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Por Bárbara Pistoia
La oposición que supo ser el gobierno de la doctrina Chocobar, de la represión sistemática a las protestas sociales y diversas manifestaciones populares, los mismos que supieron felicitar el accionar de gendarmería frente a la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Maldonado y que impulsaron una campaña de terrorismo racial, entre los tantos relatos que guionaron, quizás el más recordado sea la embestida contra la comunidad mapuche, se está apropiando desvergonzadamente de una agenda de violencia institucional que está por demás caliente.
En parte, esta violencia institucional desatada sucede como cola de cometa, porque fue esta misma oposición siendo gobierno la que empoderó con nociva dirección política a las fuerzas de seguridad, las que nunca estuvieron muy “desempoderadas” que digamos, más allá del lugar que hayan ocupado los diferentes casos y denuncias en los medios. Y, por otro lado, porque cayó sobre esas mismas fuerzas la responsabilidad de controlar el cumplimiento de la cuarentena obligatoria. Una responsabilidad que se traduce en más poder sin haber tenido el tiempo de reestructuración suficiente como para diagramar una dirección más democratizadora. Claro, si es que hay una idea de darle esa dirección.
Si rápidamente las legítimas sospechas que causaba la medida empezaron a contabilizarse en hechos concretos, ya pasando los más de 100 días de cuarentena el accionar de las fuerzas es enfáticamente insostenible, tan insostenible como la respuesta oficial. Una respuesta que sabe a poco y a insuficiente, pero que va muy a tono con el mood que se eligió tomar —al menos hasta hoy— en términos generales: dejar o dejarse marcar el ritmo por la oposición, incluyendo la dinámica de la crisis y un absoluto control de la agenda alrededor de la pandemia, ya sea de forma directa como de forma transitiva.
Pero es principalmente cuestionable la no disputa de posición frente a una agenda de violencia institucional que pide intervenciones radicales con urgencia porque, lejos de ser mero cinismo y aprovechamiento político, lo que saldrá de este oportuno interés opositor sobre estos temas será —llegado un supuesto momento de retorno al poder— la base de un nuevo mandato respecto a las políticas de seguridad, y si algo está claro es cómo la dirigencia de Juntos por el Cambio piensan esas políticas y la utilidad que le dan, pero más aún, el problema es que no solo un gobierno que llegó a su lugar representando al campo popular le cede la voz del sentido a la derecha siendo el precedente funcional para habilitar a futuro otro nuevo giro de las fuerzas, sino que ya no alcanzan los reformismos.
Si algo necesitan los tiempos extraordinarios son respuestas extraordinarias. La cuarentena expuso la desigualdad como nunca y distintas facetas de esa desigualdad, íntima en muchos casos con la violencia institucional. Este panorama deja sin disimulo a los problemas sistémicos, y como tales, trascienden la pandemia, y es en ese contrapunto que se refuerza la sensación de una respuesta oficial insuficiente. La pandemia no tapa lo sistémico, lo ilumina tanto que necesita lecturas particulares, medidas propias, un plan específico, no retóricas generales ni parches, mucho menos ya escuchados, y mucho menos basados en acciones de fe.
Un buen primer paso es dejar de actuar como si cada pibe que desaparece es un caso aislado. Ningún acoso policial, incluyendo al oficial que hace bajar del transporte público a un trabajador y lo palpa, cuando lo único que tiene que hacer es controlar su permiso para circular en cuarentena, ninguna tortura, fusilamiento, el mal llamado “gatillo fácil”, siendo, en realidad, un gatillo siempre racista, son casos aislados. La desaparición es la expresión máxima, es la revelación culmine de diferentes rutinas de abusos que no solo están legitimadas y sistematizadas institucionalmente, sino que también están avaladas socialmente de acuerdo con estándares diversos.
Pongamos un nombre. Facundo está desaparecido hace más de dos meses, la última vez que se lo vio fue junto a “la Bonaerense” que lo paró por no cumplir la cuarentena. Dos meses tardó en ser noticia la desaparición de Facundo.
Más allá del aprovechamiento político y mediático, lo que no podemos obviar es que Facundo hubiera desaparecido igual, él o cualquier otro «Facundo», con o sin cuarentena, e incluso con o sin Berni. Más aún, todo el tiempo hay un Facundo que enfrenta esa posibilidad violenta sin llegar a ese abismo que es la figura del desaparecido. Facundo también es Lucas Nahuel Verón, el chico de la Matanza que volvía de festejar su cumpleaños número 18 cuando la policía lo mató. O Lucas es también Facundo. Y Facundo y Lucas son Luciano Arruga, que a su vez es Walter Bulacio, Rafael Nahuel, y cada uno de ellos son un todo con Santiago Maldonado, Luis Espinoza, la Masacre de Pergamino, Facundo Escalso. Y todos ellos también son las familias QOM, los que ya no están porque fueron asesinados por la policía, pero también los que siguen, resisten y sobreviven, los que ven cómo golpean violentamente a los jóvenes de su comunidad, cómo abusan sexualmente de las mujeres, cómo entran y salen de sus casas haciendo lo que quieren. Una lista interminable de ejemplos donde pondera el racismo, un lista interminable de nombres y de historias con diferentes superficies, pero mismo trasfondo, porque ahí está el superpoder de lo institucional, ahí se revela la impunidad ganada a través de un operar sistémico.
Esa lista interminable debe terminar porque se enuncia desde una memoria, pero no cualquier memoria, sino con la memoria colectiva de un país que tiene treinta mil compañeros detenidos desaparecidos. Y acá es donde lo estructural es innegable e ignorarlo es otra forma de legitimarlo, y a esta altura, a 37 años del regreso de la democracia, es prácticamente una concesión.
El Estado siempre es responsable y los gobiernos de turno deben dar respuestas. Y es justamente frente a lo sistémico donde está la gran oportunidad de remarcar las diferencias partidarias, ideológicas, humanas. Esta es una demanda política y cultural, esta es una deuda con la sociedad. Por eso no podemos ceder en el reclamo de una transformación radical de las fuerzas y conformarnos en el reformismo que implica la construcción de ese saber que “no todos los gobiernos son lo mismo”. Es obligación ciudadana —ya sea en general como por mera afinidad o simpatía, y por supuesto que del votante convencido en particular y del militante— exigirle a un gobierno que expuso en su campaña y lo reconfirmó en el discurso de asunción que no toleraría estos hechos. Se lo debemos a Brian, ¿o acaso pensamos que con una foto abrazado al presidente luciendo su gorrita alcanzó? ¿O acaso no lo escuchamos a Brian profundizar su testimonio sobre discriminación y criminalización? Hagamos de esa foto de portarretrato una transformación política; está bien conmoverse, pero con la emoción no solo que no cambia la realidad, sino que pareciera que es una emoción utilitaria: se toma una imagen, se consume y se descarta de la agenda a ritmo mediático.
Hablemos de política, exijamos políticas, defendamos la política. La violación a los derechos humanos no se resuelve con amor ni con fe, no es una cuestión de confianza o voluntarismo, no pasa por los abrazos ni las frases hechas. Mientras se discuten nuevas normalidades, sin siquiera cuestionar a la vieja y a la idea en sí misma de normalidad, sin siquiera cuestionar la violencia que implica salir de una pandemia “normalmente”, ni la presencia de los estados más consolidados pueden garantizar los derechos humanos en un mundo cada vez más expulsivo y con nuevas olas de fascismo, pero lo que es definitivo es que sin un Estado presente la garantía de los derechos humanos queda reducida a un casting.
El “hay que bancar porque lo que viene es peor” es una reflexión cierta, irrefutable, pero que se reduce definitivamente a una clase determinada, a una noción del sujeto blanco que camina por un barrio porteño determinado en donde la policía opera completamente diferente, porque ese oficial, por lo general racializado, también está atravesado por los racismos y narrativas de conflicto estructurales. Mientras que frente al no-blanco, que se presupone de clases bajas e incluso se lo extranjeriza, ese oficial se envalentona, como quien se envalentona de par a par, frente al blanco, que supone siempre de clase media y alta, la policía responde en otro orden de sumisión, incluso porque ese blanco también se le dirige diferente, dado que no lo ve como una amenaza inminente, cuando no lo ve como un empleado que está a su servicio.
“Hay que bancar porque lo que viene es peor” es una construcción identitaria que elige ignorar que ese “lo peor” —que aparece fantasmal en esas clases medias progresistas que lo repiten mántricamente— ya es lo que es en gran parte del territorio nacional y es lo que viene siendo desde siempre. Por eso no se trata tan solo de Berni, esa figura que resulta tan magnética, tan motín para propios como para opositores, tan fetiche de los que se relacionan con la política de una forma estrictamente estética, que nadie recuerda a Sabina Frederic, quien también debería dar respuestas por varios casos de violencia y gatillo fácil. Es tan fetichista y utilitario lo que ocurre con Berni y tan estructural el problema de la violencia institucional que ya nadie recuerda que Patricia Bullrich, aunque ya no esté en el poder, también es responsable de esta actualidad desatada de las fuerzas. Ni ella lo recuerda, que ahora aparece preocupada y denunciante, aunque más de una vez, y hasta hace unas semanas atrás, las recurrentes coincidencias tanto con el ministro provincial como con la ministra nacional, expresadas públicamente, incomodaban a varios.
La democracia no se desestabiliza únicamente por una oposición irresponsable. O mejor aún, reconociendo que esa oposición irresponsable tiene el poder real de desestabilizar, ¿cuál es el plan? ¿O recién ahora nos enteramos de que la oposición iba a ser irresponsable y oportunista? Vamos, no minimicemos al electorado. Porque quedarse en el señalamiento de una oposición que desestabiliza, como única lectura posible del panorama, preocupa. Por un lado, porque fortalece la idea de un gobierno con autoridad blanda y, por otro lado, porque ignora a una sociedad que ya dio sobradas muestras de su defensa a la democracia. Potenciar la idea desestabilizadora es seguir potenciando a ese sector extremo que, incluso sabiendo que no llega a ser la totalidad del 40% del electorado macrista, no deja de ser un número que se amplifica por el poder y los intereses que respalda. Que un Jefe de Gabinete responda a un periodista, con la ridiculez y el show montado que esto implica, con un meme y se tome con gracia la acusación de “alta gravedad institucional” cuando hay un desaparecido, el último mes se conocieron al menos cinco casos de gatillo fácil y otro joven de Chascomús, detenido por supuesta resistencia a la autoridad y demorado en un calabozo, falleció luego que la comisaría se incendiaria es, de mínima, un tribuneo innecesario y una dudosa muestra de noción de lo real, además, por supuesto, de la limitada idea que se tiene como “gravedad institucional”, en este sentido, definida arbitraria, errada y “ombliguístamente” por el periodismo opositor.
Mientras que todos los casos que se fueron conociendo de violencia institucional, todos graves más allá del final que hayan tenido, se enmarcan en el no cumplimiento de la cuarentena, en ese permiso implícito que sí tienen algunos a manifestarse en el Obelisco, bailar en una calle de Recoleta o sentarse en un bar de Palermo está lo estructural que desestabiliza a la democracia y que nada tiene que ver con la pandemia ni con el narcisismo sin ética de nuestros nocivos periodistas.
Memoria, Verdad y Justicia son ejes esenciales de los derechos humanos, tan esenciales que es un deber poder trasladar esos ejes más allá del 24 de marzo, dado que en el entramado de esas tres palabras y en el recorrido por el cual llegamos a ellas está la marca de nuestra construcción democrática. No es un póster, no es un altar: es una construcción política, cultural y social que se debe sostener. Y es responsabilidad del Estado tomar en serio la magnitud de esa clave para que sea un pacto social irremediable cada día del año, porque ¿de qué sirve celebrarlas una tarde si cuando se la vulneran sistemáticamente no se aborda la raíz? No solamente se atenta a la Memoria, Verdad y Justicia cuando Lopérfido niega a los treinta mil desaparecidos, número que, a su vez, también se reconfirma a sí mismo por cada segundo que pasa sin saber dónde están los cuerpos que aún faltan encontrar, dónde están los nietos nacidos en cautiverio y apropiados, los cuales, ya adultos, muchos estarán construyendo su propia familia en base a identidades robadas, sino que también se atenta cuando cualquier familia en plena democracia quedan desarmada para siempre por el mismo accionar sistemático.
Entonces, es hora de que el Estado se haga verdaderamente responsable y lleve nuestra democracia a su edad madura, a la altura de una sociedad que mayoritariamente y de forma creciente renueva año a año su compromiso y dice Nunca Más. Se lo debemos a las Madres, Abuelas y a HIJOS, se lo debemos a Familiares y a cada organismo, se lo debemos a todos esos nombres citados, a todos los que no citamos y están en nuestra memoria, o incluso se fueron perdiendo en ella. Se lo debemos a todos los casos que no conocemos, que no trascienden los márgenes. A cada familia detrás de esos duelos, a cada familia que vive con miedo, un miedo que no les permite denunciar o que convive con ellas mientras la denuncia se traba, se mediatiza, se espectaculariza, se criminaliza hasta que pasa al olvido. Se lo debemos a Jorge Julio López.
Esta es una demanda que no cualquier gobierno podría recibir ni responder, por eso también es ahora, porque en la sucesión de casualidades temporales y escenarios sociales, incluso globales, le toca atenderla al partido que fue uno de los objetivos de las fuerzas y vio a esas mismas fuerzas salir a sobrevolar la plaza principal de la capital del país para bombardear a su propio pueblo. Esas bombas echaron raíces y semillas para ambos lados de una grieta que no tiene nada que ver con el binarismo de buenos y malos que algunos plantean con un sentido terrorífico de la despolitización, sino que es una grieta profundamente política, cultural y social. Lo que se demanda es también producto de esta comprensión histórica, comprensión que nuestro Estado debería tener como pulmón de acción, como único horizonte posible, no solo para consolidar los caminos que victoriosamente hemos recorrido, sino que para saldar la deuda urgente de la violencia institucional, deuda que lleva demorada 37 años y que atenta directamente contra nuestro innegociable Nunca Más.
37 años de democracia y esa deuda hoy tiene un nuevo nombre y una obligación: aparición con vida de Facundo Astudillo Castro.
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