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Por Luciano Sáliche
Soñar con cuadrados. Hay páginas en internet que dicen que soñar con cuadrados significa seguridad, equilibrio, estabilidad. Otras dicen que simboliza un marco de referencia positivo. Son deducciones muy vagas, demasiado generales, lo único que buscan es tranquilizar al que se hace esa pregunta obsesiva. Ocurre lo siguiente: si el cuadrado es una figura geométrica cerrada, acabada, equilátera y perfecta en su configuración de cuatro lados iguales, ¿por qué generaría tranquilidad? ¿No es acaso la mejor forma de representar un encierro? No hablo de la cuarentena o el aislamiento social. Bueno, tal vez sí, pero quiero ir más allá.
En un pasaje de It, Stephen King habla del miedo y de la ofensa. Imagina, narrando en segunda persona, en esa interpelación directa con el lector, “una grieta que se abre en tu pensamiento y si miras dentro de ella ves que allí hay cosas vivas, cosas con ojos amarillos que no parpadean y que huele muy mal en esa oscuridad. Y al cabo de un rato acabas por pensar que tal vez haya todo un universo distinto allá abajo, un universo donde hay una luna cuadrada en el cielo, donde las estrellas ríen con voces frías”. El mundo es curvo, redondo, polimorfo. Una luna cuadrada en el cielo es terrorífico.
Hay una ¿balada digital? de Catupecu Machu de 2002 que dice: “Todo es así / cuadros dentro de cuadros / siempre un final sin fin…” La melodía es preciosa y la forma en que Fernando Ruiz Díaz la canta da una sensación de nostalgia, de tristeza gustosa. Como si se riera del encierro infinito de los cuadrados. En el videoclip, los tres músicos bucean desconcertados tras una mujer desnuda. Sobre el final, ella termina dentro de una burbuja. No sólo está atrapada en el agua, ahora además está en una burbuja. Hay algo disruptivo en la forma esquemática del cuadrado que le discute a los pliegues danzantes del universo. Sin embargo, no parece ser esa la silueta de una emancipación.
Ícono de mi tiempo
A Kazimir Malevich le gustaban los cuadrados. Podía quedarse horas observando el trazo de la siembra sobre la tierra y siempre tenía la misma sensación: esas líneas rectas no eran tan rectas: se movían. En la Rusia zarista de fines del siglo XIX no había demasiado para hacer, entonces estudió Agricultura. Le gustaba el campo, el oficio, los animales, el paisaje. Le gustaba tanto que en los ratos libres se ponía a dibujar las llanuras interminables, algunos relieves al fondo, la textura de los árboles y a retratar a los campesinos. Al principio siguió su instinto y buscó representar la naturaleza lo más objetivamente posible, pero de a poco se volcó al impresionismo. Como si intentara emular con el óleo los movimientos imperceptibles de las líneas.
Su metamorfosis se aceleró al adentrarse en el fauvismo, el expresionismo, el cubismo y fue dejando atrás esa objetividad inicial. En el verano de 1913 consiguió empleo como diseñador de escenografías en una obra de teatro titulada Victoria sobre el sol. Sobre el telón pintó su obsesión: un cuadrado, eso que llamaba “el ícono de mi tiempo”. En 1915 lo llevó al lienzo creando ese símbolo casi religioso para cualquier artista moderno, la representación absoluta del color y la forma, de la muerte y el vacío: Cuadrado negro. Esta obra marcó el nacimiento del suprematismo, “la supremacía del sentimiento puro en el arte creativo”. O mejor dicho, el movimiento suprematista nació con la muestra titulada Última Exposición Futurista: 0,10 donde Malevich colgó treinta y nueve obras abstractas y las presentó como el nuevo realismo pictórico.
Pero los aplausos a ese gesto trascendental duraron poco. Con el desarrollo de la Unión Soviética, las cosas cambiaron y la propuesta del suprematismo no le interesaba al estalinismo que prefería al realismo socialista como la manera oficial de expresar la creatividad artística y representar el espíritu comunista: trabajadores en el campo y en las fábricas, debatiendo en asambleas y en soviets, organizados colectivamente y formando esa patria que soñaron Lenin y Trotsky. En cambio Malevich planteaba otra cosa: una concepción metafísica: poner al arte en tensión permanente con las convenciones estéticas de la época.
En el otoño de 1930, la NKVD lo acusó de espionaje y pasó tres meses en la cárcel. Cuando salió, siguió pintando, aunque siempre tuvo la convicción de que su gran obra ya había sido creada. De hecho, el Cuadrado negro lo recreó en varias ocasiones. ¿Habrá sentido, cada vez que lo pintaba, que estaba desequilibrando el equilibrio, llevando a la pintura a su grado cero, poniendo al sentimiento por encima del arte? Murió en 1935 de cáncer, a los 57 años, en Leningrado. Un Cuadrado negro fue puesto en la cabecera del sarcófago durante su funeral.
Geometría glaciar
Cuando Rothko se acostaba a dormir, cerraba los ojos y soñaba con cuadrados. Pero no negros. Los veía con bordes irregulares y arrebatados de color. Así son sus obras, a las que titulaba con un número o con colores, como para no generar una interpretación forzada en el espectador. “Dicen que hay que pararse frente a una tela de Rothko como frente a un amanecer —escribió María Gainza en El nervio óptico—. Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente. Frente a Rothko una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es: puta madre”.
Mark Rothko nació en Letonia, Imperio Ruso, en 1903, bajo el nombre de Marcus Rothkowitz. Su familia era judía, pero sus tres hermanos recibieron una educación pública y laica, salvo él, que a los cinco años ingresó en un Jéder para estudiar el Talmud. Creció en la Rusia zarista de la incipiente violencia antisemita. En 1913 emigró con su familia a Estados Unidos. Estudió muchas carreras, las abandonó a todas y se fue a Nueva York. Allí ocurrió lo que algunos idealistas llaman revelación artística. Por insistencia de un amigo, asistió a una clase de pintura. El primer día, cuando llegó, estaban pintando a una modelo desnuda. “En ese momento decidí que esa era la vida para mí”, contó después, según se recoge en su biografía escrita por James Breslin.
Primero autodidacta, luego aprendiz. Su estilo maduró cercano entre el surrealismo y las formas biomórficas. Le interesaban los cuadrados. Algo en el universo estallaba cuando dibujada esas geometrías. En 1947 comenzó a pintarlos con capas finas de color y sus composiciones tomaron la forma de dos rectángulos confrontados. Se convirtió en un hito y dividió al escena artística. Fueron los años en que, además, su vida entró en un proceso corrosivo: se separó, perdió amigos y empezó a beber como nunca. Sin embargo su creatividad estaba en un apogeo. Más se autodestruía, más obras creaba. Su obsesión eran esos cuadrados desbordados de colores vivos. ¿Sentiría acaso, como Malevich, que con cada trazo rompía el equilibrio del mundo?
Y en la cumbre del éxito, en el pico del expresionismo abstracto, desde allá arriba, decidió saltar. Su amigo Dore Ashton lo describió así: “muy nervioso, delgado, inquieto”. A principios de 1968, Rothko fue diagnosticado con un aneurisma leve. No tomó ninguna recomendación de su médico, salvo una: pintar obras más chicas. Mientras tanto, la depresión hacía su silencioso trabajo. Un día de 1970 en que el planeta gozaba de su redondez, Rothko tomó un cuchillo y se tajeó profundamente la muñeca derecha. Murió acostado sobre un charco de sangre dentro del cuadrado de su cocina. Como si estuviera dentro de su obra. No dejó nota de suicidio. A veces no hace falta despedirse.
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