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Por Sergio Fitte
El día nace parecido al anterior. Ya estamos dentro de él, sin querer vamos avanzando.
Lo miro a mi hermano. Está demacrado. Parece de mil años. Su cara me lo dice. Se ha transformado en una masa gelatinosa sin forma que debe rondar los doscientos kilos. Sesenta por ciento grasa, veinte por ciento hueso, veinte por ciento músculo, una enormidad, una bestialidad para lo que es hoy el ser humano moderno. Datos oficiales muestran que en algunos casos ya se está naciendo sin músculo alguno. Es un sujeto perteneciente a otra era zoológica.
Yo no me animo a pasar por delante de los espejos. Por eso los saqué a todos. No queda ni uno desde hace como cinco años. En algún momento de mi eterna existencia decidí que lo más conveniente era verme lo menos posible y así fue que tomé la decisión.
Quedamos solos en la casa en que estamos. No recuerdo bien de qué manera se produjo la cosa. De a poco nos fuimos quedando. Casi sin darnos cuenta. La primera indicación de que debíamos permanecer dónde nos encontráramos, por un tiempo, nos tomó de sorpresa. Recuerdo que en aquel momento todo parecía una exageración. Nos divertía que nos obligaran a aguantar estáticos sin salir ni a dar la vuelta a la manzana.
Por cadena nacional el primer mandatario comunicó que hasta nuevo aviso nadie podría salir del lugar donde se encontrara. Todo esto lo decía entre miradas cómplices con sus funcionarios y guiños dirigidos a las primeras potencias que habían sido las primeras en tomar esta clase de decisiones. Al entender de todos, al menos extravagantes.
Por supuesto que nadie le daba mucha seriedad a sus dichos. Basta tomar los ejemplos de las preguntas que le realizaron en la rueda de prensa que se llevó a cabo de inmediato luego de su discurso.
—¿Qué pasará entonces y cómo deben actuar aquellas personas que están en este momento deambulando por la calle o se encuentran en casas de sus amantes?
—Quienes se estén desplazando en vehículos particulares, qué deberán hacer. ¿Llegar a sus destinos o regresar a su lugar de partida?
Preguntas que no encontraban respuesta en el primer mandatario que se divertía mientras miraba descaradamente su reloj pulsera e invitaba a que lo volviesen a interrogar sin haber dado detalle alguno a la anterior consulta.
Pero todo avanzó. Fue pasando. Así, a cuenta gotas, llegamos a lo que somos hoy.
Igual no me olvido de todo lo que alcanzamos a vivir del lado de afuera en la época de antes. Fue espectacular. Cuánto nos divertimos. La vitalidad que no solo yo, sino que todos teníamos. Era de lo más común y corriente juntarnos a jugar a la pelota. Pensar que los jóvenes de hoy en día no saben lo que es jugar a la pelota en una plaza o en una canchita. Es más, distintas cuestiones llevaron a que las pelotas se dejaran de fabricar a nivel mundial hace un par de años, por ende es un elemento que pronto se va a extinguir. A las plazas ya las exterminaron. Ahora, como se sabe, son playones de desinfección exclusivo para los funcionarios del gobierno. Los privilegiados que aún se encuentran exceptuados de la prohibición de deambular y así lo hacen por donde se les venga en ganas.
A mí antes me gustaba correr y lo hacía con mucha frecuencia. Porque yo en aquella época sabía correr. Hoy en día se estima que solo el dos o a lo sumo el tres por ciento de las personas saben correr. Casi en su totalidad se compone esta franja de funcionarios públicos. Los autorizados.
Cuando hablo con los parientes jóvenes las conversaciones suelen terminar mal. Me tratan de viejo mentiroso. Delirante.
—¿Qué flasheás, viejo de mierda? —es lo menos que me dicen.
Luego van y consultan, porque sé que así lo hacen, a sus padres tratando de averiguar sobre la veracidad de mis dichos.
Ellos, muy obedientes al sistema legal, desacreditan rotundamente mis palabras. Desalientan cualquier expectativa que les hayan podido generar mis palabras.
En definitiva los adultos responsables hacen bien. Son mucho más jóvenes que yo y deben querer vivir tranquilos. Negando el pasado se evitan tener que rendir cuentas al Ministerio de los Recuerdos que se ha puesto muy severo con el tema de las penas para el caso de que se infrinja el sistema legal establecido. Solo los que tenemos muchos años estamos eximidos de acatar estas normas. A nosotros se nos permite decir y pensar lo que queramos. Ya hemos entrado en la franja de aquellos a los que se los cree débiles mentales y nadie nos lleva el apunte. Es una pena que hoy en día se viva tanto.
Con la excusa de la colocación del chip de relajación no solo consiguieron que el descansar de la población se realice en un estado de perfección tal, que el cuerpo se regenere casi al estado del día anterior luego de cumplidas las horas de sueño establecidas. De esta manera también escuchan todo lo que decimos y decodifican cada uno de nuestros pensamientos. Luego del habitual proceso informático sale el detalle de cada uno. Si el mismo es desfavorable, a la siguiente jornada ya tenés a los del Ministerio en tu casa pidiendo explicaciones, en el mejor de los casos, o tomando las drásticas decisiones establecidas por ley. Ni qué decir si los que se te aparecen son los de la Secretaría de los Recuerdos. Con esos si que no podés joder, te aplican la inyección de la amnesia y listo, quedás en blanco.
Suerte que ya tengo mi vida hecha y me puedo tomar mis licencias. Me manifiesto como se me da la gana y pienso todo lo que quiero. Total si se me complica tengo al alcance de la mano el certificado de demencia extendido por los de Salubridad Pública. Para peor, como ahora no te podés suicidar, todo se complica. Le doy gracias al cielo por tener la edad que tengo.
Entonces después de un rato de dialogar con los familiares dejo que digan lo que quieran. Evito las peleas inútiles. Ellos son los que corren con las mayores desventajas que tiene la modernidad. En parte siento que les tengo lástima. En especial a los más pequeños. A los que fueron naciendo ya dentro del nuevo régimen y no tienen la menor idea de lo que era la vida de antes.
Tomando recaudos me acerco a la puerta de entradas y salidas de la casa sintiendo que ya debe ser la hora. Por razones obvias la tenemos clausurada desde que lo recomendó el gobierno de no sé qué presidente, hace ya tantos años.
En efecto, no me equivoqué, ya nos dejaron las provisiones. Los funcionarios son muy eficientes. Por eso ganan lo que ganan y tienen los privilegios que tienen. Se han convertido en una casta superior y actúan de esa manera.
Saco la llave del fondo del bolsillo del pantalón y abro los cerrojos. Luego apoyo la huella digital del dedo gordo de la mano derecha y en un instante la ventana de vidrio se descorre dándome unos veinte segundos para hacer la tarea de sacar las cosas. Generalmente no hay ningún inconveniente en este proceso, todos hemos sido capacitados, y muy bien, en su momento, para que todo salga a la perfección. Las cosas llegan ordenadas de la manera más sencilla y cómoda para que podamos realizar nuestra tarea en forma inmediata.
Si por casualidad el tiempo no alcanza la ventana se cierra por sí sola y se debe desinfectar durante cuatro horas el receptáculo antes de volver a abrirlo para retirar lo que no se logró antes.
Si te queda la mano del lado de adentro te va de una manera espantosa, a eso lo sabe bien mi hermano. El tema lo tuvo muy mal por mucho tiempo. Me costó poder controlarle la cicatriz que le produjo el corte, la extirpación debería decir, porque lo que no lograba hacer era que cicatrizara el muñón que le quedó a la altura del codo. Un poquito más abajo de la articulación para el lado de la mano digamos. En ningún caso se hubiese muerto por la lesión que sufrió. El sistema de bioseguridad que tiene el receptáculo impide que se produzcan infecciones en estos accidentes. A mi hermano lo que lo tenía mal era el reguero de sangre que dejaba por todas partes. Después de unos cuantos tutoriales y consejos médicos vía Internet logramos solucionar el asunto.
Cuando me pongo a observar nuestra ración diaria advierto que entre las cosas que nos dejaron hay una nota de las que se acostumbra colocar cuando se debe recordar un acontecimiento importante.
—¡¡Feliz aniversario!! —dice. Al lado figura el nombre de mi hermano.
Me toma de sorpresa la cuestión, al parecer yo también voy teniendo algún resquebrajamiento cognitivo.
Me tranquilizo por completo cuando logro terminar de organizar el recuerdo en la cabeza.
Revuelvo las bolsas ya purificadas por el fascinante proceso que reciben dentro del cubículo. En efecto está todo para que realicemos un gran festejo.
También hay un pen drive, seguro con imágenes relacionadas al aniversario que nos atiende. Probablemente sean las imágenes de la gran conquista mundial alcanzada por mi hermano, esto es de esperar, ya hemos vivido esta clase de festejos en varias ocasiones. Él fue uno de los grandes deportistas de la época de antes, un embajador nacional en cada país del mundo que visitara.
No le digo nada de lo que está sucediendo hasta que no tengo todo preparado en la mesa.
Lo llamo de una manera alegre y enérgica.
Se acerca desganado.
—Brindemos —lo aliento haciendo chocar las copas. Con el control a distancia enciendo la magnífica tele 4k de pantalla líquida que te hace sentir que estás dentro de las imágenes. La tecnología ha avanzado tanto en el último período que hay cosas que aun no puedo creer ni entender.
Comemos cosas ricas mientras miramos el documental que le armaron a mi hermano.
Es de unos veinte minutos. Suficientes para ver las jugadas más destacadas del partido. Las tribunas repletas.
Él observa sin emitir sonido.
Disfrutamos de la vuelta olímpica. Los abrazos. Los besos. Los niños frenéticos por tocar a su ídolo. El festejo y su paseo en andas por toda la cancha.
Después de todo los cantos se apagan. Van cayendo los títulos. Los nombres de los guionistas, los productores, los sonidistas. El auspicio del Ministerio de los Recuerdo a lo último de todo.
Mi hermano se incorpora, me mira. Habla.
Linda la película de ciencia ficción. Lástima que eso nunca haya ocurrido. Que el protagonista no haya sido realmente yo. Me hubiera gustado ser.
La verdad es que yo siempre viví acá dentro y nunca nunca me atreví a traspasar la puerta de salida a la calle.
Etiquetas: Atletismo, Ciencia ficción, ficción, Pandemia, Sergio Fitte