo progresista que se desentiende de los padecimientos mentales, porque es capaz de comprender que el neoliberalismo es “un proyecto político para restablecer las condiciones de acumulación del capital y restaurar el poder de las elites económicas” (David Harvey) pero es incapaz de pensar en las consecuencias subjetivas de ese mismo proyecto.

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