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29-05-2020 Ficciones

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Por Juan Ramón Ortiz Galeano

Y ninguno en un apuro
me ha visto andar titubeando.
José Hernández

Pensaba en ella navegando el Paraná selvático desde Itá Ibaté hasta Guardia Vieja, en una barca repleta de costureras y pescadores. Cocodrilos y leopardos nos miraban relamiéndose desde el frondoso margen del río. Zarzas venenosas y árboles milenarios hurgaban el agua con sus ramas, que parecían brazos monstruosos procurando capturar la embarcación y estrangularnos.

Por contratiempos en Buenos Aires, había viajado a la región de dónde viene parte de mi familia paterna. Me hospedé en casa de unos conocidos en Guardia Vieja, pueblo fronterizo que cobija al puerto fluvial. Al día siguiente también pensaba en ella, atravesando la estepa inundada hacia Baúles, pueblo colindante, llevando un sombrero negro de ala ancha con un cordón plateado que rodeaba su copa a modo de cinta, y un revólver niquelado Smith & Wesson calibre 38 en la cintura, casi hasta donde me llegaba el agua. Lo desenfundaba de trecho en trecho para disparar contra algunos pájaros agoreros, que se posaban en arboles calvos a escudriñar mi peregrinaje; habré descerrajado nueve tiros, creo haber matado a dos. Iba a visitar a mi abuelo paterno por primera y última vez. Me acompañaba y escoltaba tío Tomás, quien llevaba un revólver calibre 38 también; el suyo, pavonado. Tío Tomás era un hombre delgado pero fibroso, de carácter alegre, generoso y cordial, que falleció de un paro cardíaco al año siguiente. Un tupido bigote negro adornaba su contagiosa e inolvidable sonrisa.

La tempestad había dado tregua y la aprovechamos. Antes del mediodía, equipados con mantas y cuchillos, además de los revólveres, encaramos la llanura diversa e iniciamos el viaje a pie. La inundación era profunda. Los árboles parecían flotar sobre el agua como espectros diurnos. Algunos arbustos despuntaban a la superficie cual cabelleras de gigantes hundidos. Peñascos mohosos parecían témpanos revestidos con la verde piel de sapos gigantescos. Había claros espaciados en el agua, como famélicas islas diminutas. Aunque el clima era templado, un viento frío nos empujaba el pecho y el rostro de tanto en tanto. El cielo color turquesa, manchado con nubes agudas ribeteadas en púrpura, daba la impresión de ser el pelaje de un animal desconocido y feroz.

Caminamos varios kilómetros de agua, barro, arbustos, pedregales y lomas resbaladizas; no quisimos maltratar a los caballos en las zonas inundadas y los accidentes desconocidos que había producido la sucesión de tormentas, que ya contaba varias semanas. Al pasar junto a un cañaveral, tan denso y oscuro que parecía impenetrable, oímos una suerte de gemido lastimero y entrecortado. Miré a tío Tomás, su rostro se había transfigurado en un azoramiento repentino y mal disimulado. Miré al cañaveral nuevamente: pareció oscurecerse más, hasta tomar la apariencia de una oprimida arboleda envuelta por una niebla espesa; a la sazón el gemido fue aumentando poco a poco, hasta semejar el llanto de una bestia herida y enojada que se aproximaba; ¡súbitamente creí ver la ráfaga de una silueta negra moviéndose entre el ramaje, y entonces algo parecido al espanto carcomió mi pecho desde el estómago!; creyendo que la bestia rabiosa surgiría raudamente de entre las cañas para atacarnos, empuñé, desenfundé, apunté y martillé el 38 hacia la espesura. ¡Tranquilo!, me detuvo tío Tomás, no es nada, sobrino; un viento nomás. ¿Un viento?, pregunté un poco extrañado. Sí, respondió mi compañero con la voz algo impostada, y luego, más relajado y mirando concentrado la parte alta de las cañas, donde la cúpula había cambiado el turquesa por el púrpura, agregó: un viento que viene de muy lejos.

Horas después vislumbré el significado de su sentencia, hoy lo comprendo cabalmente.

Cuando mi abuelo, que pronto moriría aquejado por nuevas y viejas heridas, estuvo al tanto de mi peregrinaje, salió a buscarme para hacer más corta mi travesía. Al cruzar caminos, dirigimos nuestros pasos a la cabaña de una anciana muy amable, Lidia, que algunos dicen había sido su mujer siglos atrás. La señora preparó un guisado exquisito, con carne y albóndigas amarillas de harina, llamado So´ó Apu´a. Mientras tanto, conversamos sobre nuestro viaje, los pájaros y las armas, el barro y la tormenta. Lidia, que resultó ser mi tía, era una mujer de carácter seguro y afable, tenía una hermosa voz; a pesar de su edad, su trajinar era ágil y convincente; conservaba la piel tersa y el cabello oscuro, no muy largo; se evidenciaba que en su juventud había tenido un cuerpo delgado, pero bello y firme. Su cocina, que constituía una estancia separada de la casa, también servía de comedor y estaba custodiada en el frente por un inmenso y antiguo roble; tenía piso de tierra y era espaciosa, alta, precaria y rectangular; sus paredes estaban hechas con enormes maderos enterrados profundamente en el suelo y revocados con barro; encima, se apoyaba un grueso techo formado por bloques de paja sujetada con juncos y filamentos. La olla donde se cocía nuestra comida era de hierro ennegrecido por milenios de contacto con las llamas, estaba suspendida sobre el fuego hecho con leñas y carbón, y colgaba de un alambre sujeto a un tirante del techo. Almorzamos en silencio, a sabiendas de que a mi abuelo no le gustaba la conversación durante la comida.

Hasta ese encuentro lo había visto dos veces en toda mi vida: viajó a Buenos Aires cuando nací y cuando cumplí trece años. Fui a visitarlo a su pueblo porque había trascendido que estaba muy enfermo y se pensaba que pronto iba a morir; aunque se lo veía fuerte, resuelto e intenso cuando lo encontré. Yo sentía una pulsión desconocida que había reforzado la decisión de mi viaje, pero no llegaba a desentrañarla. El viejo estaba acompañado por el único hijo que lo cuidó hasta la muerte, tío Guillermo, un hombre fornido de mediana estatura, avispado y con un carácter peculiar entre tímido y afectuoso, a quien yo había conocido durante el tiempo que vivió en Buenos Aires, y quien siempre me trató con cariño.

Mi abuelo, de nombre Zaragozo, embarazó a mi abuela Epifanía cuando eran muy jóvenes, pero ninguno crió a mi padre. Una versión de la historia cuenta que mi abuelo, por su fama de hombre aventurero, temerario, mujeriego, jugador y bandido, no fue aceptado por la familia de Epifanía. Otra versión cuenta que fue él quien no pudo abandonar sus costumbres de gaucho forajido. Cuando papá nació, Epifanía conoció a quien sería la pareja de toda su vida, Cutiso, y formó familia con él, dejando a mi padre con el suyo, Santiago, que se lo había pedido y quien lo crió con amor y dedicación. Es decir que papá, de alguna manera, primero fue abandonado por el padre y luego por la madre, para ser criado por el abuelo materno. Sin embargo Epifanía, a pesar de haber tenido otros seis hijos con Cutiso, nunca descuidó al hijo que tuvo con Zaragozo, y lo veía eventualmente. Así mismo Zaragozo tampoco lo desatendió, visitándolo en algunas ocasiones en la casa de su antiguo suegro Santiago, pasándole dinero y pidiendo que se cuide a su primogénito. Siempre creí que las atenciones esporádicas de sus progenitores nunca fueron suficientes para mi padre, quien sospecho se sintió abandonado toda la vida, a pesar del incalculable cariño y celosa protección de su abuelo Santiago, a quien siempre recordaba ocultando alguna lágrima.

Y no eran habladurías la fama de Zaragozo, su existencia abrupta debida a un carácter intrépido, casi temerario. Entre muchas aventuras, fue protagonista principal de un hecho de sangre que lo convirtió en un personaje casi legendario en la región y alrededores. La historia recorrió generaciones, y aún hoy se habla de ella, aunque ahora se fija en páginas por vez primera, ya que mi familia no es gente de libros.

Una noche de 1967 se organizó una fiesta en el patio de un rancho de Laguna Hermosa, pueblo cercano a Baúles. Concurrió gente de la población y alrededores, a usanza de esos acontecimientos. También asistieron los Tres Hermanos Martínez, conocidos pendencieros de la época temidos tanto en Laguna Hermosa como en Baúles, Frontera y otros pueblos vecinos, pues tenían varias contiendas a cuestas, y hasta se sospechaba que alguna muerte; su presencia era garantía de problemas. Mi abuelo fue acompañado de Isidoro, su querido amigo y cuñado.

Promediando la noche, los Tres Hermanos Martínez empezaron a hacer de las suyas, molestando a los concurrentes y provocando a Isidoro, que era un muchacho pacífico y taciturno. Durante el baile, a cada ronda el Primer Martínez se acercaba a donde Isidoro estaba sentado, se le ponía enfrente, lo miraba desafiante y le zapateaba cerca de los pies, ensuciándolo con tierra y burlándose de él. Una vuelta, otra vuelta y otra más. Zaragozo, harto de la provocación a su amigo, en la penúltima vuelta le pidió al Primer Martínez que deje tranquilo a Isidoro, que ya era suficiente; como respuesta, el pendenciero lo miró con ironía y sonrió con malicia, luego se alejó bailando socarronamente. En la vuelta final, el Primer Martínez volvió a pararse frente a Isidoro, pero esta vez, además de zapatearle cerca de los pies, lo pateó con fuerza en una pantorrilla y le gritó: ¡Levantáte, si sos hombre, ¿o me tengo que ir a coger a tu mujer?! El culito de esa morenita me viene pidiendo desde hace mucho. Resignado, y ya un poco enojado, Isidoro empezó a incorporarse resuelto a pelear no obstante conocedor de la paliza que le esperaba, pues el Primer Martínez era un hombre fuerte, ágil, bravo y aguerrido, al que no se le conocía capitulación; pero mientras Isidoro se levantaba, el Primer Martínez desenfundó inmediatamente su revólver, decidido a liquidarlo antes de que se ponga de pie; entonces Zaragozo, con un movimiento abrupto, se interpuso entre su amigo y el provocador. Ante esta acción, el Primer Martínez esgrimió con lentitud y atrevimiento su 38 a centímetros de la cara de mi abuelo, hacia uno y otro lado de su cabeza, sonriendo con jactancia y malignidad. Inquebrantable, Zaragozo lo miró directo a los ojos y le recomendó: Si lo vas a sacar, usálo. Exasperado, el Primer Martínez le gritó: ¡Es lo que iba hacer con tu amigo! ¿Y cómo se usa?, ¿así?, y tiró al aire. Velozmente mi abuelo desenfundó su arma, apoyo el tambor contra la oreja izquierda del pendenciero, y le respondió: No, ¡así!. Y disparó. El golpe de percutor contra la vaina del proyectil produjo un fogonazo de pólvora que salió del tambor y empezó a incendiar media cara del Primer Martínez, ya embadurnada con saliva y alcohol a esa altura de la noche.

Al ver a su hermano intentando apagarse la cara que ardía y chispeaba por el fuego, la pólvora y el alcohol, y a Zaragozo parado enfrente con el arma humeante a un costado del cuerpo, mirando con satisfacción a su víctima que se retorcía de pie, el Segundo Martínez desenfundó y empezó a dispar contra mi abuelo. Lo mismo hizo el Tercer Martínez, que usaba dos revólveres. Así fue que, rodeado por el fuego múltiple, Zaragozo decidió sacarse de encima al enemigo que tenía más cerca, entonces apoyó el caño del 38 niquelado en la cara llameante del Primer Martínez y le pegó un balazo de lleno: dicen que la cabeza estalló como un zapallo, y que en los días subsiguientes todavía se hallaban fragmentos de cráneo, retazos de piel quemada y trozos de cerebro esparcidos en el patio y mesas aledañas. Un artesano llamado Reynaldo Ameghina, que había sido salvajemente golpeado por el Primer Martínez hacía algunos meses, rescató y se llevó, a modo de suvenir, un pedazo cuasi triangular de cráneo que había quedado incrustado en una puerta; al otro día ajustó los lados del hueso definiendo su forma latente de triángulo isósceles, limó los bordes cortantes, pulió toda la superficie, talló en una de las caras la cita: “Aunque pase por el valle de las sombras de la muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo. (Salmo 23:4)», y forjó un orificio cerca de un vértice por donde pasó una cadena de plata, fabricando de esta manera un bello escapulario óseo de protección, que mandó bendecir; este amuleto fue transferido lustros después al hijo mayor de Reynaldo, Pablo, quien con el tiempo lo heredó a su primogénito, Lucas. El escapulario constituye hoy la reliquia familiar más preciada de los Ameghina.

Un pariente de los Tres Hermanos Martínez (a esta altura del relato deberíamos decir Dos Hermanos Martínez) sumó su calibre 22 al ataque contra Zaragozo, y desapareció cobardemente en algún punto de la contienda, su nombre era Enrique. Apareció meses después tirado en una zanja, con el ojo izquierdo arrancado por un balazo, y la cabeza de una gallina decapitada metida en el ano. Se sospechó un ajuste de cuentas.

Esa noche mi abuelo recibió, en diversas partes del cuerpo, un total de nueve balazos calibre 38 y alguna rozadura de calibre 22, y no murió. Cubierto de la balacera por mesas y sillas en una depresión del terreno, luego de haber liquidado al Primer Martínez y repelido temporalmente el ataque de los restantes, las balas se le acabaron a nuestro héroe. Fue entonces cuando intervino la mujer que lo salvó: tía Raquel. La bella muchacha, viendo a su primo en un charco formado por su propia sangre y vísceras, sin balas y a punto de ser rodeado y finiquitado por los pendencieros, que estaban recargando, gritó: ¡¿Dónde están los hombres?! ¡¿No ven que su pariente los necesita, montón de cagones?!. Al no encontrar respuesta corrió hasta su casa, justamente donde transcurría la fiesta; empujó a la gente que obstruía la puerta intentando evitar que la jovencita interviniese arriesgando su vida; logró entrar, no sin esfuerzo; se dirigió a la habitación de su padre, muerto hacía algunos meses, en busca del revólver de éste, y allí se encontró con una de las peores decepciones de su vida: vio a su hermano mayor, Emilio, agazapado tras la cama, tiritando de miedo por el suceso que se desarrollaba, con el 38 del padre de ambos en las manos temblorosas. Tía Raquel lo miró indignada, y le preguntó: ¿Qué estás haciendo acá? ¡Hay que ayudar a Zara, o lo van a matar!; pero Emilio no reaccionó ni respondió, tan grande era el terror que lo embargaba que no podía ni hablar; entonces Raquel se armó de coraje nuevamente y se acercó a su hermano mayor, a quien había admirado desde niña, gritándole: ¡Dame eso, ¿para qué lo querés si no lo sabés usar?!; tras ello le arrebató el arma; la revisó asegurándose de que estuviese cargada; miró con dolor, reproche y profunda decepción a su hermano una vez más; luego abandonó raudamente la habitación, salió de la casa y se dirigió corriendo al campo de batalla.

Al llegar, examinó sobresaltada la estridente balacera que se había reiniciado por parte de los Martínez quienes, recargados, ya se proyectaban sobre el sitio donde estaba desangrándose mi abuelo. Fue entonces cuando la jovencita contempló una escena que le produjo una conmoción que jamás pudo olvidar: el Segundo Martínez, aturdido por el éxtasis de la batalla, y debilitado por los balazos que ya le habían herido varias partes del cuerpo, caminaba torpe y lentamente hasta donde Zaragozo yacía desangrándose boca arriba, casi ahogado en su propia laguna de sangre; al arribar donde su enemigo, el Segundo Martínez levantó su 38 y lo apoyó en el cráneo de mi abuelo, como un rato antes él había hecho con su hermano. Raquel dijo sentir en ese instante que era su propia cabeza la que iba a ser atravesada por el plomo y explotar, que jamás tuvo una sensación más apremiante y estremecedora. Se miró las manos borrosas como en un sueño; vio el reluciente revolver del padre en su mano derecha; lo pasó con ágil movimiento aéreo a la izquierda; divisó entre el humo de pólvora al Segundo Martínez a punto de disparar, martillando el 38 para asegurar el tiro en la frente de su primo desarmado; entonces Raquel experimentó el impulso de una energía inusitada, y empezó a correr hacia ellos atravesando la balacera con lo que sus piernas y corazón le permitían, agitando sus largos cabellos ondulados; a pocos metros de alcanzar a los luchadores, percibió que la bala que mataría a su primo ya recorría sin sonido el cañón del arma del atacante; entonces dio un salto, se zambulló en el refugio de barro que ya era un lago de carne desprendida, y se abalanzó hacia el pendenciero: con la mano derecha levantó el brazo del mareado Segundo Martínez y… ¡Pum!, el balazo destinado a Zaragozo pegó en el cielo. Entonces Raquel giró la cabeza hacia abajo: entre el pelo revuelto los ojos de joven tigresa vieron al primo agonizante que también la miraba, y con la mano izquierda le alcanzó el revolver de su padre. Recargado gracias a la valiente y suicida hazaña de Raquel, Zaragozo recuperó la lucidez y el ánimo, y pudo repeler el avance de los Hermanos.

Al Segundo Martínez le cortó el vientre a plomo; dicen que los intestinos rasgados y mezclados con excremento se le colgaron hasta las rodillas, y empezó a gritar como un enajenado; en la desesperación, se resbaló con sus propias vísceras y cayó de boca sobre su propia mierda, donde quedó tragándola y llorando fuera de combate. Al Tercer Martínez le hirió una pierna, luego un hombro y finalmente le practicó una cirugía estética calibre 38 en una oreja que traía torcida de nacimiento, acomodándola: con eso se rindió el último pendenciero. Cuando llegaron las carretas para llevar a los desgraciados a la sala médica del pueblo, Zaragozo pidió que lleven primero a los muertos y heridos, y entre los muertos, primero a su amigo y cuñado Isidoro, si no querían hacerle compañía en el camposanto. Así es, lamentablemente, el bueno de Isidoro quedó atrapado en el fuego cruzado, donde un proyectil perforó su espalda y salió reventándole el pecho; murió minutos después del tiroteo. Ante el cadáver, un borracho execrable apodado Ejovito, que por su bocaza ya se había ganado varias palizas en diversos puntos de la región, hizo un comentario grosero e imperdonable, comparando la herida pectoral de Isidoro con el sexo desfondado y sanguinolento de una virgen. Ejovito fue hallado el invierno siguiente en el fondo de una quebrada, su carro había desbarrancado y lo creyeron un accidente, hasta que le vieron el cuello cortado y la lengua por fuera del tajo, a modo de corbata.

Dicen que mientras subían a una de las carretas al Segundo Martínez, que gritaba dolorido y desesperado envuelto en sus propias tripas y excrementos, mi abuelo ordenó: ¡A ese llévenlo a la partera, ¿no oyen que está por tener?!.

Tras el almuerzo, el viejo me hizo preguntas generales acerca de mi vida, y específicas sobre gente de la región, hoy establecida en los suburbios de Buenos Aires. Tenía la voz nítida y grave de un locutor, hablaba con claridad, seguridad y firmeza, pero su discurrir no era autoritario. Le respondí lo que sabía, que era bastante. Lidia nos pidió veredicto sobre su comida, le manifestamos la verdad: estuvo deliciosa. Después inició la preparación de un postre, mientras hacía observaciones acerca de las tormentas y de cómo las inundaciones que éstas producían afectaban animales y plantaciones. Trajo un gran fardo de tela blanca y lo desenvolvió; dentro había una enorme barra de queso preparado con sus propias manos, con leche de sus propias vacas. Cortó varias porciones medianas y las dispuso en pequeños recipientes de madera laminada, un poco más grandes que una taza de té, pero sin azas. Tomó una vasija de boca estrecha, fabricada en arcilla, y vertió un generoso chorro de espeso líquido negro, que parecía petróleo crudo, en cada uno de los potes: era miel de caña de azúcar. Con un pequeño utensilio de madera, pisó el contenido de cada recipiente, incorporando el queso y la miel de caña en una sola masa; luego echó cucharadas de maní cocido molido; luego enormes almendras embadurnadas previamente en ambarina miel de abeja, salteadas en una pequeña sartén de cobre reluciente; finalmente adornó con un chorro de nata y dio un toque de azúcar blanca y sal fina en cada recipiente de madera laminada: yo nunca había probado un postre más extraño, variopinto, delicioso e intenso. El abuelo no se sirvió, hacía muchos años había dejado de consumir miel de caña.

Mientras comíamos el postre, un silencio nos envolvió nuevamente. La atmósfera de la precaria estancia, refugio en la tormenta de generaciones de arrieros, lavanderas y agricultores, pareció adquirir un tono fúnebre de angustia somnolienta, típico de la siesta en el campo; aunque en esa ocasión había algo más, como una suerte de abatimiento siniestro y aletargado, húmedo, tibio, que se propagaba como neblina. En medio del silencio, sonó un chillido lastimero y distante que fue acrecentando paulatinamente su intensidad, hasta ingresar por la roída puerta, que abierta mostraba parte del roble y del cielo ahora encarnado cortado por filosas nubes moradas. El chillido había tornado en una especie de llanto lúgubre, para ir aumentando hasta ser un lamento escandaloso que parecía venir del campo y los cañaverales: era el mismo que habíamos oído con tío Tomás en la peregrinación. Lidia bajó su postre hasta el regazo y dejó de masticar, ladeó la cabeza y la mirada, quedando inmóvil y escrutando algún punto fijo en el suelo. El llanto se convirtió en un gruñido rabioso y amenazante que envolvió la estancia con un viento frío, para ser un lamento quejumbroso otra vez, y un gruñido nuevamente. Yo sentí una consternación tenebrosa, una que había experimentado hacía poco tiempo, que no tenía nombre y se parecía al espanto; claro que oculté mi sobresalto, jamás revelaría ese tipo de agitación ante mi abuelo. El rostro de Zaragozo, hasta ese momento compuesto de una templada satisfacción señorial, adquirió un dejo huraño y esquivo, aunque sin disipar su porte imperial (“ni las fantasmas lo espantan”). Tío Guillermo se puso de pie, dejó su postre en la mesa irregular y caminó hacia el umbral; sus anchas espaldas y mediana estatura se recortaron contra el cielo escarlata atravesado por nubarrones ennegrecidos, y se dispuso a escuchar el quejido lúgubre con atención glacial, como enfrentándolo, cuando el ruido ya lo abarcaba todo gruñendo con sus múltiples voces. A partir de ese momento el sonido fue bajando su intensidad, pero mutó en un gorgoteo doloroso, burbujeante, angustiado, que nos mantuvo en vilo hasta ser nuevamente un chillido lastimero, e ir apagándose con la misma progresión en que había iniciado, hasta morir. Entonces Guillermo giró hacia nosotros, sonrió con una expresión entre aliviada y jovial, y sentenció: Un perro rabioso. O un viento que viene de muy lejos, propuse en voz baja pero firme mirando a tío Tomás, que luego de recibir mi frase, desvió lentamente sus ojos hacia un punto perdido en la pared, donde colgaban en desorden imágenes de cruces y santos. Luego, tío Guillermo caminó pausado hasta mi silla, me apretó suavemente el hombro izquierdo su fornida mano derecha, y con su típica mezcla de picardía, afecto y timidez, observó: Sobrino, qué grande estás. Tras ello, recuperó su postre de la mesa, se sentó y siguió comiendo.

Ahora Zaragozo nos miraba a cada uno terminar el postre, y en su rostro soberano se traslucía un sentimiento de conformidad, de cierta alegría velada. No obstante, por momentos el semblante del viejo tomaba una expresión adusta, lejana, y parecía desconectarse de todo al mismo tiempo que todo parecía girar en torno a él, como si fuese el actor principal de una obra silenciosa en un teatro mudo.

Otro episodio tristemente célebre en la vida de Zaragozo fue una controversia con un socio, Abelino, que al tiempo del hecho también era su cuñado. Mi abuelo paterno había sido informado por labradores que trabajaban para él, y quizás por algún familiar también, de que Abelino pensaba matarlo a traición y quedarse con buena parte de su ganado y de las ganancias del cañaveral, que si bien se expandía en un terreno que pertenecía a Zaragozo, era de producción compartida, pues ambos tenían gente y maquinaria trabajando, tanto en la cosecha como en la pequeña fábrica productora de miel, montada en las cercanías. Probablemente la miel de caña de azúcar que integraba el postre que habíamos disfrutado, venía de allí. Zaragozo, preocupado por los rumores de felonía, propuso a su cuñado una reunión en la arboleda colindante al cañaveral, y cercana al depósito que abastecía a la pequeña fábrica, de manera que pudiesen esclarecer situaciones y solucionar diferencias, y los negocios no se vieran perjudicados por habladurías de envidiosos ni artimañas de competidores. Ambos llegaron a caballo al atardecer, se saludaron, se internaron en el bosque, desmontaron y ataron las riendas a unos palenques. Iniciaron una caminata diplomática entre la vegetación. En un momento, Abelino dio la espalda a Zaragozo, entonces éste desenfundó con presteza, apoyó el cañón de su 38 niquelado en la nuca del socio, y disparó. El proyectil ingresó por la parte trasera del cuello de Abelino, lo atravesó completamente y salió desgarrando la piel justo por encima de la Nuez de Adán, rompiendo parte de su mandíbula. Dicen que Abelino se encorvó extrañamente antes de caer al pasto e iniciar una serie de convulsiones profundas y gorgoteos horripilantes, metiéndose los dedos en la boca y el agujero del cuello, en un intento infructuoso por detener la hemorragia, retener el oxígeno y acomodar su lengua, que se había desprendido. Dicen que Zaragozo se arrodilló ante el cuerpo agonizante de su amigo, que se desangraba entre espasmos lentos y palabras imprecisas, y rezó un Padre Nuestro pidiendo perdón a la Divinidad por su forzoso accionar. Dicen que al concluir las plegarias, en lugar de rematar a Abelino, que seguía boqueando en agitaciones cada vez más pausadas pero más lastimeras, y ahorrarle así el sufrimiento innecesario, se puso en cuclillas y aprovechó la agonía del socio para explicarle los motivos de su proceder, y no tenga que despedirse del mundo en perplejidad e ignorancia. Acompañó al amigo hasta el último estertor y se quedó con su revólver, seguramente para honrarlo: un Smith & Wesson nuevo y pavonado que no pude evitar pensar que podía ser el que portaba tío Tomás. Ese hecho de sangre, injustamente visto como un acto de traición, pero ineludible para hombres que dependen de su previsión y arrojo, tuvo proscrito de la ley a Zaragozo mucho tiempo (tal vez entonces aprovechó a visitarme por segunda y última vez en Buenos Aires, a mis 13 años), y aunque terminó arreglando de alguna manera la situación con la justicia, como tantos otros problemas, este acontecimiento le significó el rechazo de buena parte de la familia, principalmente de algunas mujeres que habían conocido, y tal vez amado, a Abelino.

Estábamos satisfechos, un letargo dulce nos inundaba la conciencia imbuyendo ensoñación en el ambiente. La tarde soportaba las mismas gruesas nubes, pero les dio algunas pinceladas de negro, haciendo más tétrico su aspecto. La cúpula había cambiado el escarlata por el bermellón.

El sopor fue interrumpido por la breve visita de algunas labradoras y arrieros que pasaron a saludar a mi abuelo, y fueron debidamente convidados con agua fresca de pozo, chipa de unos días y algo de conversación. Las portentosas ancas de una labradora me entretuvieron y transportaron mi pensamiento a una cama de campo, a media luz; imaginé sus piernas fibrosas, anchas caderas y firmes glúteos desnudos; imaginé toda esa poderosa musculatura natural envuelta en una suave piel de durazno; imaginé mis labios recorriendo sus pechos; imaginé mis dientes mordiendo sus muslos y glúteos; imaginé mi lengua lamiendo su vulva; imaginé mi boca succionando su sexo; imaginé mis manos apretándole el cuello y mi voz diciéndole obscenidades al oído; luego me imaginé callando para siempre, callando eternamente y muriendo en sus brazos. Tuve gran impulso de encararla, pero no podía llamar la atención y pronto debía regresar.

Tras la visita volvió el letargo, entonces el gigantesco anciano se puso de pie con la seguridad y presteza de un gaucho mancebo, y a pesar de cargar antiguas y nuevas dolencias, o precisamente por ello, su antigua pero aún vigorosa musculatura se estremeció bajo la camisa gris, que le ceñía los brazos formidables y el amplio torso. Se acercó renqueando con parsimonia hasta mí, se sentó a mi derecha, apoyó suavemente su poderosa mano izquierda en mi rodilla, y mirándome a los ojos con una mezcla de furia y candor que me estremeció, preguntó por su hijo, mi padre; entonces mi abuelo, ese hombre duro como el roble que custodiaba el rancho, varias veces sospechado de latrocinio y homicidio; ese antiguo mancebo con más de treinta hijos y veintisiete mujeres conocidas, ese anciano legendario que llegó a ser un mito en su región cuando en la riña de un baile de pueblo, defendiendo a un amigo, recibió nueve balazos sin morir y mató, a lo largo de su vida, al menos a dos rivales portentosos, no pudo evitar conmoverse -según me insinuó una conmoción casi imperceptible en sus ojos de vidrio- desde algún recóndito escondrijo de su espíritu gris como su atuendo, pincelado en negro como los nubarrones, cuando le respondí con la vista baja: Tu hijo te recuerda como a un hombre y te quiere como a un padre, y luego, levantando el rostro y mirándolo directo a los ojos: a pesar de que no lo hayas criado.

Con esa declaración irreverente que velaba un reclamo filial e íntimo, y en ese momento crucial donde se juntaron dos generaciones de asesinos, tuve la infantil satisfacción de sentir, seguramente por algún artificio insolente de mi espíritu rencoroso, que finalmente desentrañaba y apaciguaba aquella pulsión desconocida que había reforzado la decisión de mi viaje: vengar el abandono a mi querido padre. Supongo que el concienzudo rencor, el encono que no descansa hasta saldarse, es algo impregnado en mi sangre, y que el viejo lo entendería.

Momento después, como quien no quiere la cosa, me preguntó por su novia de juventud y madre de su primogénito, mi abuela Epifanía. Hacía muchos años que ella vivía en Buenos Aires con Cutiso y algunos hijos. Le conté que abuela estaba bien, que seguía siendo una mujer dulce y cándida. Me contó que tiempo después de su separación y del nacimiento de mi padre, ella había iniciado romance con Cutiso, a quién él pensó “castigar” por un mal entendido en una carrera de caballos, pero lo perdonó de lástima; aunque todavía no descartaba darse una vuelta por Buenos Aires y hacerle una visita. Supongo que a pesar del tiempo y las tormentas, los peligros y negocios, las muertes y carreras, los hijos y mujeres, el fraude y la enfermedad, los viajes, la melancolía, el dolor, la corrupción, los espectros e inundaciones; Zaragozo, ese viejo jugador, forajido, mujeriego y homicida, todavía pensaba en ella.

Antes de despedirnos, me hizo la pregunta que esperaba: ¿Tiene mujer, hijo mío? A veces creo que ella me tiene a mí, le respondí. Primero sonrió, luego me miró con autoridad y sentenció: Tiene que tener muchas, y darle a todas duro y parejo. Tras ello hizo un ademán obsceno con la mano derecha, un ademán que bauticé: el inflador correntino. Me pidió que vuelva a visitarlo a la primera oportunidad, pedido que siempre hacen los ancianos de allá; le respondí que lo haría pronto, mentiras que siempre dicen los jóvenes de acá. Esa sería la última vez que vería a mi abuelo paterno, ambos lo sabíamos.

Murió pocos meses después, mi visita fue puntual y prudente; la única bala que no pudieron extraerle de las nueve recibidas, una cobijada en la cadera que lo importunó durante toda la vida, la misma que lo hacía renquear, complicó la recuperación de otras lesiones y enfermedades que fue acumulando a lo largo de su existencia de combates y peligros. El viejo seguía desvirgando pibitas de trece años…, comentó el pescador que, de paso por Buenos Aires, me trajo la noticia de su muerte. A veces pienso que esa bala lo mató con cincuenta años de retraso.

Casi anochecía cuando tío Tomás y yo alcanzamos la tranquera y encaramos el desierto estepario de Baúles. La mitad del cielo, de un color naranja opaco que asemejaba una herida seca, iba cubriéndose por nubes de profundo gris tenebroso, tan abultadas que su peso parecía encorvar el firmamento: era evidente que la tregua llegaba a su fin, pero no obstante las heridas curadas, una nueva tormenta arreciaba con su pavorosa carga de rayos y vendavales. Examiné mi revolver niquelado Smith & Wesson antes de salir al campo y emprender el camino de regreso a Guardia Vieja; los seis proyectiles estaban en su lugar. Las armas eran de mi abuelo, tanto mi revólver niquelado como el pavonado que portaba tío Tomás: el viejo los había dejado a su cargo y para su protección, pues el delgado y fibroso varón de tupido bigote negro era domador y le hacía algunos trabajos, cuidando y administrando animales. Claro que Zaragozo tenía otras armas. No tuve la oportunidad, ni el atrevimiento, de preguntar si el revolver que yo portaba era el mismo usado en el baile fatal de Loma Hermosa, que también era niquelado; me gusta pensar que sí. Mientras abríamos la tranquera escuché que me llamaban desde la puerta del rancho, miré sobre mi espalda, levanté el ala frontal de mi sombrero negro y vi que tío Guillermo atravesaba el patio hacia nosotros, caminando tranquilo entre cerdos y gallinas.

Siempre pienso en la decisión de Guillermo, ese hombre carismático y perspicaz que decidió relegar sus últimos años de ferviente madurez, en acompañar los últimos años de vida de ese padre alguna vez egoísta y violento, hoy desprendido y templado; alguna vez enérgico y brutal, hoy maltrecho y melancólico; ese padre recóndito y presente, humano y legendario; perseguido por la ley, temido por sus enemigos, respetado por el pueblo, admirado y rechazado por su gente; ese padre que tal vez no tuvo otras opciones que las presentadas en su destino para cuidar de su familia y su patrimonio, y sin cuyas acciones tal vez él, Guillermo Iván, no estaría allí en ese momento, custodiándolo.

Cuando nos alcanzó me llamó aparte, y con la misma expresión pícara, entre tímida y cariñosa con que solía hablarme cuando era niño, me preguntó por una novia que tuvo durante su juventud en Buenos Aires, Eliza, a quien yo conocía, pues también era mi tía. Siempre se decía que ella y Guillermo se habían amado mucho, de una manera casi enfermiza. Ella nunca, jamás, pudo olvidarlo, a eso lo sé personalmente porque tía Eliza siempre me contaba anécdotas de su relación, y cuánto lo había querido. Entre las anécdotas, hay una que siempre recuerdo: Eliza, que trabajó toda su vida, se había comprado un conjunto de camisa y pantalón tipo vaquero, ambos de blanco radiante. Era domingo, y la pareja se disponía a tomar unos mates antes de salir a pasear; tenían la tarde y la noche libres. Ni bien Eliza trajo la pava y sirvió, Guillermo dio un gran sorbo al mate y escupió todo su contenido en el pantalón de su novia, pintando un verde intenso, adornado con amarillos esfumados, en el blanco impoluto de la novísima prenda. Un delito. Tras la acción criminal, y luego de dos cachetazos de expiación adjudicados por su novia con absoluta procedencia y justicia, tío Guillermo no paró de reír durante horas. Tía Eliza me contó la misma anécdota muchas veces, todavía risueña e indignada en partes iguales. Aparentemente el orgullo jugó en el final de la pareja, al menos un poco. A la inquietud de tío Guillermo, respondí que tía Eliza había vuelto a juntarse pero hacía mucho tiempo se encontraba sola nuevamente; que había ganado algunos kilos que la hacían mucho más bonita y rozagante de lo habitual; que tiene un hijo, buen amigo mío, y dos hijas preciosas ya en edad de merecer. Entonces tío Guillermo Iván, con el rostro cuajado por tantos años de trabajo rústico bajo el sol, apenas una sombra de aquel mancebo pintón y alegre que conocí en mi niñez, miró al horizonte, que era el pasado, para volver a ver y sentir veinte años atrás a la bella novia de su juventud. Sí, ese gaucho simpático y tímido a la vez; ese hombre de espaldas anchas y manos ásperas, arriero, secretario, carpintero y custodio del terrible padre en sus últimos años de vida, todavía pensaba en ella.

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