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Por Juan Manuel Milanesio y Carlos G. Picco
Capítulo I
Lo que quieren escuchar
Los domingos a la siesta siempre me gustaron. Venían mis tíos y mis primos a almorzar a casa. El olor de la parrilla apagada en el patio; el olor a cigarrillo adentro; y vino, mucho vino.
Yo, ajeno a todo, a la radio con fútbol, a mis primos pateando la pelota y a la timba para pasar el rato, hacía caer los autitos por la rampa de la estación de servicio azul y blanca, con calcomanías del Automóvil Club.
Todos sabíamos que era una cuestión de tiempo. A las tres y media, religiosamente, mi abuela salía al patio y con voz grave nos decía: “vamos a visitar a los muertos”. Las mujeres levantaban los platos, los hombres preparaban los autos. Y nosotros a lavarnos las manos y la cara. Mi abuela nos peinaba de a uno y nos echaba perfume. Yo me subía corriendo al auto y me sentaba mirando hacia atrás, a veces me acostaba en la luneta e iba mirando el cielo. No sé bien si alguna vez fuimos con lluvia o en primavera, yo me acuerdo del cielo siempre limpio y del aire seco y de las hojas de los árboles amarillas. Pasábamos por la florería, bajaba mi abuela. Traía ramos grandes de gladiolos y crisantemos, envueltos en papel de diario. Yo repetía despacito “gladiolos y crisantemos”.
Cuando llegábamos al cementerio bajábamos corriendo por más que las madres nos quisieran parar. Subíamos las escaleras con mis primos y cruzábamos la puerta corriendo y empujándonos. Después nos escondíamos entre los mausoleos y las tumbas. Jugábamos a corrernos en ese laberinto de cemento, respiraderos y telarañas. Las risas se perdían entre los pasillos hasta que las madres llegaban al nicho. Se quedaban quietas, mirando la tumba. Besaban la foto chiquita y se persignaban. Los padres venían más tarde fumando sin parar. Se quedaban dos pasos más atrás. Nos mandaban a cambiarle el agua a los vasos de chapa con arena para poner las flores. Mi abuela le cortaba los tallos arriba de una escalera con rueditas de cuatro escalones. Cuando toda la ceremonia estaba lista, nos llamaban y nos decían: “dale, besalo”. Nosotros teníamos miedo de acercarnos. “Dale, besalo y decile al abuelo que lo querés”. Y yo muerto de vergüenza, lo hacía despacio. Y decía las palabras que ellos querían escuchar.
Capítulo II
Los que saben oír
Recuerdo que en la primavera del 55’ la gente andaba en silencio. En el barrio no sabías adivinarle el guiño a ninguno, y aunque con los ferroviarios no había duda el pueblo en general estaba raro. Lo cierto era que si bien el diario intentaba distraer con titulares de otra época, la tinta negra y brillosa no disimulaba el rojo de los últimos eventos.
El negocio venía cada vez peor y los milicos aparecían en cada esquina, con cara de orto y ninguna paciencia. A mi me duró muy poco la experiencia. Los chicos empezaban a cagarse de hambre y Marta no podía seguir disimulando la cocina a fuerza de caldo. No fue por cobarde ni por vago. Simplemente sucedió que en noviembre de ese año un infarto pelotudo me cruzó el camino. Volvía del almacén, había sacado lo último que me quedaba en arroz y algunos zapallitos medio viejos. Quedé tendido sobre la calle mal asfaltada, frente a la bandera celeste y blanca colgada sobre la ventana de los Guzmán, a dos casas de la mía.
Decir que el tiempo pasa como cuando se escucha el segundero es una boludez. Lo que sucedió y sucede es que el tiempo se torna insensible, absoluto. Me convertí en una suerte de conjugación verbal, especie de gualicho infernal que me retornaba a las manecillas del reloj cada cierto lapso inexplicable.
Pensaba que la muerte era cuestión de salir de algo para entrar en algo y no. Se trata solo de vagar en el tiempo. Pero no como quien va al cine. No. Se vaga como quien vive y con la estúpida esperanza de que aquél gualicho sea pronunciado y uno pueda recuperar la libertad de la que prescindió al morir.
Vamos a visitar a los muertos. Escucho y vuelvo. Me hago imagen a la espera. Observo toda la escena con ojos color sepia, sabiendo que es el único pequeño instante real. Las mujeres primero, Marta cada vez más vieja, los chicos sin ganas, los hombres al final, el humo y las flores que tanto detesto.
Algún día, de esos pocos que puedo llamar días, al pibe que me saluda último le voy a responder. Tengo la sensación de que entre todos los que me besan es el único que realmente puede oírme.
Etiquetas: Carlos G. Picco, ficción, Juan Manuel Milanesio