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Por Guillermo Fernández
Sabemos que compartimos lo social con grupos dispuestos a intentar disolver propuestas sanitarias y políticas por el solo hecho de provenir del contrario. En estos casos, en los que el peligro amenaza por el “contagio”, la legión de incapaces hace oído sordo y privilegia el conocido malestar por el encierro y sale a la calle, a encontrar eco con su queja de individuos irritados porque sus pequeñas libertades de viajar, de encontrarse con amigos, con el resto de la familia a la que no tolera ver más en pantalla.
Cabe preguntarse qué libertad se ejerce al proclamar que los que gestionan el poder hoy actúan con abuso. Durante la Fiesta Patria recorrieron la Plaza de Mayo con banderas y burlando el confinamiento. Pretendieron ingenuamente desafiar el poder legítimo, no solo por la elección popular sino porque el accionar del gobierno se valida con el trabajo diario, las propuestas estudiadas por especialistas y llevadas a cabo en los hospitales, en los puestos de emergencia por hombres y mujeres que dejan de pensar en sus “salidas” para enfrentarse con el delantal, la higiene y el dolor de la muerte diaria.
Hay demasiados pasajes de la literatura que refieren al hecho de correr la vista y mirar solo para el mismo costado, esa zona que tranquiliza porque reacomoda a los hombres y mujeres que se agolpan para comprobar que huelen a lo mismo y que, por suerte, las telas con las que se visten pertenecen a la misma textura: la de los abrigos que los hacen distintos de los “otros”, aquellos que obedecen y que como mucho exceso salen al balcón cuando lo tienen. Pero también hay infinidad de textos que nos contraponen contra el propio “ombligo” y nos obligan a mirar de frente a quien se encuentra en peligro.
Las luchas religiosas durante el siglo XVI fueron el contexto de Marguerite Yourcenar para describir la peste, el Imperio de los monarcas papales y terrenales, la reclusión, y la condena como castigo ejemplificador. En Opus Nigrum, Zenón, entre la alquimia y la búsqueda de un orden distinto al que le imponían, se escapa en la vieja ciudad de Brujas. Huye consciente de que su razón es la justa y quizás es la “humanidad” la que él reclamaba para los preceptos que había estudiado. Si refutaba, nunca era para sí, ni por esa comodidad de atravesar el portón de las capillas que le ofrecían sus amigos para estar salvo.
Saramago se preocupó de la ceguera como metáfora del pánico de convivir con el semejante. Vio el aislamiento como reclusión como posibilidad del peligro. Sabemos que en Ensayo sobre la ceguera para escaparse de las enormes “barracas” en las que han sido alojados los que ya no puede pertenecer al mundo social recurren al fuego; en otras palabras, el costo de salir implica más muerte, una lucha por la supervivencia que devasta a aquél que está en idénticas condiciones. Es abrirse paso entre cadáveres para toparse con una abertura que no pueden “ver”, pero que necesitan para alejarse del almacenamiento corporal.
Valen estos dos ejemplos para pensar sobre aquellos que, en algún momento, quizás el que otorga la literatura, buscar traspasar un hueco, asomar la vista hacia el afuera. Puede ser que sea, como en el caso de Saramago, para ver aquello que se escapa a la vista, pero no al olfato hediondo de la descomposición; o como, el Zenón de Yourcenar, para ser obstinado con su creencia y su respeto por el prójimo. Utilizo adrede el léxico religioso.
Son dos momentos que se repiten y llegan hasta nuestros días. ¿Para qué luchamos por un afuera? ¿Con quién deseamos encontrarnos? Hoy en día para atravesar una calle prohibida, para proclamar como bandera la libertad en contra del atropello, las dos piernas son lo menos indispensable. Para que el reniego no sea visto como capricho de niño debe contar con el atributo más difícil: el sentido social del enojo.
Conviene tener presente para cerrar el texto una frase de Borges, en el cuento El sur: “A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”.
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