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27-08-2020 Notas

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Por Guillermo Fernández

En la antigüedad el libro poseía el mismo alcance que el disparo de un arma o un virus. La lectura era un privilegio de las clases instruidas, aquellas que, supuestamente podían discernir, ver entre las letras aquello que provocaba la sin razón. Con ese poder, la élite de los faraones, los cónsules y magistrados griegos y latinos disponían qué palimpsesto o que página contribuía al decálogo del ciudadano disciplinado. 

La historia nos ha enseñado de pliegos que el poder temporal ha censurado. El mismo cura de la Mancha, vecino de Don Quijote, ha quemado literatura “contraproducente” al equilibrio. Ese momento, el siglo XVII, fue la novela de caballería el blanco de ataque. Las aventuras en busca de territorios y de conquistas de doncellas alteraba aquello que quizá ya venía perdido desde el comienzo. No convenía un mundo que tropezaba con odres y molinos de viento como gigantes: una de las tantas razones de por qué lo desmesurado podía ser peligroso y atentar contra el menos común de los sentidos y crear un universo con leyes diferentes y pautas de convivencia no tan ceñidas por la civilidad.

¿Qué se entendía por leer?  ¿En qué consistía la eficacia de la censura? ¿Cómo llegaban a los lectores los libros secuestrados?

La lectura “clandestina” consistió en un modo de preceptiva parecida a la de Aristóteles, a la de Horacio y a la de Boileau. Se leía a escondidas, a la luz de una vela y en un altillo con mugre y trastos viejos. Había manera de “leer” entre renglones. Quevedo y Góngora lo sabían, porque la lectura consistía además de una estrategia, en una confesión de parte. 

Corrieron los tiempos, pero nunca las llamas. 

En el siglo XX, Bradbury dispuso una legión de bomberos para quemar textos. Pero hubo mecanismos más sutiles que la combustión. Huxley pensó en el “soma” para adormecer la voluntad; Arlt creó a Silvio Astier para robar y leer a su antojo y el Gran Macedonio, parafraseado por Piglia, la máquina de contar, como reniego al límite de la hoja. 

Se podría seguir con la lista, crear un catálogo de aquellos que defendieron la letra en contra del letargo, de la lectura tan rápida que no dejaba huella, una cicatriz. Pero subsiste todavía una pregunta. 

¿En este siglo XXI qué significa leer? ¿Cuántos pasajeros en el subte encontramos con una novela entre las manos? ¿Quiénes hoy conservan el hábito de contar con un libro al lado de la cama para dormirse con un personaje? 

El cine ha cautivado las miradas en una operación de montaje que ha adelantado o desordenado capítulos de grandes novelas. Es otra “lectura” que resistió a la moda de la acción vertiginosa con pochoclo, de los perfiles perfectos que se encastraban con comodidad, que no herían demasiado la sensibilidad y que no se atrevían a protestar. 

La censura, entonces, se valió de los premios, de una gran Disneylandia con alfombra roja que intentó transformar la batalla de El acorazado Potemkin en barcos pirata en donde la peripecia era una estrategia de hombres musculosos y mujeres bien dotadas. Las batallas consistieron en juegos de TEG con territorios poblados por malos, seres deformados por la “maldad” fenotípica del extranjero peligroso y con malas intenciones. 

Los concursos literarios también hicieron lo suyo. La conquista de lectores pasó a ser un enfrentamiento con sintaxis “entreverada” que cerraba novelas a vuelta de la primera página. Lo complicado se convirtió en académico y para élite. En la actualidad nos costaría ver a un Adán Buenosayres atravesar Villa Crespo para remedar la epopeya de Virgilio. 

Dudo si es urgente leer a Leopoldo Marechal. Sí creo con firmeza en obras fundantes y no en “artificios” de artículos de revistas especializadas (otra forma de echar al fuego). 

Es conveniente recordar como síntesis un verso de Jean Anuilh en su versión de Antígona en boca del protagonista que presenta al resto de los actores. Cuando se refiere a los que cuidan el edicto de Creonte dice:

(…) “Ellos son guardias. No tienen imaginación” (…)

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