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20-08-2020 Notas

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Por David Ledesma

«Jamás se ha planteado los interrogantes
que torturan a las parejas humanas: ¿me ama?,
¿ha amado a alguien más que a mí?,

¿me ama más de lo que yo le amo a él?
Es posible que todas estas preguntas
que in-quieren acerca del amor, que lo miden,
lo analizan, lo investigan, lo interrogan,
también lo destruyan antes de que pueda germinar.
Es posible que no seamos capaces de amar
precisamente porque deseamos ser amados,
porque queremos que el otro nos dé algo (amor),
en lugar de aproximarnos a él sin exigencias
y querer sólo su mera presencia».
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser.

Que actual es lo que Kundera escribe sobre el amor. Cuánto da qué hablar; y resulta que nunca es posible hablarlo del todo porque si así fuera tal vez no tendría otro destino que su extinción. Quizás -y lo más probable es que el amor esté entre lo mal-dicho (y maldito, por hacer una homofonía, porque a veces parece ser una maldición, es endiablado)- es el hecho de que no hacemos más que bordearlo cuando lo tomamos como objeto de nuestras palabras y la dificultad que implica cuando se lo pone en acto: por ejemplo en la relación sexual.  

Nosotros, los seres hablantes, no solo hacemos el amor cogiendo, aunque se lo pueda hacer del modo más romántico -velas, y juegos de seducción-, sino que al amor lo hacemos hablando. Lo conformamos, le damos forma, aunque claro, el amor nunca se conforma porque no se satisface. Es insaciable, hambriento, ¡¿de dónde viene su apetito?! Tal vez se hable tanto, y las sesiones no hagan más que girar alrededor de su asunto, porque nunca es logrado. Genera un atolladero. La  llamada media naranja es un hermoso cuento con final feliz, aunque no es más que una ficción: ya que si hay naranja, hay pomelo. No hay manera de que haya fusión en el amor, o dicho de otro modo: dos nunca hacen uno. Perdón por el spoiler.

Podemos tomar de la frase de Kundera la palabra inquerir y pervertirla un poco, fragmentarla, para producir un nuevo alcance. Se podría decir: in-quiere, separándola para que cuya partícula trastorne el significado y formar una suerte de negativo, una ausencia, lo contrario al querer: ¿Sin querer? ¿Sería posible un amor de casualidad, o dónde tiene su causa, o su casa, su razón, su fundamento? ¿El amor es queriendo, o sea, un asunto del deseo? Puede ser que el amor sea sin querer, porque no es asunto de la buena voluntad, pero no sin deseo.

El amor y el deseo se articulan, pero no son lo mismo.

Evidentemente Kundera nos alarma sobre el amor. También lo intenta cercar, aunque nunca logre. Porque el amor tiene ese déficit intrínseco ante el cual se ve llevado siempre a tomar desvíos. Son los desvíos de Kundera -y de Cerati en Prófugos-. Bien podría decirse intrín-sexo, ya que desde el psicoanálisis se puede pensar en relación a la disparidad de los sexos. El modo en el que nos sexuamos es particular de cada quien, responde a su historia, y eso lleva a que no haya encastre, adecuación, armonía de los sexos. Esto determina la vida amorosa.

Si en la Insoportable levedad del ser uno puede leer ahí lo que sería una descripción poética, se pueden reconocer algo así como dos aspectos, uno que parece ser económico, y otro al modo de una ciencia.

El primero implica el costo, los activos y los pasivos, el más y el menos: cuánto me quiere, me quiere mucho, poco, más o menos de lo que yo lo/la quiero. Supone un no-saber que es fundamental y que Jacques Lacan supo articular muy bien cuando toma la frase de El diablo enamorado de Cazotte: “qué me quieres”. En definitiva, es una cuestión que apunta a qué soy para el Otro. Y en el amor, esto es cosa de todos los días.

Pero por más que el otro se esmere en responder de mil maneras nunca va dar en el clavo: nunca va a decir lo que soy para él. Porque nadie puede saber en qué punto de si mismo se ancló su deseo en relación a mí: ese “me” del qué me quieres.

La neurosis no se contenta, la significación no le alcanza. La expresión perdidamente enamorado alude a eso en algún punto: no hay manera de que un amante sepa qué de uno causa el deseo en el otro. Al mismo tiempo que uno no puede saber qué del otro causa su propio deseo. El desconocimiento es fundamental: en el amor todos somos ignorantes.

Lo cual nos conduce al segundo aspecto, ya que se puede trazar una suerte de dualismo entre esa ignorancia y el saber. Del amor se quiere saber, por eso no solo se experimenta, si no que se analiza. Se toman muestras, hay ensayo y error, y en el mejor de los casos el objetivo general es encontrar una ley, como la de gravedad. Queremos encontrar la norma, la fórmula, lo que lo regula: la síntesis. La verdad del amor, la verdad de la milanesa.

Al amor se lo intenta calcular y se toman mediciones precisas, para preverlo o anticiparlo. Es inagotable esa pulsión de investigación: al objeto (el amor) se lo rodea, pero la satisfacción no llega. El resultado del análisis es que no hay certezas. La pregunta es cómo pasar de un análisis de laboratorio, que hacen algunas personas, a un análisis de diván. Donde al amor se lo podría interrogar desde otro lugar.

Al fin y al cabo quizás por todo esto el amor cautiva tanto. Causa a la gente, y causa al arte: a la poesía, la música, el cine y la pintura. A todos aquellos que pudieron sublimar desde al amor, y a los que no también. Este in-querer sostiene todo lo que va en el medio y nos hace obstáculos a la hora de amar. Son esas demandas que a veces incitan al amor, lo provocan, lo ex-citan, lo inspiran, pero al mismo tiempo lo separan y obturan. Cuántas contradicciones. Es que el amor es eso en algún punto: loco, histérico, obsesivo, díscolo, retorcido, transgresor, muchas veces mudo, otras inquieto.

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