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Por Diego Fernández Pais
«Con el adelanto alcanzado por la ciencia
médica, la vida media del hombre sobre la
Tierra se ha prolongado sensiblemente. Pero,
¿qué hay del hombre medio en función de
eternidad? ¿No habrá retrogradado a medio
hombre? ¡Cuántos Matusalenes actuales
no son otra cosa que orondos burgueses
de la salud! (A Jesucristo le bastaron
treinta y tres años para ser lo que fue).»
Ignacio Braulio Anzoátegui, De tumbo en tumba
Me llamo Octavio Maurras y a partir de hoy, tres de marzo de 2020, tengo la misma edad que tenía Jesucristo cuando lo crucificaron. ¿Es acaso necesario aclarar que eso equivale a decir que a partir de hoy tengo treinta y tres años? Creo que no. Para celebrarlo, esta mañana he fantaseado con organizar una discreta reunión en mi penthouse; discreta reunión a la que solamente invitaría al selecto grupo de los happy few. Por la tarde, sin embargo, he recordado que ya ni siquiera me divierten las juntadas con el selecto grupo de los happy few. Pasados los treinta, todo el mundo se blinda y el aislamiento gana terreno; entonces la amistad se vuelve una utopía.
De pronto, en algún punto del día he comenzado a escuchar voces dentro de mi cabeza y me han dado ganas de sentarme a escribir. En el reloj del iPhone constato que, a pesar de que faltan menos de veinte minutos para las doce de la noche, mi hermana aún no me ha saludado, y ya hace más de seis meses que he perdido contacto con mis progenitores. Lucrecia es mi única familia. Lucrecia me ha invitado a comer las baby-ribs del Tucson de Rogelio Martínez, pero estas voces que incluso ahora siguen retumbando en mi cabeza me han impedido compartir su entusiasmo; estas voces, en definitiva, han terminado por ganar la pulseada y me han obligado a declinar su propuesta. De mala gana, Lucrecia ha debido conformarse con el combinado de sushi que un venezolano de Rappi nos ha traído a domicilio.
Soy obsesivo desde antes de cumplir doce. Soy compulsivo desde antes de cumplir quince. Soy drogadicto desde antes de cumplir veinte. Soy cocainómano desde antes de cumplir veintiocho. Soy maníaco desde antes de cumplir veintinueve. Soy abogado desde que en diciembre de 2013, sobre el escenario del Orfeo y ante una multitud de estudiantes con togas y birretes negros, adquirí de manos de una decana tan joven como sexy el diploma lacrado que me habilita a ejercer la profesión. Soy escritor, en cambio, desde que adquirí el uso de la razón. Hace más de cinco años que no escribo una puta línea que valga la pena. En octubre de 2015 la editorial Enedé publicó mi cuarta y última novela. El título de mi cuarta y última novela es, sencillamente, París.
Como dicen en España: estoy forrado en pasta. He gozado de una infancia iluminada por el brillo de la pletórica mercancía que los jóvenes profesionales amasaron al calor de la ley de convertibilidad. Quizás por eso el chauvinismo siempre me ha tirado menos que el cosmopolitismo. Quizás por eso, instead of Argentinian, siempre me he considerado un ciudadano del mundo. No obstante eso, siempre me ha parecido irrelevante subrayar que llevo al fascismo en la sangre. La política me la fuma casi tanto como la ideología que circula por mis venas. El realismo sin contradicción es un filósofo sin pensamiento; pertenece al registro de la comedia. Nunca me ha faltado una vagina donde introducir mi pene. Las hazañas literarias me provocan más vergüenza que admiración. Desde mi punto de vista, los premios literarios no sirven más que como un paradigmático ejemplo de la figura retórica del oxímoron.
Soy un tipo frío y vanidoso y despectivo; nada en el mundo me gusta. Ni me interesa. Ni me conmueve. El mundo es un lugar azul; el mundo es un lugar sin luz. El sol es de verdad. El mundo es un lugar normal. Es superfluo. Es como una pared. La luna es de verdad. La única verdad es la realidad, y la única realidad es la contradicción. Únicamente he ejercido el patético oficio de las letras en aquellas ocasiones en que, como ahora, he experimentado la imperiosa necesidad de hacerlo; únicamente he ejercido el patético oficio de las letras en aquellas ocasiones en que, como ahora, me ha resultado imposible no hacerlo. De puro ignorantes, algunos me consideran el mejor escritor argentino de mi generación. De puro atrasados, otros me consideran el último grito de la moda. Yo, por lo general, apenas me considero el escritor menos cobarde de la literatura argentina. O sea, el escritor menos cobarde de una literatura fundamentalmente pusilánime. Nada demasiado admirable.
Me llamo Octavio Maurras y a partir de hoy, tres de marzo de 2020, tengo treinta y tres años. La misma edad que tenía Jesucristo cuando lo crucificaron; y también la misma que tenía cuando, gracias a una inverosímil falta de gusto, perpetró la original hazaña con la que en los evangelios canónicos se ha pretendido justificar su lacónica biografía: me refiero, sin ninguna duda, a la original hazaña de la resurrección. Por ese descabellado número, dicen que los treinta y tres años es la edad ideal para resucitar. Lo cierto es que antes de su resurrección Jesucristo había sido condenado a obedecer la siniestra condición impuesta por el cabronazo de su padre. Y, se sabe, los caprichos de Dios Padre Todopoderoso no son caprichos, sino órdenes; estaba el Paraíso, estaba el Infierno, y Jesucristo no era ni por lejos uno de esos hijos modernos.
Se trata de una escena muy bonita, pero al mismo tiempo de un sadismo infinito. Una escena sobre todo ambigua que, en la singular versión del evangelio según San Juan, posee la propiedad de atraer a uno al vértigo de la introspección, a la estupefacción por lo íntimo, a la precipitación al abismo del agujero interior. Jamás he sentido, lo confieso, una especial simpatía por San Juan, y eso no me priva de aceptar sin rechistar que éste ha sido el más talentoso de los cuatro apóstoles que han exteriorizado sus aspiraciones literarias. En algunas de las bellas páginas de su evangelio coyunturalmente me he tropezado con ribetes de una inusitada maestría y ha sido también en esas mismas páginas donde este contundente escritor, con un estilo soberbio y desplegando toda su artillería gramatical, ha tramado una prosa cuya deliciosa sobriedad la aproxima al ideal platónico de la perfección. Recién tras la última relectura de la singular versión del evangelio según San Juan, ardua tarea que sólo he sido capaz de acometer merced a la serenidad que trae aparejada el paso de los años, finalmente he comprendido que la profunda trascendencia del episodio de la resurrección de Jesucristo es, en suma, menos bíblica que moral. Pero, pese a esa profunda trascendencia, este episodio en cambio no ha motivado a que con idéntica temeridad se afirme que los treinta y tres años es la edad ideal para dar la vida por los demás.
En cualquier caso, ¿a quién le importa? ¿A quién a esta altura le puede quitar el sueño un asunto de semejante calibre? Hace rato que la industria del entretenimiento ha tomado por asalto el cadáver vaciado de la estructura divina. Y lo cibernético, triunfante, ha ocupado el lugar de la religión; a mí por lo pronto me importa un pimiento. La cuestión metafísica, se entiende.
(Primera entrega de la novela aún inédita de Diego Fernández Pais)
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