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Por Guillermo Fernández
En la película Sátántángo del director de cine húngaro Béla Tarr, estrenada en el año 1994, dos personajes mantienen un diálogo interesante sobre la libertad y el orden. El protagonista que representa la ley explica que los hombres temen a la libertad y, por lo tanto, la sujeción a la norma los tranquiliza.
Se podría afirmar que, desde la expulsión del Paraíso, o, a partir del momento en que Rómulo mata a Remo, se desfila por el mundo en busca de un pretal, como una manera de volver a una matriz de prisioneros que nunca debió abandonarse. ¿Se vive, entonces, una ilusión de que se puede caminar sin cadenas? ¿Quién coloca el cerrojo a la enorme hilera de grillo para que se marche al unísono como en un patio de un penal?
Mircea Elíade, el filósofo rumano, en el siglo XX, escribe El mito del Eterno Retorno. Conjeturó un período de Hierro del que nunca escaparíamos en la Tierra. La idea de “retorno” empuja de manera pulsional a no moverse de un “crimen” del que ya ni siquiera se es responsable. A esta altura del siglo XXI, no importa tanto buscar autorías para deslindar condenas, fotos en prontuarios o anaqueles llenos de expedientes en la justicia. Sí, interesa aventurar cómo el hombre puede sustraerse a esos asesinatos tan cotidianos o comunes que pueden inclusive alcanzar la norma jurídica.
¿Es el mismo individuo quien, al abrir los ojos a la mañana, elige, mientras revuelve con la cuchara el café, la víctima del día? En el subte y se busca una mirada cómplice, porque en el viaje es difícil que nos distraigamos de nuestro objetivo. Se hurga en los portafolios papeles innecesarios solo para no tener el perfil para un identikit. Nos vemos obligados a revisar en los quioscos de revistas los titulares con homicidios que, cada vez más, toman el perfil televisivo.
Hasta se es capaz de espiar de reojo, mientras se come algo de paso al mediodía, el celular de una mujer u hombre en la barra de un bar.
¿Se requieren cómplices, partícipes necesarios o encubridores? ¿Quién arma o se aleja de una cadena de whatsapp en la que una pequeña gota de sangre empaña a un intruso que, a lo mejor, puede guardar su turno en el patio de una comisaría?
La recurrencia de las jaulas con pájaros con que el director alemán Rainer Fassbinder sacude en cada una de sus películas es sugerente. Sus planos de los personajes conversando entre las rejas son bastantes alusivos a la vida (La ruleta china, 1976; Berlin Alexanderplatz, 1980; Lola, 1981, por ejemplo ¿Qué ve el espectador? ¿Al hombre o a la mujer fuera o dentro de la pajarera? Fassbinder acertadamente coloca en un campo de visión en el que la libertad es una hipótesis difícil de probar. Conviene atreverse a pensar que el sueño en la noche libera, por lo menos, de salir de un edificio con una pistola en la mano para que pueda justificarse un nombre propio y un apellido en la banda roja de la pantalla de un noticiero.
Existe una gradación en esa voluntad de homicidio que se lleva como un suéter grueso. Es cierto. Un delito no se pergeña únicamente con saliva en la comisura de los labios. Comienza a contar con dimensión en el lugar menos pensado: un chico a los gritos en el colectivo, una pareja rascando la caja de pocholos en la secuencia más atrapante de una película, la vecina del piso de arriba que corre los muebles a cualquier hora, el padre que deja que se hijo manotee la botonera del ascensor con sus manitos llenas de helado, la chica joven que nos hace sentir ridículos cuando preguntamos una cuestión de tecnología digital, los empleados de los bancos, y su personal de seguridad “gordos de vigilar”. Hasta puede imaginarse un crimen propio al mancharse una corbata nueva con vino, en una cena especial.
¿Cuántas veces se traga ese resabio amargo de no poder golpear a “ese otro” que irrumpe, casi al costado, para avisar que se avance más rápido, porque la cadena que sostiene la hilera que lleva al grupo no va más aprisa?
Resignarse a esta vida criminal que trasladamos desde algún punto remoto no es más que un ejercicio de monjes de clausura, un apretujar los labios y bajar la cabeza como si nunca pudiéramos dejar a un lado la idea de estar arrodillados, de escuchar la misma penitencia en un confesionario de iglesia de barrio, sin darnos cuenta de los bostezos del cura de turno.
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