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Por Luciano Sáliche
I
Lo de Tupac Shakur era realismo. Portaba algo que venía de antes de su nacimiento y que atravesaba a una pila de generaciones oprimidas: la necesidad de narrar lo que vivía. Hijo de las Panteras Negras y criado en barrios humildes de comunidades afroamericanas, la conciencia social no era una impostura, era la mejor forma de razonar sobre la opresión. Los años noventa venían siendo dominados por un cinismo arrollador y un individualismo salvaje. El capitalismo se mostraba globalizante, mundialista, pero también excluyente. Allí estaba él, con un hip hop que sorprendía por la frescura de lo genuino, por los gritos de rebeldía y los abrazos de comunión.
Con poner alguno de sus discos no alcanza para comprender el fenómeno Tupac, así como tampoco alcanza con verlo jugar a Jordan o leer algún cuento de Borges —¿El Aleph?, ¿El jardín de senderos que se bifurcan?, ¿La casa de Asterión?—; hay algo que repiquetea en el hecho artístico y pega el salto hacia la cultura popular. Lo de Tupac, además, es activismo. La certeza de que el mundo puede ser un lugar mejor. Una mirada sobre el mundo, pero también una mirada contra el mundo. Es que Tupac, escribe Bárbara Pistoia en Por qué escuchamos a Tupac Shakur, es “ese joven negro que llevaba en la sangre el deseo de una liberación popular”.
Hay muchas formas de escribir una biografía. El camino elegido en este libro no es un recorrido cronológico ni un collage de entrevistas ni una narración novelada; el camino aquí es el del ensayo. ¿Y qué es el ensayo? Liliana Weinberg lo define como “una poética del pensar” donde “el rigor está en el estilo pero también en el pensamiento”. Por qué escuchamos a Tupac Shakur (Gourmet Musical, 2019) tiene ambos elementos. Narra la historia de un hombre, una vida, una voz, una propuesta, un legado y, sobre todo, un contexto. “Pocos errores salen más caros que pensar a la historia como un capítulo cerrado de una novela”, escribe la autora en la introducción.
En los videoclips, en los murales o en las fotos de época, a Tupac Shakur —nacido como Lesane Parish Crooks en Harlem, Nueva York, 1971— se lo reconoce fácil: un pañuelo o una gorra en la cabeza, bigotes y barbilla, un pequeño piercing brillante en la nariz, labios gruesos, sonrisa tierna y una mirada penetrante. Su rapeo es sólido, el flow suave y rítmico, su voz denota más edad de la que tiene y sus letras trafican mucha cultura gangster pero también un nivel de compromiso social prácticamente inédito. Su carrera artística fue también un activismo lleno de solidaridad y conciencia de clase. “La realidad es triste, y yo soy un realista”, solía decir.

II
Contexto sociopolítico. Ahí está uno de los grandes aportes a la lectura biográfica del rapero que hace este libro. De la esclavitud de los negros a la guerra entre pandillas y al abuso policial hay un hilo conductor: el racismo. El marco gubernamental por el cual Bárbara Pistoia habla de “estatización de la esclavitud” cuenta con, por ejemplo, la Ley de las Tres Faltas que habilitó Bill Clinton en 1994, también conocida como 3 Strikes, que indicaba que al tercer acto delictivo la detención sería de por vida, o la ley Stand Your Ground de Florida donde “podés matar a alguien si te sentís bajo amenaza”. Por supuesto, el blanco de estas leyes eran los negros.
El sistema penal estadounidense criminalizaba a los afrodescendientes mandándolos a la cárcel mediante causas armadas. Lo sufrió la generación previa —el caso Panther 21 es paradigmático— y lo seguía sufriendo Tupac. “El problema no son las razas, son los gobiernos capitalistas y sobre todo Estados Unidos”, decía. Tupac es hijo de una activista de las Panteras Negras, Afeni Shakur. Su padrastro, Mutulu Shakur, fue perseguido por el FBI por ayudar a Assata Shakur —”madrina espiritual” de Tupac— a escapar de la cárcel por haber asesinado a un policía, lo cual se comprobó que era mentira. En ese contexto de militancia y clandestinidad, creció este futuro rapero.
El libro no evita ninguna polémica. Va de frente como un Scania al palo a narrar —y pensar— la Guerra de las Costas, el drama de Biggie, las discográficas, el protegido Puff Diddy, los balazos, los Panteras Negras, el Estado estadounidense, las políticas “contra las drogas”, las pandillas, la lucha armada, el feminismo blanco, la esclavitud, la violencia policial, la segregación racial, los orígenes del hip hop, entre tantos otros temas. Cuando digo pensar me refiero a esto: ¿cómo se lee de forma honesta e inteligente la acusación de violación contra Tupac hoy, al calor de la deconstrucción social que exige el feminismo?
“Finalmente se confirmó que no hubo violación, ni sodomía, ni armas, pero sí ‘abuso sexual en primer grado’. Todo se había reducido a que Tupac le habría tocado una nalga sin su permiso a Ayanna Jackson”, escribe en el libro, y se refiere a la criminalización histórica de los negros en una línea de significantes: esclavo, violador, criminal, pandillero. “El mito del violador negro de la mujer blanca es la réplica del mito de la mujer promiscua”. Es que Tupac “fue el primer rapero en escribir reconociendo a las mujeres entre su público y en su lucha, y fue el que le habló directo a los hombres negros invitándolos a repasar la historia para generar otra manera de vinculación”.
III
¿Qué era, qué fue, qué es ese mito más que mito llamado Tupac Shakur? En una entrevista de 1994 dice: “Me siento como un héroe trágico en una obra de Shakespeare”. Todo pesaba sobre él: la acusación de violación, a radicalización de la Guerra de las Costas, el odio gubernamental para con su figura, los medios en contra criticándolo en el prime time. Sin embargo, el humor, la ironía, la fuerza. Aquel mito tiene muchas aristas. Una de ellas se explica porque, como nadie, —y quizás aquí radique una de las puntas de lanza de esta resignificación y reivindicación que hace el libro—, “reclamó más conciencia de clase a los raperos”.

En este sentido, este libro dialoga muy bien con el presente. Es inevitable, por ejemplo, pensar que Por qué escuchamos a Tupac Shakur, de ser online, estaría lleno de hipervínculos: nombres propios, títulos de canciones, libros y series, casos policiales, historia afroamericana del siglo XX en Estados Unidos, todo forma un ecosistema mental que sobrevuela las páginas. Además de la vida trágica de Tupac, los trazos sobre su ideario político y la historia del hip hop, el gran aporte de este libro está en proveer un contexto social, cultural y político. Es una mirada hacia atrás, pero también hacia adelante. A lo que fue y a lo que vendrá.
Hay una batalla en Mar del Plata, mayo de 2018, en la FMS (Freestyle Master Series), donde Wos improvisa: “No pueden conmigo, me siento Tupac”. No es una simple palabra arrojada sobre el beat porque la rima lo necesitaba. Es una reivindicación, frente a tanto menores de edad que siguen la movida con fervor —Wos en ese momento tenía veinte años—, de este rapero que es más que un mito; también, y según un consenso bastante generalizado, el más importante de la historia. Es que Tupac aún sigue entre nosotros o, mejor, en palabras de Bárbara Pistoia, “direccionó su vida de manera tal que su muerte no fuera más que una constante resurrección”.
IV
La última noche de Tupac en la calle fue la del 7 de septiembre de 1996. Iba en un BMW negro, música fuerte, rumbo al Club 662. Manejaba Suge Knight, director de Death Row Records. De pronto, un Cadillac blanco se cruza y un grupo de hombres comienzan a dispararle. Doce balas contó la policía cuando llegó al lugar. Tupac recibió tres balazos que lo mandaron al hospital. No era la primera vez, pero sí la última.
Estuvo sedado y conectado a un respirador hasta que entró en un coma inducido. Tras varias operaciones —le extirparon un pulmón—, las hemorragias internas y la insuficiencia cardiorespiratoria no ayudaban. Seis días después, su madre, Afeni, activista antirracista y exmilitante del partido Panteras Negras, tomó la decisión de dejarlo ir. A las 16:03 murió el —probablemente— rapero más importante de la historia. Tenía apenas 25 años.
Etiquetas: Barbara Pistoia, Biggie, Hip hop, Panteras negras, Por qué escuchamos a Tupac Shakur, Tupac Shakur