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Por Luciano Sáliche y Federico Capobianco
I
Racismo no es solamente un hombre blanco azotando a un hombre negro. Esa esclavitud original tomó otras formas más sofisticadas. El racismo está determinado por un contexto, por un territorio, por una hegemonía cultural, por una lucha de clases, por un nacionalismo específico y por una lógica opresiva que parece atravesar toda la historia. En Estados Unidos —plena ebullición antirracista y antifascista—, los afroamericanos son sólo el 12.4% de los ciudadanos, sin embargo integran el 40% de la población carcelaria. Javier Auyero, sociólogo que trabaja en la Universidad de Texas, explicó en una entrevista en Radio con Vos que “no es solo la policía, todo el sistema penal y judicial están permeados por el racismo. La única institución que sobrerepresenta a la población afroamericana es la cárcel y esto tiene que ver con prácticas policiales y judiciales racistas”.
También aquí, en Argentina. Recrudece con el odio a los pobres, a los indígenas, a los inmigrantes, a los judíos, a los chinos, a toda aquella otredad que, vista desde la ignorancia y del prejuicio, amenaza la propiedad privada: nuestro casa, nuestro país, nuestro mundo. ¿O acaso no es racista ver gendarmes reprimiendo manifestantes o policías golpeando chicos al grito de “¡negros de mierda!”? ¿Y qué hay del trato que el Gobierno de la Ciudad y los porteños le dan a los senegaleses que trabajan como vendedores ambulantes? ¿Por qué nadie dijo que los rugbiers que mataron a golpes a Fernando Báez Sosa a la salida del boliche Le Brique en Villa Gesell los movía el racismo? Uno de los asesinos, luego de la golpiza y de la sangre, le dijo: “A ver si nos volvés a pegar, negro de mierda”.
II
“No puedo respirar”, decía una y otra vez George Floyd. El 25 de mayo la Policía de Powderhorn, Mineápolis, asesinó otro ciudadano afroamericano. Uno más en la trágica lista. Supuestamente había intentado comprar en un supermercado con veinte dólares falsos y luego, cuando la policía llegó al lugar, se resistió. Las cámaras muestran que jamás ofrece resistencia. El oficial Derek Chauvin lo esposa, lo pone boca abajo contra el suelo y presiona su rodilla contra la nuca de Floyd durante ocho minutos. Una mujer filmó todo con su celular mientras le gritaba a la policía que lo suelte. En el piso, Floyd se desvanece y finalmente muere. En ese video que recorrió el mundo, dice varias veces: “No puedo respirar”. Esa frase se resignificó haciéndose bandera.
Millones de estadounidenses se movilizaron en diferentes ciudades del país. Del otro lado, Donald Trump sacó a las fuerzas de seguridad a las calles a reprimir todo lo que crean peligroso. Aún las protestas siguen y no piensan detenerse por un buen tiempo. La cuarentena no frenó las movilizaciones que se volvieron una verdadera rebelión popular. “Las vidas negras importan”, es el lema que se viene escuchando hace años y que ahora, en esta revuelta inédita en la sede central del capitalismo, cobra una fuerza imparable. “Los pocos momentos de desorden social son los que devuelven un sentido de dignidad a un presente extremadamente injusto y mantienen viva una tradición de lucha a futuro”, escribió Bárbara Pistoia en Hiiipower.
III
La humanidad —ese concepto inabarcable— se cimentó en la esclavitud. Pudimos crear nuestra primera imagen en el blanco esclavizando al negro pero desde las civilizaciones antiguas pasando por las poblaciones originarias el más poderoso hizo lo que quiso con el más débil. Esa lógica, que se talló en los huesos de la historia y va mutando según la época, tomó forma concreta y fácilmente identificable con la afirmación del sistema capitalista. Si los países desarrollados —y más ricos— pudieron repartirse y colonizar los continentes atrasados —y más pobres— cómo no esperar que ese funcionamiento se transmita a la misma población que esos gobiernos gobiernan.
El progreso político —todo lo que se hacía era en nombre del progreso— genera un progreso cultural que, según supo explicar Fourier, es el que realmente genera el cambio social. Por ejemplo, cuando los países centrales colonizaban a otros tenían que construir aceptación en el colonizado. Para que ese cambio suceda —para que todos estén de acuerdo con ese retroceso en términos democráticos—, la clase dirigente debía generar legitimaciones necesarias para que el accionar sea aceptado. Incluso con construcciones culturales que hoy parecen increíbles. Por ejemplo, el olor.
En Odorama: historial cultural de olor, Federico Kukso explica que incluso mediante la construcción olfativa se generó un sesgo de clase. Citando al historiador Jonathan Reinarz: “Fue a través de la denigración de los olores fuertes y haciendo uso de lo que consideraba mal olor, cómo la burguesía construyó altas barreras sociales. En el siglo XIX empezó a oler mal el pobre, el obrero, la nodriza, la sirvienta, el judío, el negro…” El miedo al otro se manifestaba a través de la discriminación olfativa. Hoy quizás sea cruzando la calle cuando vemos a pibes con visera venir frente a nosotros.
IV
Cuando un periodista dice en la tele, mirando a cámara, al espectador, que “la pandemia puede sacar lo mejor de nosotros”, se equivoca. Es decir: omite la otra opción, la que tiene más lógica, la más probable. La pandemia puede sacar lo peor de nosotros. Y así está ocurriendo. Benedetti decía que un pesimista es un optimista bien informado. Realismo. ¿O acaso no vemos un espíritu policial sobrevolando en nuestras cabezas? La cuarentena es ley y quien ose en romperla está cometiendo un delito. A ellos, todo el peso de la ley, dicen en la tele. Así, las fuerzas de seguridad adquieren protagonismo, que se traduce en poder e impunidad. En Argentina, cuando Alberto Fernández tomó la medida sanitaria, gendarmes y policías se frotaron las manos.
Un origen podría ser aquella noche en que un patrullero de Isidro Casanova, La Matanza, ni bien empezó la cuarentena, puso en altavoz un audio de la película La purga, donde se da libertad de “matar y destruir” por un día. Como dicen en Twitter: Ya quisieras. En la 1-11-14 un grupo de chicos que estaban en la calle fueron obligados por Gendarmería a hacer cuclillas a modo de castigo. El episodio siguiente fue en La Cava, San Isidro, cuando gendarmes golpearon a unos vecinos que estaban en la vereda, dos de ellos con heridas de bala de goma. Ante la repercusión de estos y otros abusos policiales, el Estado separa a los efectivos acusados y los investiga. Pero, ¿alcanza con juzgar a estas “ovejas descarriadas” o habría que repensar la seguridad?
En la tarde del 15 de mayo, Luis Espinoza volvía a caballo a su casa en Rodeo Grande, Simoca, bien al este de la provincia de Tucumán. había ido a Monteagudo a cobrar en el correo un dinero por un trabajo rural que había hecho hace poco. De regreso, pasó por El Melcho a visitar a una de sus hijas y se encontró con su hermano. Fueron juntos a ver una carrera de caballos, algo ilegal que, según testigos, funciona como todo: coima a la policía y a jugar. Pero algo ocurrió esa tarde que los efectivos ingresaron sin uniforme, vestidos de civil, y a los tiros. Luis Espinoza recibió un balazo en la espalda; su hermano lo vio. Los policías manejaron ochenta kilómetros por camino de ripio y tiraron su cuerpo en un acantilado. Lo encontraron a la semana. Hay nueve policías imputados.
V
¿Qué hilvana todos estos casos? Abuso e impunidad policial. Un sistema jurídico-ideológico que, mientras no se cuestione en su totalidad, mientras no se replantee su raíz, va a seguir produciendo policías represores, torturadores y asesinos que actúan con el argumento social del prejuicio. Hay una matriz clave que tiene que ver con el sintagma “yo soy la ley”. Y como la Policía es el brazo armado del Estado, cabe la pregunta: ¿quién es el Estado que le da la orden? Para el marxismo, hay un Estado burgués, aquel que defiende por encima de todo la propiedad privada. La propiedad privada de la clase dominante porque a los pobres, a los “negros de mierda”, a esa otredad que el ignorante ve como amenazante, se les puede entrar a punta de pistola.
Pasó en Chaco hace unos días. En la ciudad de Fontana, la policía ingresó a la casa de una familia de la comunidad qom con la violencia institucional que muchos ya reconocen. Un video muestra el violento ingreso de los efectivos. Las fotos, las caras desfiguradas y la sangre. Denunciaron, además, abuso sexual. Cinco efectivos fueron separados de las fuerzas y están siendo investigados. Para quien conozca las vejaciones a las que viene siendo sometida esta comunidad indígena sabe que la situación lleva años y años. Otra vez: ¿alcanza con juzgar a estas “ovejas descarriadas” o habría que repensar la seguridad que se sostiene a base de racismo e impunidad? El problema es estructural y queda claro que las buenas intenciones del progresismo no alcanzan para cambiarlo.
Con el asesinato —por la espalda— de Alan Maidana en manos del cabo 1° de la Policía Federal Germán Bentos el pasado 24 de mayo, ese accionar policial se ilumina con luces fosforescentes y deja a la vista lo selectivamente represivas que son las fuerzas que el Estado tiene para cuidarnos. Pero todo se vuelve un poco más complejo si a ese grupo de casos le sumamos —y solo por nombrar algo de los últimos días— el de Alex Campo, un pibe de 16 años que estaba cazando liebres para comer en un estancia de Cañuelas, y el dueño, en su 4×4 Dodge Ram, lo atropelló a toda velocidad. No es sólo policial, hay una sociedad entera hervida al calor de la ignorancia que se apoya en una supuesta superioridad para justificar su racismo, es decir, su miedo a la otredad.
¿Cómo no esperar que la lógica se expanda? En nuestro país aquel ideario de civilización y barbarie hizo suficiente mella en la sociedad e hizo foco en ese enemigo que, a diferencia de Estados Unidos, acá puede ser negro de piel o de alma, por supuesto de mierda, pero siempre es pobre. La noche sin estrellas del racismo —como dijo Martin Luther King— está en todos lados. Incluso en nosotros. Hay que asesinar a ese racista que llevamos dentro.
Etiquetas: Alan Maidana, Comunidad Qom, Fernando Báez Sosa, George Floyd, Luis Espinoza, Policía, racismo