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28-05-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

“La única manera de vivir en paz consiste en situarse de un brinco por encima de la humanidad entera, y no tener con ella ningún contacto, salvo una mirada de vez en cuando”. Son palabras de Gustave Flaubert. Luego despotrica contra los humanitarios, los republicanos y la “hipocresía de la fraternidad”. Lo dice en el plano de la intimidad, en una carta fechada el 22 de abril de 1853, a Louise Colet, su amante. El contexto era bastante interesante; no para Flaubert. Cinco años atrás se habían desatado las Revoluciones de 1848 en Francia —un proceso que muchos llamaron la Primavera de los Pueblos donde el movimiento obrero empezó lentamente a organizarse— y cuatro meses antes de que escriba esa carta se había vuelto a instalar el Imperio francés. Flaubert tenía 31 años.

Estaba en una etapa singular de su vida, en una especie de oasis. Ya había publicado tres libros y el último, Noviembre. Fragmentos de un estilo cualquiera, había sido en 1842, once años atrás. Sin embargo, escribía. Estaba en pleno proceso de Madame Bovary, su gran obra, aquella que hizo que “la prosa perdiera el estigma de inferioridad estética”, como dijo Milan Kundera. Flaubert quería ser preciso. Ya había escrito La tentación de San Antonio, pero aún no estaba conforme —finalmente la publicaría en 1874—, por eso necesitó dejarla estacionar y ponerse con otra cosa. Ya había conocido los placeres mundanos de escribir, publicar, sentirse escritor; ahora quería perfeccionarse para, por fin, dar el batacazo. Le interesaba la literatura, era su refugio y quería hacerlo aún más acogedor.

“Apartándose del mundo, trabajando muchas horas al día como un galeote de la pluma, sometiendo cada frase que escribía a una autocrítica implacable, Flaubert concibió Madame Bovary”, escribió Mario Vargas Llosa en el prólogo de una reciente edición. Finalmente se publicó en 1857 en formato de folletín —como era común en aquella época— en la Revue de Paris. Pero enseguida sintió el rigor de la ley. El Estado francés le inició acciones legales por “atentar contra la moralidad”. Ese mismo año y ese mismo tribunal fue juzgado y condenado Charles Baudelaire por Las flores del mal. Flaubert salió ileso, pero empezó a sentir cómo la moralidad de la época le respiraba en la nuca. También sintió el éxito, que “no es para mí”, como le escribió a Jules Sandeau en una carta de 1861.

En sus cartas se abre el tiempo para que otro Flaubert, uno más nítido y vehemente, más íntimo y desatado, más crudo y ¿verdadero?, se haga presente. El libro que acaba de publicar la editorial argentina China Editora titulado Razones y osadías reúne gran parte de esa correspondencia que, podríamos decir, lo pintan como pensador —”¿qué es todo artista sino un triple pensador?”—, como ciudadano, como sujeto político, como ser humano. Son 217 cartas que le escribe a Louise Colet, al dirigente político Ernest Chevalier, a la escritora George Sand, a Maxime du Camp, Louis Bouilhet, Ernest Feydeau, a la princesa Matilde Bonaparte y a Guy de Maupassant, entre tantos otros, dividas en “Literatura, Crítica, Estética”, “Historia, Política, Religión”, “Amor, Sexo, Mujeres” y “Varia”.

La selección está a cargo de Jordi Llovet, un catedrático jubilado de Teoría de la Literatura y Literaria Comparada de la Universidad de Barcelona, traductor de Flaubert, Baudelaire, Kafka y Hölderin, entre otros. En el prólogo, Llovet habla de “el otro estilo” de Flaubert, ese que ha permanecido “oculto entre las bambalinas de su teatrum mundi”. “En la correspondencia, y no en su obra literaria, se encuentra el único Flaubert verdadero”, porque allí, en esa “literatura que no quería serlo”, están “los hilos principales por los que se construye el sentido de sus fabulosos ovillos narrativos”. El criterio con que ha sido seleccionada esta correspondencia, dice, es “muy sencillo: son siempre expresiones que representan perfectamente las opiniones del autor”.

II

La primera carta del libro, la que abre este volumen, es a Ernest Chevalier. Allí escribe contra los “historiadores, filósofos, sabios, comentaristas, filólogos”, en definitiva, “los que vacían escritos”, y dice: “Los meto a todos juntos en un fardo y tiro el fardo a las letrinas”. Entonces, de entrada, aparece, no sólo un posicionamiento de Flaubert en sus gustos y preferencias como lector, sino también la pregunta por la verdad: “Hay más verdad en una escena de Shakespeare, en una oda de Horacio, en una oda de Hugo, que en todo Michelet, todo Montesquieu, todo Robertson”, dice. Al parecer, lo que Flaubert detestaba era la racionalización del arte. Podría debatirlo, seguramente, con argumentos más concesivos, pero estas son cartas. El tono que usa es pura libertad.

Portada de «Razones y Osadías» (China Editora), libro que reúne 217 cartas de Gustave Flaubert

“Homero y Shakespeare: todo está en ellos. Los demás poetas, incluso los más grandes, quedan pequeños a su lado”, sentencia. No tiene por qué medirse. Es una confesión íntima con su interlocutor. “Las tres cosas más bellas que hay hecho Dios son el mar, Hamlet y el Don Juan de Mozart”, le escribe a Louise Colet el 3 de octubre de 1846, y quince días después, se define: “No soy más que una lagartija literaria que se pasa el día calentándose al pleno sol de lo bello”. De momentos se observa un Flaubert suave que se deja llevar extasiado por los placeres de la literatura, pero en otros —estos son los más— arremete críticas furibundas.

Sobre Balzac, dijo: “¡Qué grande sería, si hubiera sabido escribir!” Sobre Alphonse de Lamartine, dijo que “tiene espíritu de eunuco, le faltan cojones, en su vida no ha meado otra cosa que agua cristalina”; y sobre su novela Rafael, que “es la última palabra en materia de estupidez pretenciosa”. Sobre Harriet Beecher Stowe, que “¡menuda sermoneadora y puritana debió ser!” “La gente de letras son como putas que acaban de por ser incapaces de gozar. Tratan al arte como las putas tratan a los hombres; le sonríen todo lo que pueden, pero no lo aman”, dice en otra carta. Predice que lo peor está por venir y que el presente es sólo una muestra de ello. Pero parece que nadie lo ve.

“Está muy bien eso de ser un gran escritor, tener a los hombres en la sartén de freír las frases y hacerlos saltar en ella como si fueran castañas. El sentir que uno pesa en la humanidad con el peso entero de las propias ideas debe producir orgullos delirantes. Pero para ello es necesario tener algo que decir”, le escribe a Colet en 1851. Sí, Flaubert es un escritor, pero también un sujeto político, aunque defina a los partidos políticos como “falsos pueriles” y “empleados de lo efímero”, aunque deteste la democracia —”odio la democracia (por lo menos tal como la entienden en Francia)”—, aunque diga que “¡el público es tan tonto! Y además, ¿quién lee?” Su postura es la de un contra, un sofisticado e ilustrado contra.

III

Partamos al principio. Flaubert nació en Ruan, Alta Normandía, el 12 de diciembre de 1821. Fue el quinto hijo de Archilles-Cleophas y Anne-Justine Caroline. Antes de que nazca, dos bebés murieron; luego, un hermano perdió la vida con cuatro años. “De él lo que se espera es otra muerte. Pero vive. Vive retirado, construye su propio refugio”, escribió Virginia Cosin. De chico nada le interesaba demasiado. Estudió en el instituto de Ruan pero sin entusiasmo; sus maestros decían que era un irresponsable. Probó con Derecho pero conoció la bohemia y los viajes financiados por el patrimonio familiar, entonces abandonó la ciudad —ese futurismo incipiente y definitivo— para irse a vivir al campo.

Hubo un detonante: en 1844, cuando tenía 24, sufrió un ataque de epilepsia. Dejó sus ambiciones de lado —si es que alguna vez tuvo algunas— y se fue a la casa familiar en Croisset, cerca de Ruan, a orillas del Sena. A los dos años murieron, enfermos, su padre y su hermana en una agonía que duró apenas dos meses. Vivió con su madre y con su sobrina, de quien se hizo cargo. Es en esa época que conoció a Louise Colet, su gran amor, una poeta once años mayor. Según el ensayista Emile Faguet, el único episodio sentimental de importancia en su vida. En las cartas reunidas en Razones y osadías, la gran mayoría son para ella. No sabemos qué respuestas obtuvo Flaubert: una sobrina de Louise quemó todas esa cartas ni bien murió su tía.

Ilustración de Alfred de Richemont para una edición de Madame Bovary de fines del siglo XIX

Sin dudas, las cartas que le manda a Louise son las mejores. En 1853 envía muchas y el tono de hartazgo para con el mundo es brutal. “No queda otra cosa que una muchedumbre canalla e imbécil. Todos nos hemos hundido y nivelado en la mediocridad (…) La humanidad siente pasión por el embrutecimiento moral. Y eso me revienta porque formo parte de ella”, escribe, y luego, una semana después: “Experimento, contra la estupidez de mi tiempo, olas de odio que me asfixian”. Ese era el estado de Flaubert: asfixiado por el odio. Miraba hacia todos lados y sólo veía estupidez, mediocridad e hipocresía. Y para no morir, escribía.

IV

En el capítulo “Amor, Sexo, Mujeres” es donde aparece lo más revelador. Su estilo y su prosa nunca bajan la guardia, por supuesto, sin embargo el contenido de esas cartas es, de mínima, polémico, al menos ahora, que se son públicas. Su amigo Chevalier le cuenta que por entonces está sin pareja, a lo que él responde en una carta fechada en octubre el 28 de marzo de 1841 que es “muy sensato” porque la mujer es “una especie bastante estúpida”, “un animal vulgar que el hombre ha convertido en un ideal demasiado bello”, aunque también “algo imposible” porque “cuanto más la estudio, menos la comprendo (…) Es un abismo que atrae y que asusta”, dice en otra carta.

Sin embargo, también dice —como sostendrá Jacques Lacan cien años después— que “la mujer no existe” porque es el “producto de una civilización”. Flaubert no puede lanzarse a la vida sin antes cuestionarla. No puede simplemente “dejarse llevar, como se dice ahora. “Lo que hay de grotesco en el amor me ha impedido siempre entregarme a él”, dice. Con Louise Colet mantuvieron una relación a distancia de alta intensidad. En 1846 le dice: “Si no te quisiera, ¿creés que te enviaría esas cartas en las que cuente todo?” Para Flaubert, el amor “debe permanecer en la trastienda”, no es un “plato fuerte” sino un “condimento”. Aunque, por supuesto, ama. A su forma, pero ama.

“La idea de dar vida a alguien me produce horror”, escribe de la paternidad. No podía adaptarse a la familia burguesa. No es que no quería, no podía: le daba asco. “Quizás sea una afición perversa, pero me gusta la prostitución, y me gusta por ella misma, independientemente de lo que hay debajo”, le confiesa a Colet, y luego, en esa misma carta, define aquella actividad como “lujuria, amargura, vaciedad de las relaciones humanas”. De la homosexualidad también habla cuando, desde El Cairo, Egipto, le cuenta a Louis Bouilhet que “aquí llevan el asunto con mucha dignidad. La gente confiesa su sodomía y habla de ella sin tapujos (…) Nos ha parecido un deber entregarnos a ese tipo de eyaculación. La ocasión todavía no se ha presentado, pero andamos buscándola”.

Hay una anécdota que le cuenta a Bouilhet desde el Lazareto de Pireo en Atenas. Una chica de 16 o 17 años es obligada, como era común en aquella época, a tener sexo con él. Sin embargo aquel encuentro íntimo se trunca de forma imprevista. “Me dice en italiano que quiere examinar mi instrumento para ver si estoy sano. Como tengo todavía un callo en la base del glande y tenía miedo de que me lo viera, me he hecho el señor y he saltado de la cama protestando con injuria, le he dicho que eso eran unas maneras inaceptables para un caballero, y me he ido”, cuenta.

V

“He intentado vivir siempre en una torre de marfil. Pero una marea de mierda rompe contra sus muros y la está derribando. No se trata ya de la política; se trata del estado mental de Francia”, le escribe a su amigo ruso Iván Turguénev. La carta está fechada el 13 de noviembre de 1872 y el período es bastante peculiar. Francia atraviesa su Tercera República, el régimen más duradero —de 1870 a 1940— después del hito de 1789. Desde la Revolución Francesa, el país tuvo ochenta años de inestabilidad política —tres monarquías constitucionales, dos repúblicas breves y dos imperios— y allí, en el crepúsculo de este nuevo período— Flaubert ve todo negro.

Flaubert, según el pintor Eugène Giraud

En la misma carta le dice a Turguénev que “¡lo que sucederá en el futuro es todavía peor!” y asegura ver cómo “emerge del fondo de la tierra una Barbarie irremediable”. Flaubert odia a la burguesía, la clase protagonista de su tiempo, porque, asegura, “desprecia a lo Bello”. Son tiempos de cambios tecnológicos cruciales —”¡Menudo jaleo ha provocado la industria en el mundo! ¡Qué escandalosa es la máquina!”— y de la internacionalización definitiva de la economía que da lugar al auge de las metrópolis. Estamos en plena Modernidad, décadas previas a meternos en el violento siglo XX con sus Guerras Mundiales. Es el inicio de la democracia —el sufragio universal pleno llegaría recién en 1944—, que allí está, empezando a dar sus primeros pasos, torpe, desigual, arbitraria.

La Tercera República Francesa es la etapa definitiva que verá Flaubert. Morirá en 1880, a los 58 años. Ese cambio que se inició con la Revolución Francesa y que nunca pareció llegar a estabilizarse en un horizonte claro se condensa en los años finales de su vida. Los historiadores han estudiado mucho ese proceso.​ Para Vincent Duclert es el “nacimiento de la idea de Francia como nación política​”, y para Madeleine Reberioux es una etapa “apasionadamente política, tanto como la vida de un pueblo puede serlo en un periodo no revolucionario”. A Flaubert no le interesaba en lo más mínimo. Estaba harto de todo: de Francia, de la burguesía, de la democracia, de la escena literaria, de sí mismo.

“Estoy harto de Bovary”, le dice a Charpentier en 1879 y a los pocos días, a su sobrina Caroline: “¡Maldito el día en que tuve la fatal idea de poner mi nombre en un libro! (…) Deseo que me olviden, que me dejen en paz, que no se hable nunca más de mí. Mi persona se me está volviendo odiosa. ¿Cuándo reventaré, para que no se ocupen más de mí?” Un podría pensar que el paso del tiempo lo ha vuelto un hombre hosco, egoísta, cerrado —basta con leer cómo critica las ilustraciones en los libros: “deshonra de toda literatura”—, sin embargo no es eso. No. Ese Flaubert ya está en una carta de 1937 donde, con 15 años, repudia los cambios que trae consigo el fin del régimen feudal:

“Llegará el día en que me iré a Constantinopla a comprar una esclava, una esclava georgiana; pues me parece estúpido que ya no haya esclavos. ¿Hay algo más bobo que la igualdad, especialmente para aquellos a quienes la igualdad les pone trabas? (…) Odio Europa; odio Francia, mi país, mi suculenta patria, y la enviaría al infierno muy a gusto”. En 1852 a Louise Colet le confiesa, irritado —siempre irritado pero con estilo—: “¡La época en que vivo me aburre prodigiosamente!” Harto de tanto aburrimiento, Flaubert pasa al odio. En algún punto lo divierte, porque escribe desde un lugar incómodo, donde no celebra el devenir del mundo, sino que lo cuestiona, y también lo odia. Eso hace en esta correspondencia reunida, pero con estilo, hay que decirlo, siempre con estilo.

Razones y osadias
Flaubert Gustave
China Editora, 2019
184 páginas

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