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Por Federico Frittelli
Domingo a las 3 de la tarde. Hace un grado de más, sea el número que sea, es uno de más. Agostina se pidió un cortado con dos medialunas. A Javier pedir café en un café le da a redundancia, le deja el sabor en boca de cuando uno cuenta una anécdota y se da cuenta a la mitad que la audiencia ya la escuchó y solo asiente por lástima. Se pide un submarino. La sensación de discordancia que genera en los mozos y mozas que un hombre adulto ordene una bebida hecha y nombrada para consumo infantil le da risa. Risa interna, igual. Digamos, nadie se ríe efectivamente. Efectivamente solo pasa que Javier pide un submarino.
Agostina no tiene sensaciones sobre pedirse un cortado en un café.
El submarino viene un poco caliente, lo que irrita a Javier. Javier querría consumir el submarino de golpe, apenas apoyado en la mesa con soltura por una moza que habrá apoyado quien sabe cuántos vasos, tazas y platos esa siesta. De todas formas él sabe que el submarino tiene que venir caliente para disolver más rápido la barra de chocolate en la leche. Javier es un tipo al que le gusta quejarse. Dice:
—Viste que, en rigor, el submarino no es el nombre de la bebida, que es bien o mal una chocolatada, sino del proceso con el que se hace. La metáfora solo existe cuando la barra no está derretida del todo en la leche, una vez que se disuelve ya es otra cosa. Debería tener otro nombre.
Agostina no responde nada, por lo tanto no dice que, con el mismo rigor, una chocolatada se hace con cacao, no con chocolate en barra. Se limita a sorber trago a trago el cortado, que vino tibiecito, y a masticar las medialunas, que vinieron sequitas. Eso piensa ella. Agostina habla con mucho diminutivo. Javier dice que es porque ella proyecta su propia pequeñez física a las cosas. No se le da mucha pelota a Javier cuando dice la palabra “proyectar”. Tampoco se le da pelota con otras palabras.
—Javi… –empieza a decir Agostina, mientras deja la taza en el plato.
Javier la frena con un gesto de la mano, la mira unos dos o tres segundos, luego mira con solmenidad la ventana, luego mira el submarino, luego mira la barra, luego a la moza, luego a Agostina nuevamente, luego a la moza, luego a la ventana, y dice:
—Creo que sé lo que vas a decir, Agos.
— ¿Sí?
Javier la mira de nuevo.
—Sí.
—A ver, contame qué pensás que voy a decir.
—Está bien –Javier suspira–. Lo estoy notando crecientemente en tus actitudes. Sentís que poco a poco la relación te está vaciando, por dentro, hasta dejarte como una cáscara que habla y cada tanto coge y cada tanto se cruza con una cuñada. Que todos tus sueños se fueron promediando con los míos y ahora son una masa amorfa. Que ya no soy tan interesante como antes, y que es culpa tuya por ser cada vez menos interesante a tu vez. Que te estás olvidando día a día la sensación de gustarle a otras muj, hombres, a otros hombres, ese hormigueo en el pecho de no saber, de estar enamorada, de estar celosa, de estar cosas, cualquier cosa, de sentir algo que no sea esto que llamamos amor y que se parece tanto al sonido que hace el microondas cuando descongela un pollo.
Agostina mira a Javier, después a la moza, después sigue con la vista a una mosca por unos tres o cuatro metros de vuelo hasta que se golpea contra un vidrio, la mosca es la que se golpea, Agostina mira a Javier, que sigue:
—Y si bien me amás, lo sabés bien como sabés que el teorema de Pitágoras dice algo sobre catetos, si bien me amás ya no sabés si querés seguir amándome, simplemente es algo que pasa, y que bien podría dejar de pasar. Ni te acordás que hacías los domingos a las tres de la tarde antes de que viviéramos juntos, por ejemplo. Y sabés que yo tampoco me acuerdo, porque sabés todo de mí, qué pienso, que no pienso, qué opino, qué siento. Pero no en un buen sentido, lo sabés como sabés que el teorema de Pitágoras, coso, lo sabés nomás.
Agostina sorbe el cortado, que ya está por la mitad. Javier sigue:
—Por todas esas razones te diste cuenta que hoy, domingo no sé cuánto a las tres de la tarde, me querés dejar. Querés que los dos volvamos a ser lo que éramos antes de erosionarnos mutuamente con nuestra presencia. Pero además querés que yo lo entienda y que te quiera dejar yo también, y dejar la puerta abierta para una posible reconciliación de acá a unos meses cuando descubramos que no vamos a conseguir nada mejor y que, como cantó Charly, “poco a poco vos te conformás/ si no es amor, es tuya igual/ y vos le das lo que te pida”. Tuyo igual, en tu caso.
Se miran a los ojos, aunque breve y poco significativamente.
— ¿Acerté, Agos? –pregunta Javier, luego de una pausa– ¿Era eso lo que me ibas a decir?
Agostina termina de sorber y mastica el último pedazo de medialuna.
—Te iba a decir –apoya la taza de vuelta en el plato– que el otro día la vecina del 4C me dijo que se escuchan tus ronquidos en su pieza. Si querías que hagamos algo con eso.
Javier la mira largo y tendido. O largo nomás, tendido no.
—Ah… bien. Mmm sí, veremos que hacemos a la noche con eso.
— ¿Pedimos la cuenta?
—Sí… –dice Javier, distraído– sí.
— ¡Moza!
Etiquetas: Federico Frittelli, Ficciones