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01-05-2020 Ficciones

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Por Guillermo Fernández

Una mañana de sol tibio, en esa tercera semana de marzo de un año con un calendario que solo disponían los antiguos, un hombre con ropa muy blanca se disponía a continuar con sus tareas. Antes de cruzar la puerta, había bebido su tazón de leche y su porción de higos secos y pasas de uva. Su mujer había comenzado a contarle un sueño que la había despertado a la madrugada. El hombre que tenía rango de autoridad en esa ciudad castigada por las intrigas y los crímenes fingió que la escuchaba. Siempre hacía caso omiso a los comentarios de su mujer. Ellas hablan mientras tendían la ropa o barrían la entrada. Hablaban de sueños, de aves negras que se apoyaban en las ventanas para enviar catástrofes. Volvió a escucharla, porque ella le había tirado de la manga de la ropa blanca. Solo le dijo que todo iba a ir bien. Eso solo. Todo eso fue antes de marchar a su tarea. Así caminó unas cuadras de tierra y piedra. Su sandalia se cubrió con la grava de las esquinas. Recordó que lo esperaban para discutir en una sesión suspendida. Pateó una piedra en la calle. No saben el peligro que sobreviene a la ciudad, pensó. No supo con certeza por qué se acordó del sueño de su mujer. No iba a pensar en pesadillas en esos momentos, en ese día de sol. Se asombró de que no hubiera nadie en las calles. Le pareció escuchar que se cerraban ventanas a su paso. Los hombres sin voluntad espían. Lo había leído de los sabios. Aquellos que ayudan a los gobernantes a pensar. Lástima que no piensan los senadores.

Un chico se le acercó. Quiso contarle algo. Enseguida se abrió una puerta. De adentro alguien le gritó que volviera. Obedeció porque estaba en edad de acatar. Ojalá los hombres que se encargan de las leyes fueran tan disciplinados, pensó mientras la puerta de la casa se cerraba de un golpe. Se preguntó si el miedo se llevaba en el cuerpo porque, a pesar de las pocas cuadras que había caminado, sus piernas le pesaban y comenzaba a sudarle la frente. No encontró un pañuelo en el bolsillo. Tanteó el pliego. Iba defender los impuestos para todos. Su voluntad lo había dejado solo en su asiento. Lo habían silbado para no dejarlo hablar. No se daban cuenta de que habían interrumpido la sesión. Su amigo de siempre, otro ciudadano como él, le avisó del peligro. No. Esta vez no había sido un sueño. Lo había escuchado de la boca de aquellos que una semana antes lo había aplaudido, de gente que le había ofrecido apoyo. Casio siempre había confiado en él. Casio tenía miedo por la ciudad, la decisión de los enemigos y por la vida de su amigo. No estaba con su amigo. Se desplazaba solo hacia su silla curul. El sueño no le había impedido pensar una nueva categoría para recaudar el dinero. Hizo cuentas y rehízo sumas. En un pequeño texto iba a entusiasmar a los pudientes. Él sabía que no iba a contentarlos con nada. No era cuestión de dinero. Necesitaban a otro cónsul que obedeciera. Para ellos la patria contaba con los límites que ellos imponían. Se sostenían con el prestigio de las familias antiguas. Él también contaba con historia y con leyenda. No les interesaba su pasado.

Se paró frente al gigante de piedra blanca. La puerta todavía no estaba abierta. Qué hacían estos hombres todavía en sus casas, se preguntó. Acaso sus mujeres los habían entretenido en el lecho. Lo asaltó la idea de que se habían quedado tramando. A lo mejor, su mujer Calpurnia había estado en lo cierto. Terminaría en la calle. Apuñalado. Un cónsul no vuelve a su casa, a esconderse en la pollera de su mujer, ni en la toga de su amigo Casio. Su hijo Bruto había pasado la noche afuera. Quizá habría estado bebiendo por su padre a quien le debía tanto como el nombre y los primeros abrigos. Ahora de grande, contestaba y lo contrariaba como los otros. Ya había llegado a las escaleras del edificio en el que se discutiría. Desde una ventana, lo chistaron. El sonido le pareció al graznido de un cuervo. Los hombres se parecen a los animales en la costumbre de avisar.

Miró a su alrededor. Un grupo de hombres se le acercaba. Intentó un saludo a lo lejos. Levantó el brazo. Nadie le contestó. Alcanzó a ver a Bruto y a Casio. Paso a paso se acercaron todos. Le pareció que mostraban puñales. Todo era tan cierto como las heridas con las que ellos triunfarían. La muerte. Sí. Acaso la muerte también podría ser una cuestión de principios. No iba ser el único sacrificado. La historia irremediable se reiteraba siglo a siglo. Bruto lo iba a matar. Nunca había tenido grandes ideas. Lo único interesante que se le había ocurrido fue la traición y el crimen. No iría a ser el primero ni el último. Ya estaba escrito. La muerte puede ser solo un renglón en un manual.  Cerró los ojos y cayó al piso de tierra. Bruto había dejado de ser hijo. Su mayor condena estaba deletreada. Iba a ser leído.

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