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Por José Luis Juresa
Repulsa
Voy a un comercio. Una señora con tapabocas puesto pasa cerca de otra y ésta se aleja como si de repente se le revelara la figura del demonio ante sí. Enseguida se repone y le dice a la señora que había osado violar la distancia social: “no es por mí, es por el bien de todos”. Sentí un instantáneo rechazo por el argumento, una suerte de repugnancia social por algo que me pareció hipócrita. Era la indisimulable evidencia del “Te rechazo por tu bien”. Era la muestra clara del triunfo absoluto del bien tamizado por una hegemónica nueva templanza sanitarista asociada un concepto de la solidaridad que, paradójicamente, aleja al otro cual fuente de un peligro indefinido e indetectable, asimilado al virus. El virus es el otro.
Esto se refuerza con otros ejemplos: veo en la tele la imagen de la gente saliendo del tren en Once, puesta en fila por policías con megáfonos, tomando distancia, pidiéndoles los permisos de circulación y llevándose aparte a los que no lo poseen.
Veo la propaganda de YPF: «El enemigo invisible, cobarde, que no muestra la cara». “Ustedes quédense en sus casas, nosotros luchamos desde acá”. Creo que solo le faltó decir «subversión apátrida».
Todos unidos contra un enemigo que vive entre nosotros, y al cual debemos identificar. Identificar es una tarea imprescindible en el reparto y la administración del bien. Lo que se separa, divide, singulariza y corta respecto de aquello que se identifica como rival es un peligro. Y así vemos que si no se lleva un tapabocas a la calle se tiene la sensación tenebrosa de un todavía lejano pero posible linchamiento. Todos alineados en la cadena de montaje de producción del bien común.
La disidencia es castigada, protocolizada, sancionada, multada, excepcionada, y tratada del mismo modo que en los saltos de rana, las flexiones de brazos, las sentadillas y el canto del himno que algunos gendarmes, al margen de la ley, se autorizaron a administrar a los transgresores pobres, o a los zonzos que se sublevan con algunas pavadas del cotidiano devenir del encierro de cuarentena.
La Otredad asimilada a nivel de un virus, cual campo de concentración. ¿Por qué? Porque el otro es quien me conecta con mi raíz, el humus de la inermidad originaria que hizo de ese Otro particular mi apoyo, mi alimento, incluso mi vida.
El capitalismo, en cambio, fomenta en la competencia mi desarraigo, mi destierro, y me condena a la melancolía, ni siquiera la nostalgia del Otro. El Otro es apenas esa excusa “publicitaria” de la que se valió la asustadiza señora del comercio: reducido a objeto del bien (que es el nuestro). Esa falsedad se manifiesta como pudor, al menos en mí. En una publicidad todos sabemos que la “empresa” solo se interesa en consumidores, no en seres humanos. Mientras las cosas navegan en aguas tranquilas nos contentamos con ese consuelo, ese acting y consentimos, en algunos casos con algo de ironía, o de sarcasmo, que el otro existe en esos términos. Pero verdaderamente, sabemos que, en esos mismos términos, el otro no existe de ninguna manera. El pudor, entonces, surge tratando de “vestir” con vergüenza semejante desnudez: el otro, como tal, aparece allí apenas como alguien que puede llegar a la góndola antes que yo. No más.
Partícula de bien
Es interesante observar la tendencia a creer que las cosas que acontecen en la lengua sean tan fácilmente plegables sobre el “yo” del semejante, lo cual lo hace parecerse más a un culpable por hablar que a un sujeto del lenguaje. Eso equivaldría a creer que la lengua se vuelve a inventar cada vez que alguien la habla por obra exclusiva de quien la habla. Al revés. Vemos todos los efectos del modo en que la lengua obra en quien habla. Hasta Dios sería sujeto de la lengua al pronunciarse para crear al mundo, y deberíamos creer que, si él se pronunció de esa manera, la lengua lo preexistía. ¿Por qué no pensar, entonces, tal como el propio Freud lo señala, que el verbo estaba en el principio?
Dios incluso consideró que haber creado al hombre pudo haber sido un error, envió castigos, plagas, incluso un diluvio. Resulta que no eran más que reacciones de su propia impotencia yoica revuelta contra el sujeto. Pero el psicoanálisis nos permitió aprender que el error, a nivel de lo humano, es en verdad un equívoco, y que es el deseo el que adviene y sobrevive en esas fisuras. El famoso “acto fallido” o “lapsus lingue” que aisló y analizó Freud nos enseñó que esos “desvíos” del sentido pretendido, bajo la forma de la “comunicación”, nos confrontan a un absurdo irremediable: el intento de dominar la lengua reduciéndola a un instrumento de comunicación. Es el sueño goebbeliano de la propaganda absoluta, que “comunica” sin errores lo que el amo pretende transmitir: su sentido de la realidad impuesta para todos. Freud, al contrario, hace del deseo el pívot para apoyar el retorno de los “dioses múltiples” que aún habitan el inconsciente, en la memoria del goce que revive en cada quien como huellas de Eras geológicas de la humanidad que jamás hacen Una.
Es el deseo como medio para reencontrarnos con el cuerpo que el amo capitalista hace desaparecer, ese que está atravesado y “nacido” desde el Otro. Y que reproduce en los sueños, paradojalmente, bajo la forma del absurdo, la impotencia del amo para hacerse absoluto y para, además, hacerle ver que son las imágenes del sueño los que lo llevan de la nariz, a pesar de sí mismo. El sueño es la primera histérica freudiana, la primera que habla desde el interior del psicoanálisis.
Lacan nos muestra que discurso sobre el bien es el más poderoso obstáculo para el deseo. Lo obtura, lo tapona y así se va la vida, enajenados en el bien que se nos propone, sea quien sea el dios – verdadero o falso – que lo regule y lo administre. Y así atravesaremos este valle de lágrimas: por el bien que nos espera.
Y he aquí la paradoja final: el virus se asoma a nuestra contemporaneidad como la minúscula materialización del bien que nos permea para arrebatarnos el cuerpo de la vida pública y política.
Y otra vez el deseo es confinado al aislamiento del cuerpo que se enamora, que se apasiona, y que tiembla frente a la nueva limpieza que suena muchísimo más a la función “cleaned” del teclado que, a prevención, protección y preservación de la humanidad, tal como se pregona.
Lo lamento, señora con tapabocas.
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