Blog
Por José Luis Juresa
El ser del capitalismo es el ser de la acción, por lo que la parálisis que induce la pandemia se parece a la única herramienta con la que cuenta el trabajador que todavía está incluido y reconocido por el sistema capitalista: la huelga. Quiere decir entonces que una huelga -cuando es tal y no una representación en la que los actores ya conocen su papel de antemano y tienen escrito el guión- ataca el punto clave sobre el que se constituye el sujeto del capitalismo, abriendo una grieta en la que pueden aparecer cosas ajenas a éste, extrañas, sobre las que las defensas, los “anticuerpos” culturales se arrojan sobre esa ajenidad tal como una fiebre se abalanza sobre la frente de un enfermo.
Es en este marco que aparecen las arengas al “aprovechamiento” del tiempo de cuarentena, o de paro forzado, para continuar con el hacer, con la acción, tal como si el cobayo, que corre y corre sobre el mismo punto de la rueda dentro de la jaula, al frenarse se diera cuenta que, por más que se mueva, que corra, que haga, que transpire y se desgaste, siempre está parado en el mismo lugar. Tal vez, si ese ratonzuelo tuviera alguna conciencia, se daría cuenta que hacer más y más no hace otra cosa que asegurar caer siempre sobre el mismo punto, ilusionado de haberse movido un montón. Su vida transcurrió al servicio de mover la rueda. Nada más, o nada menos, como se quiera ver.
Paradójicamente, lo que se impuso en esta cuarentena, casi a modo de síntoma social, fue la dificultad, o la falta de ganas, para hacer cosas. El que quería leer lo que no había podido leer, lo hizo menos, el que podía ordenar y hacer cosas en la casa, apenas si pudo echarse a mirar televisión, y así en continuidad, tal como si el cuerpo “supiera” mucho más que las conciencias que giran y giran sin parar y ayudan a mover “la rueda”, tal vez asustados de lo terrible que pudiera pasar si se frena.
Y un día la rueda paró. De un modo innegociable. No se trata, entonces, de una huelga, sino de una parálisis. Con una huelga, hay una chance de negociar, el sistema tiene sus modos, buenos, malos o peores, pero los tiene. El virus es innegociable. Y ni quisiéramos imaginarnos un mundo en el que apareciera un virus mucho más letal. El famoso “enemigo interno” de la represión militar finalmente se convirtió en un fantasma que recorre el mundo buscando corporizarse, y con muchas posibilidades, tantas como habitantes del planeta.
Esto explica, entonces, el por qué no pudimos hacer nada para “aprovechar” el tiempo de la cuarentena con más y más acción, para “nosotros”, para todo aquello que tenemos siempre postergado, tal como muchos sujetos lo dicen en el consultorio a modo de queja. Es un síntoma de lo innegociable: lo que no podemos o no sabemos hacer a conciencia lo hacemos como reflejo temeroso por la amenaza de un virus, y eso es parar, restarnos un poco de la acción.
Pero claro, lo hacemos de modo sintomático, lo cual es un reflejo de la impotencia para salirnos de la enajenación. A la hiperacción le sigue la parálisis. También demuestra que, como puros individuos, solo somos capaces de movernos por reflejo de una orden, y no tanto por el deseo. El deseo es el virus más peligroso de la sustracción de la rueda que gira, porque, como en los sueños nos conecta más directamente con ese cuerpo que, al margen de la conciencia, “sabe” que la máquina de accionar solo se distrae, lo más rápido posible, de lo que se sale del programa, del azar, de lo imprevisto, de lo no pensado, de la sorpresa, de la novedad, de lo Real. Esa máquina repetitiva solo busca reiniciarse una y otra vez.
El virus opera como el retorno de lo Real, y nos muestra la fragilidad sobre la que se monta eso que llamamos “civilización”. Una estampida de individuos asustados, en masa, podría convertirla en ruinas en un par de minutos. Pues el capitalismo es la “barbarie organizada”, individuos que creen que mañana, pasado y pasado mañana van a tener el supermercado lleno, y un día se levantan y se encuentran con que tienen que hacer largas colas para comprar pan y tal vez el supermercado podría no estar lleno. Es más, podría no haber supermercado. ¿Por qué no? Y largas colas para comprar papel higiénico, y el otro que de repente, al que saludaba todos los días, lo empujo para llegar antes a la góndola. El individuo a rajatabla es eso: alguien desconectado de la red en la que se sostiene, como si la tuviera interferida, “tabicada”. Supone todo el tiempo que todo va a estar ahí, donde está. Lo supone al punto de naturalizarlo. No se piensa a sí mismo en colectividad. Jamás.
Entonces, los individuos son los paralizados, porque no se atreven a eso: a parar. Quieren desesperadamente seguir, patalean, tal como el sistema se desespera por seguir: lo vemos en los países que retrasaron sus medidas preventivas, sus cuarentenas. Los individuos están muertos de miedo y se paralizan. Los huelguistas son otra cosa: paran, porque tienen conciencia de su fuerza colectiva, y se asustan menos. Saben parar. El individuo apenas si se paraliza. Somos un montón de individuos paralizados en prisión domiciliaria.
Sin embargo, y con la tónica de cada región, de cada ciudad o de cada país, surgen los balcones.
En el mundo el balcón se ha convertido en esa extimidad (ese espacio interior, “íntimo”, que a su vez no deja de ser exterior) sobre la que el individuo se abre y se divide para enlazarse a una red de conciencias, haciéndose sujeto colectivo, autoatravesado incluso por el grito desgarrador de algunos hacia el semejante ciego, sordo y mudo. Parece que no importa ya qué es lo que se aplaude, se canta, se discute y se putea. Lo importante es que en los balcones se balconea la existencia del Otro. Los individuos aislados se reúnen en espacio que no es ni un adentro ni un afuera, en los bordes del aislamiento, y como una resistencia impensada: la del balcón.
Aposentados en ese lugar, nos causamos para hacer del otro la pantalla sobre la que nuestras existencias obtienen su sentido Real. ¿Los ratonzuelos se dan cuenta de todo lo que se movían sin sentido? ¿Podrían darse cuenta de que no hacía falta tanta acción solo para mover la rueda y seguir en el mismo lugar y que lo que “hace falta” es correrse un poco y moverse apenas, tal vez solo llegar hasta el balcón, sustraerse de esa gimnasia infinita, restar y no sumar desesperadamente como si creyera que en esa musculación del ser hay una felicidad esperando a unos pocos, una felicidad de “elite”? La existencia, al fin, es cosa seria: es eso que se da preservando ese espacio que no es ni adentro ni afuera, no es bipolar, no es segregativo, y fundamentalmente, no es de nadie, en el sentido de una posesión. El balcón no tiene dueño.
En nuestro país esto retoma, bajo la forma de la representación política, eso de lo que el balcón hace función: si en el balcón esta la voz de la gente o apenas la de unos pocos que solo bajan y propalan, con altavoces publicitarios, lo que hay que pensar, decir, hacer, en fin…arengas para que los ratonzuelos no se salgan de la rueda. Se duerman y sigan. Sigan y sigan.
Tomar los balcones tal vez sea lo peligroso. Algo tan pacífico, y sin embargo, tan potente. Subirse al balcón. Más que banalizar esa actitud, habría que valorarla como un síntoma que, si se pudiera desarrollar en su verdad, no sabemos en qué se transformaría. Ya lo dijimos: a como dé lugar, la tendencia del sistema será reiniciar la actividad. Lo sabemos. Tampoco se puede vivir paralizado. Pero la acción, la verdadera acción, mínima y dislocada o deslocalizada, fuera de la “rueda” del sistema, la acción “revolucionaria”, pero en un sentido que ni siquiera aún se manifiesta, y tal vez no tenga tiempo de hacerlo, esté en esos balcones, como ya lo estuvo alguna vez.
Etiquetas: Capitalismo, Coronavirus, Huelga, José Luis Juresa, Paro