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18-08-2020 Notas

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Por José Luis Juresa

UNO

En 1991 yo trabajaba, haciendo mis primeras prácticas, en la clínica Villa Guadalupe, que estaba sobre avenida Scalabrini Ortiz entre Soler y Guatemala, una clínica «cinco estrellas» (hotelería) para pacientes adictos. La mayoría extranjeros, muy adinerados, podían costear un tratamiento de un mínimo de dos meses de duración que hacía hincapié en una ineludible primera etapa de desintoxicación, fundamental para que el plan terapéutico tuviera alguna chance de «éxito». Yo me había recibido ese mismo año, y enseguida comencé a trabajar allí como acompañante terapéutico. Un día, después de algunos meses, al llegar a la puerta de la clínica a trabajar, me encontré con una compañera que, visiblemente entusiasmada, me preguntó si «me había enterado» acerca del paciente que acababa de ser internado esa mañana. No, le contesto. Charly García, me dice. A partir de allí las cosas comenzaron a suceder como si de pronto mi realidad se hubiera insertado en una película. Mi primera reacción a la noticia fue ir a verlo a su habitación. Allí dormía una leyenda y yo lo estaba observando, dentro de esa habitación, como si acabara de ingresar a un templo. Así, dormido, se mantuvo durante al menos dos días. Lo habían llevado a la clínica «a la fuerza», después —decían— de haber pasado varias noches sin dormir componiendo canciones sin parar. Estaba pasado, y la familia estaba muy preocupada por su salud, y su novia, Zoca (pareja en crisis en aquel momento) había llegado desde Brasil para ayudarlo. Para eso no tuvo mejor idea que internarlo. Creo que Charly nunca se lo perdonó, y eso precipitó el final definitivo de la relación. Sin embargo, durante ese tiempo de internación, siguieron juntos, y Zoca venía a visitarlo a la clínica y, cuando Charly empezó a tener salidas autorizadas, ella lo esperaba en su departamento (el de Charly, en Coronel Díaz y Santa Fe) para estar juntos.

Hasta que Charly salió de su habitación y empezó a socializar con los otros internos —todos jóvenes españoles y de otros países de Latinoamérica, en aquel tiempo principalmente adictos a la heroína— transcurrieron algunos días. Lejos de estar “sacado” o de comportarse como una vedette, Charly se comportó como un verdadero “caballero”, un señor muy bien adaptado que comprendía su situación y lejos de chocar contra eso como una cabra, se las arreglaba para hacer de la internación y del “encierro” una obra de arte, una suerte de “instalación artística” operada por él mismo y ejecutada como si fuera un productor de su propia vida. Seguía siendo “Charly” aún en esas condiciones. Rápidamente pidió que le trajeran un teclado, una guitarra, hojas para pintar, lápices, pinturas, y comenzó su faena. Un día salió al patio de la clínica, sacó la guitarra y un equipo de música, puso un casete de Tom Petty, y sobre el audio del disco (Full Moon fever) tocaba la guitarra, y daba “conciertos” que los demás pacientes se reunían a escuchar. Nosotros, los “A.T.”, deambulábamos por el espacio de la clínica compartiendo con los pacientes su internación, conversando con ellos, dándoles apoyo, sirviendo —como decían los directivos de la clínica— de referentes terapéuticos, una especie de “modelos” de vida que se les ofrecía a los internos para que comprendieran que era posible vivir sin drogas. Por supuesto, que nosotros debíamos ser personas “limpias” en ese sentido, y “sanas” en nuestros lazos sociales. En verdad, solamente éramos jóvenes acordes a la estética del negocio de la clínica, y eso era todo.

Lo cierto es que Charly rápidamente fue mereciendo una pronta evaluación positiva por parte del “staff” médico para iniciar el período de salidas autorizadas conforme al plan del tratamiento hasta que llegó el día para poder retomar su vida, y sus proyectos. En aquel momento, sus proyectos en marcha eran dos: finalizar el disco que había comenzado a grabar con Pedro Aznar —Tango 4—, y el retorno de Serú Girán.

Lo venían a visitar Pedro Aznar, y Zoca, y ellos le traían a la clínica lo que él les pedía, mediante notitas con instrucciones sobre los lugares en los que Zoca podría encontrar esos elementos: plug ines RCA para la guitarra y el equipo de audio, lápices, accesorios de audio, etc. 

El día de inicio de sus salidas se aproximaba, y para eso, Charly debía pronunciarse acerca de quién quería que lo acompañe en sus salidas. La clínica le daba esa posibilidad. Por esos días, en el playroom de la clínica, habíamos estado jugando, con él y con otros pacientes, al Pictonary, un juego en el que se debían adivinar las palabras mediante dibujos, que estaba de moda en aquel tiempo. Y justo cuando estábamos jugando, con otro paciente y un acompañante más, por el sistema de audio del edificio —que ese día estaba conectado a una estación de radio— pasan una canción cantada por Fabiana Cantilo, perteneciente a su primer disco —producido por Charly— que se llama “Amo lo extraño”. Le hago notar a Charly que estaba pasando un tema suyo, y creo que eso le llamó la atención, porque al día siguiente me anunciaron los médicos de la clínica que Charly me había elegido para que lo acompañe en sus salidas, las cuales incluía ir algunos días de la semana a la casa de Pedro Aznar para seguir con la grabación del disco. Evidentemente —así lo pude entender a posteriori— él había elegido a un fan para que lo acompañe. Y ese fan era yo.

DOS

No recuerdo exactamente como fueron los momentos previos a esa primera salida, seguramente yo habré estado nervioso, mi responsabilidad era bastante pesada, tenía la “misión” de evitar que Charly “se drogue”, así, literalmente. ¿Cómo podría evitarlo? Temía lo peor, y que el muchacho me pasara por encima y me manejase como a un muñeco. Pero no. Charly se comportó de lo mejor. Un caballero, una persona buena, querible, divertida, y muy considerada. Pero insisto, yo era un fan, y él ya lo sabía, por más que yo hiciera lo posible por disimularlo. Era un pibe y un novato, y ser acompañante terapéutico no era para nada mi intención, solo quería estar cerca de algún tipo de práctica, y la búsqueda de esa cercanía me llevó —como en una carambola muy afortunada— a Charly García, mi ídolo de la adolescencia.

Lo que sí recuerdo de esa primera salida es que nos vino a buscar un auto con chofer, pagado por la compañía discográfica, para ir hasta lo de Pedro. Y que cuando llegamos, nos bajamos del auto, tocamos timbre y bajó a abrirnos un pibe que resultó ser el asistente de Pedro. Subimos por el ascensor de aquel edificio de Belgrano, pegado a las vías del tren, sabiendo que me iría a encontrar, junto a Charly, con otro miembro de la banda que había seguido hasta el más mínimo detalle a fines de los 70 y comienzo de los 80: Serú Girán. Era una película redoblada, me tenía que pellizcar, y, por el contrario, a lo que debía cuidar en nombre de la clínica, parecía que la dosis de alucinógeno me la estaba dando yo. Sentía que andaba en una nube. Se abrió la puerta del departamento, y apareció Pedro. Sí, increíble. Stop.

Se abrazan Pedro y Charly, Charly me presenta a Pedro, quien me saluda amablemente. Luego ambos me invitaron a “tomar la merienda”. Eran las cinco y media de la tarde. Habíamos salido con Charly de la clínica a las cinco, efectivamente, era la hora de la merienda. Cual niños preparados para ver al Capitán Piluso en la tele, aparecieron el café con leche y las galletitas, en bandeja, traídas por el asistente desde la cocina del departamento. Hacía milenios que no merendaba. La merienda había dejado de existir para mí cuando terminé la primaria, y ahora volvía a las tardes de merienda y de televisión en blanco y negro de la mano de mis propios superhéroes. Sin solución de continuidad, los muchachos empezaron a hablar de menudencias como el regreso de Serú Girán. Yo estaba ahí, escuchando de primerísima mano, las bromas, los comentarios, las ideas, las ganas y el entusiasmo de ambos por ese retorno. La merienda terminó, y ambos se fueron a la habitación del departamento que funcionaba como estudio de grabación. Antes de encerrarse allí, Charly se asomó al living y me invitó a verla. Vi un piano vertical, un grabador gigante de cinta abierta, una consola enorme con un micrófono, guitarras, bajos, un set de pads de batería electrónica. Un verdadero Home estudio bastante equipado, una maravilla para esa época. De pronto la cosa se organizó, yo me quedé esperando en el living, y ahí yo ya no sé qué sucedió adentro, donde supuestamente estaban grabando. Mi presión moral me pedía que no me deje llevar por la “película” y que vuelva a la realidad de mi trabajo, tenía que estar atento a que Charly no se “desvíe” del tratamiento, pero yo ¿qué podía hacer? No podía meterme adentro del estudio ni interrumpirlos sin ser inmediatamente eyectado para la salida siguiente, y lo que más me importaba era que Charly estuviera contento conmigo y quisiera seguir saliendo en mi compañía. Decidí, pragmáticamente, no ser un policía y esperar pacientemente a que terminaran de grabar. Después de un rato abrieron la puerta y Charly me llamó a la habitación. Me mostró lo que había grabado. Era una parte de piano de la canción que después se conocería como “Vampiro”. ¡Charly me había invitado a escuchar lo que acababa de hacer! Eso me relajó y comencé a disfrutar a pleno de lo que estaba viviendo como fan: tenía la oportunidad de convivir con Charly varias semanas viéndolo trabajar y vivir, y saber de primera mano cómo vive el día a día el Rock Star de habla española más importante del mundo. Esa noche volvimos a la clínica, y de ahí, después de despedirme de Charly, volví a mi casa a contarle a mi novia lo que acababa de vivir.

TRES

Llegar a la clínica era como retornar de mi vida normal a la filmación de una peli estilo Anochecer de un día agitado de Los Beatles. En la clínica se nos dijo que debíamos tener cuidado y estar atentos porque los paparazzi estaban merodeando, ya se rumoreaba que Charly estaba internado allí, y aunque el secreto se trató de mantener a rajatabla, era Imposible evitar las filtraciones. Ya había pasado un mes y medio de su internación, y a la segunda vez que salimos fuimos fotografiados. Yo fui caratulado como “un amigo” de Charly. Recuerdo que alguien me alcanzó un ejemplar de una revista de chismes de la época, la revista Flash, un pasquín horrible, con una foto en la tapa, en la que aparecíamos Charly y yo, a unos metros de la puerta de Villa Guadalupe. Me acuerdo una camisa que yo llevaba ese día, que me gustaba mucho. Ese día no había grabación en la casa de Pedro, y Charly decidió ir al cine. Fuimos a un cine que estaba en Santa Fe y Callao, sobre Santa Fe, frente al otro cine que hoy es la librería El Ateneo. En aquel tiempo estaba en cartel La pistola desnuda 2 ½, Charly decidió verla, tomamos un taxi, llegamos. Esperamos a que la peli estuviera recién empezada, sacamos los tickets, entramos en medio de la oscuridad. Charly me dijo que era para que no lo reconocieran y lo dejaran tranquilo. Aquellos tiempos eran de una popularidad impresionante, caminábamos por la ciudad yendo por las calles laterales a las avenidas principales de la zona de Palermo, aquellas lo más desiertas posibles, y aun así lo paraban casi a cada paso para pedirle autógrafos, tanto señoras y señores, como jóvenes, niños y adolescentes. Todos querían acercarse, hablarle, pedirle una firma, aunque sea sobre un papel improvisado, tipo papel de diario y Charly, de buen humor, los atendía a todos. No sé si lo hacía estratégicamente (yo seguía estando ahí, representando a la clínica, y él necesitaba el alta lo antes posible) o de verdad. He visto a Charly en otras situaciones a través de los medios, en donde su furia era incontenible, pero en aquellos días era muy amable de verdad, muy tierno, un ídolo que atendía a sus fans con mucha onda y consideración. De todos modos, trataba de evitarlos en masa lo más que pudiera.

Aquella salida en la que fuimos al cine, pensé que la peli que mirábamos no era tan graciosa, algo obvia para mi gusto, pero él se reía a carcajadas, casi a los gritos, en medio de la oscuridad en un cine repleto de gente completamente ausente de que ahí, entre ellos, estaba el gran Charly García. Me sorprendían esas carcajadas, me parecían desmesuradas, más bien descargas catárticas. Un tipo que vio el mundo como Charly y que lo retrató con la agudeza de sus canciones no podía reírse de algo que de tan anunciado surtía casi el mismo efecto que la explicación de un chiste, pero ahí estaba, como un niño al que le hacían morisquetas. Cuando la peli terminó, nos levantamos, o mejor dicho, él se levantó y salimos casi corriendo mientras, con las luces encendidas de la sala, empezaron a reconocerlo en cadena. Se fue formando una especie de remolino de gente que se autoarengaba gritando que ahí estaba Charly, empezando a correr hacia nosotros. Charly me apuró: “dale, vení, vamos a tomar un taxi”. Terminamos corriendo hacia la esquina de Santa Fe y Callao en busca de la salvación mientras desde atrás una pequeña multitud nos seguía. Cuando conseguimos el taxi nos zambullimos adentro, y ahí sí, Anochecer de un día agitado en vivo. La vida beatle. El rock and roll que los muchachos de Liverpool habían inaugurado nos envolvía, y yo sin comerla ni beberla. Por supuesto, que el taxista empezó a mirarnos y, después de unas cuadras, de pronto le dijo a Charly: “¿vos sos Charly?”

CUATRO

Nueva salida de la clínica con el auto con chofer pagado por la compañía grabadora, vamos rumbo al home estudio de Pedro en Belgrano. Estamos a fines de agosto de 1991, nos subimos en la parte de atrás de un Ford Falcon último modelo, todavía existían en aquel momento. Charly me ofrece unos dulces de los que parecía fanático, las conocidas “vaquitas”, unos cuadraditos de dulce de leche muy ricos, le agradezco el ofrecimiento, pero le digo que no quería. Justo en ese momento en la radio del auto pasan un tema de Queen. Había rumores muy fuertes de que Freddy Mercuri estaba enfermo, muy mal, pero no hablamos de eso. Charly dijo al escuchar la voz de Mercury: “es una grasa, pero cómo canta”. Yo esbocé una sonrisa. Queen era una de las bandas que más me gustaba, y había ido a verlos a Vélez en 1981, cuando por primera vez pisaba suelo argento una banda internacional con un espectáculo de nivel superlativo y una calidad jamás vista. Lo de “grasa” para Freddy no me parecía tan desatinado, pero el reconocimiento a su voz, viniendo de él, autorizó mi gusto por Queen y se convirtió en una suerte de satisfacción personal. Llegamos a lo de Pedro, esa vez no hubo merienda, era un poco tarde y fueron directo al grano. Además, ese día, esperaban un invitado muy especial. Prepararon la sesión hasta que sonó el timbre y el asistente bajó a abrir. Yo no supe de quien se trataba hasta que lo vi entrar: Gustavo Cerati estaba ahí, delante mío, en ese living-sala de espera en el que yo aguardaba pacientemente a que terminaran las grabaciones. Él llevaba en la mano una guitarra enfundada, lo vi entusiasmado. Verlo me dio una sensación rara, le miré el pelo, me dio la sensación de que se estaba quedando pelado. Charly y Pedro salieron del estudio y lo saludaron afectuosamente, se hicieron chistes, luego me lo presentaron y me presentaron. No sé si esas presentaciones que hacían de mí eran “advertencias” en código para que no sucedieran cosas que resultaran ser una “cagada” para el tratamiento, o si en verdad eran pura amabilidad y buen trato. Muy probablemente ambas a la vez. Dejaron la puerta abierta del estudio mientras conversaban y yo escuché todo. Le mostraron la canción sobre la que deseaban que Gustavo ponga una guitarra. Se trataba de “Vampiro”. Recuerdo el comentario que hizo Gustavo, después de escucharla: “Que bonita página. Muy Charly”. Después cerraron la puerta y se dispusieron a grabar. 

Me fui enterando con el correr de los días que casi todos los invitados del disco ya habían pasado por allí, solo faltaba Cerati, y ahí estaba yo, presenciando el día en que grabó su solo de guitarra para “Vampiro”. Sandro, Alfredo Alcón, Jorge Luz habían pasado por esa misma sala de grabación antes de que Charly fuera internado. La grabación estaba en sus toques finales, y el disco debía estar terminado en setiembre para ponerse a la venta antes de fin de año. Recuerdo el comentario entre Pedro y Charly acerca del día que vino Sandro después de haber logrado que saliera de su mansión para acercarse hasta lo de Pedro para grabar la versión de “Rompan todo”. Dijeron que lo habían filmado en secreto mientras se movía espasmódicamente cuando cantaba. Vaya a saberse si eso fue así y si esa filmación aún existe. En esos comentarios todo sonaba muy cierto, y en ellos había admiración hacia esa figura y una satisfacción muy especial por haber logrado mover a semejante monstruo sagrado desde su bunker hasta el barrio de Belgrano.

CINCO

Llegaba la finalización del disco, y una salida me sorprendió porque no íbamos a la dirección de Pedro, sino a la compañía grabadora. Pedro lo pasó a buscar a Charly por la clínica en su Ford Sierra y nos dirigimos a la Sony Music. Recuerdo que los esperé mientras se reunieron con un directivo de Sony, y también recuerdo la satisfacción que ambos tenían al salir y en el viaje de regreso, estaban contentos, se ve que habían logrado negociar lo que querían. Me gastaban, como si yo fuera Spinetta (yo era bastante parecido al Flaco en aquel tiempo) y me decían —haciendo una especie de roll playing— que habían conseguido un contrato en mejores condiciones que las mías. Se reían con picardía, pero sin malicia. Amaban al Flaco. En una merienda de las que tuvimos antes de que comenzaran las sesiones de grabación, recuerdo el comentario de la noticia de que Spinetta acababa de ser padre nuevamente. Lo tenían muy presente.

SEIS

En una salida Charly decidió ir a un bar que aún existía en aquel momento, el Open Plaza, de Libertador y Tagle. Nos sentamos en una mesa y empezó el desfile. Gente de otras mesas que se levantaba y lo venía a saludar y a ofrecerle proyectos. Un tipo se acercó, lo saludó, se presentó y le extendió una tarjeta, hablándole de algo así como hacer una película para el retorno de Serú, no recuerdo bien el detalle. Charly era un tipo constantemente interrumpido, pero él no estaba a disgusto con esa situación. No había momento en que pudiera estar más de dos minutos sin que alguien o algo lo requiriera. Y eso que estábamos lejos, lejísimos de sueños, delirantes para entonces, como internet o los celulares. Yo me quedaba ahí, esperándolo, observando las situaciones. Simplemente yo estaba ahí como testigo, o recibiendo algún comentario suyo. En otra salida fuimos a su departamento, primera vez que volvía luego de un par de meses, el teléfono sonaba y sonaba casi de forma constante. Zoca lo atendía y filtraba las llamadas. Si no directamente cortaba. Charly estaba por ahí, y yo otra vez, en el living de su casa, esperando. Me presentó a Zoca, una morocha linda, muy amable. Recordaba la tapa de Peperina, diez años antes, y la comparaba. Se notaba que había pasado una década y ya no tenía esa cara de niña con la que aparece en la foto de tapa. Tuvieron una pequeña discusión, un intercambio tenso de palabras, porque Charly se había enterado que mientras él estaba internado, Zoca había salido con alguien. Celos. ¿Rock and roll o simplemente amor?

SIETE

Charly estaba por cumplir cuarenta años. Y justo en ese punto de su vida se inició la saga de internaciones que irían progresivamente empeorando su salud hasta lo que públicamente aconteció en el invierno de 2008, cuando se lo llevaron a la fuerza a una última internación en la que intervino como “salvador” y depositario de fe judicial su antiguo “enemigo” Ramón “Palito” Ortega. No sé si motivado por mi tendencia a leer en los seres humanos ilaciones “finas” que conecten aparentes partes dispersas de sus vidas, cual “hilos de Ariadna” que nos revelan una lógica invisible, una lógica por fuera del sentido común, yo no podía dejar de conectar esa internación primera en Villa Guadalupe con su inminente cumpleaños de cuarenta. Mientras vivía lo que vivía con él, entraba y salía de la película del “sueño del pibe”, se me presentaba una idea que de algún modo me involucraba en lo que estaba pasando. Pensé que Lennon había sido asesinado apenas un par de meses después de cumplir cuarenta. Y que Lennon era alguien muy importante para Charly, algo así como un padre, un guía, una orientación. A partir de los cuarenta, Charly sería “más grande que Lennon”, y ya no habría para él más referencia viva que emular a partir de allí. Desde ese momento, después de los cuarenta, sería definitivamente huérfano. Su padre había muerto en 1982. Y éste, el padre que se supo conseguir, llegados los cuarenta, acababa de convertirse definitivamente en un fantasma. Estaba solo. Solo de verdad. ¿Cuándo ya me empiece a quedar solo?

Obviamente, nunca le dije nada de esta “teoría”, no me animé, o lo pensé demasiado. Intuyo que no le hubiera caído bien. De todos modos, tampoco tuve la oportunidad. En el mundo de Charly, en la lógica beatlemaníaca en la que vivía (y vive), no hay tiempo para escuchar nada o casi nada, solo hay interrupciones permanentes, demandas, requerimientos, admiradores, gente que quiere acercarse al ídolo para tocarlo, para pedirle algo, para buscar hacer negocios con él, salvo sus colegas queridos, Pedro, Gustavo, el Flaco, David (que estaba en Miami, comunicándose permanentemente con el dúo de Tango 4). Si yo le hubiera dicho algo de eso que pensaba, ¿hubiera cambiado algo? No importa, no era mi función. Yo estaba ahí solo para cuidar que Charly no se drogue, no se desvíe de los parámetros del tratamiento de la clínica de lujo. Y solo estaba “viendo” pacientes, era mi práctica iniciática. Y yo me inicié nada menos que con Charly García.

Y si ahora fuera a ver a Charly y le preguntara si él creía que hubo una relación entre la edad de Lennon al morir y su primera internación de una serie que lo vería yendo barranca abajo hasta su estabilización actual, ¿qué me diría? Tal vez hoy sería demasiado tarde, o tal vez esa pregunta, formulada hace 30 años, hubiera desatado otra serie de pequeños acontecimientos internos que lo hubieran podido ayudar a desviar ese destino, quién sabe. A menos que “el loco” fuera yo, no creo que estas ocurrencias se me presentaran en absoluta soledad. Solo fue posible pensar eso en la relación que tuve con Charly durante esos meses, sin dudas. A menos que yo estuviera loco… pero como yo trabajaba en Villa Guadalupe, la clínica del Dr. Kalina, y según los parámetros del doctor, si estaba ahí era porque no estaba loco, entonces…

OCHO

Último día con Charly. No recuerdo nada en absoluto de la última salida, salvo la parte final, cuando estábamos volviendo a la clínica en el auto de la compañía grabadora y su chofer. Se acababa “la fiesta” y desde ese momento tendría que volver a vérmelas con pacientes “normales”. Charly ya tenía su externación garantizada, y en los meses siguientes se dedicaría a promocionar Tango 4, volver a tocar con su banda (que rebautizaría “Los enfermeros” por no poder ponerles “los AT”, no quedaba bien al decirla, no tenía cadencia. Yo lo sentí como un homenaje) y al retorno de Serú Girán. Muchos proyectos, mucho movimiento, mucha actividad, como siempre. Nada había cambiado para él, salvo una desintoxicación efectiva, de momento. Era el regreso a su amada vida de estrella del rock and roll. Jamás creí ni me importó, verdaderamente, si Charly estaba “curado”, porque pasarse unos meses en una clínica que solo busca asegurarse que vuelva cuando guste no “cura” a nadie. Y en su caso la cura yo apostaba que pasaba por algo de eso que yo me quedé con ganas de decirle sobre Lennon y los cuarenta años. No importa, cuando me tocó dirigir, a posteriori, los tratamientos de mis propios pacientes, nunca más me quedé pensando sobre algo que no dije, y siempre me las arreglé para tener una estrategia para decir lo que tenía que decir y que al otro le sirva. Pero con Charly, no pudo ser así. No era un tratamiento, era un acompañamiento, y Charly era un rockstar. Creo que él estuvo contento con mi trabajo. Ese último día, cuando volvíamos con el auto por la calle Soler, desde Palermo me comenta que sobre esa calle había una pensión —y me señaló el lugar— en el que había convivido con María Rosa Yorio en los tiempos de Sui Generis. Me lo dijo con algo de nostalgia. Ese dejo de nostalgia se repitió casi al llegar a la esquina de Soler y Scalabrini Ortiz. Ahí, a bocajarro me preguntó: “¿Te gustó ver la trastienda de cómo se graba un disco?” Y ahí lo comprendí todo: Charly me había elegido para premiarme como fan, me había regalado la oportunidad de acompañarlo para ver cómo se grababa un disco. Una ternura de tipo. Un amor.

Yo le había avisado a Cynthia, mi novia, que me espere a la hora de llegada de mi salida con Charly en la puerta de la clínica, para saludarlo, y ella vino con una amiga. Al dar la vuelta en la esquina de Soler y Scalabrini, las vi paradas ahí. Le digo a Charly cual era mi novia. Él abre los ojos. “¿¿¿Esa es tu novia???”, me pregunta, como un lobo. Le gustan las minas, sí. Bastante. Bajamos del auto, Charly saludó a mi novia y a su amiga con mucha amabilidad, y entramos. Nos despedimos. Fue la última vez que lo vi en persona hasta hoy.

NUEVE

Mi vida en esos primeros días posteriores fue como si estuviera atravesada por la abstinencia a una droga muy poderosa. Todo lo que veía era gris, mediocre, bajón. Pacientes mediocres, cotidianeidad mediocre, vida que de una película beatle había pasado a ser un video de VHS clase Z. Pero el momento pasó enseguida, y toda mi experiencia con él la sentí como una anécdota inspiradora, como una oportunidad única que viví porque había abierto la boca en el momento oportuno: le había dicho a Charly que “Amo lo extraño” era un tema suyo. Lo dije y tuve premio. Quedó en el tintero mi hipótesis sobre Lennon. Pero la vida, a la vez, es un extraño rulo que vuelve a ciertos lugares solo para hacer la diferencia. Veremos.

A los pocos días de que Charly salió externado, fue su cumpleaños. Yo tenía el número de teléfono de él, y me animé a saludarlo. Pensé que me atendería Zoca y que me filtraría como un llamado más de los cientos que recibía por día, y no pasaría de ahí. Efectivamente, me atendió ella, pero, para mi sorpresa, le pasó el teléfono a Charly diciéndole mi nombre. ¡Habían pasado unos días y Charly todavía se acordaba de mí! Me atendió amablemente, me llamó por mi nombre, agradeció mi saludo, y ahí terminó todo. Y también terminó mi relación con el ídolo de mi adolescencia. Algo había cambiado para mí también y, como él, ahora me sentía más solo, tal vez sin ídolo, pero más real. Sigo amando su música, su lirismo, su poética, su arte. Pero amar no es idolatrar. Y creo que a partir de ahí aprendí a amarlo de verdad. Amo lo extraño.

* Foto: Al salir de la clínica Villa Guadalupe y hasta 1994, Charly tuvo una banda. Le puso Los Enfermeros.

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