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Por María Martha Chaker y Nahuel Krauss | Portada: Luca Pierro
El dolor de no sentir dolor.
En La virtud indicativa, Germán García comenta Estación terminal, uno de los relatos con que Bernardo Kordon compone Manía ambulatoria: “Me estoy muriendo, aquí tirado en el sofá y tengo miedo de la crueldad de las cosas. Me rodean con la imposibilidad de quienes desconocen la muerte. Yo parto y ellas se quedan y nunca solas”. Las cosas son inmortales. El cuerpo no. Y las cosas, subraya García, solo pueden designarse como inmortales por alguien que se sabe mortal. Se deduce de esto que la palabra muerte es previa a la idea de inmortalidad, que se propone como negación de la primera. El lenguaje introduce la muerte, y “en la vida (de los sentidos) se descuenta esa operación. El cuerpo convierte al sujeto en gallina (cobarde) porque lo anuda a un absurdo amor a la vida”. Avancemos respecto de este absurdo junto a la cobardía -depresión- que le es propia, partiendo de una conclusión provisoria: de nuestra relación a la muerte dependerá nuestra actitud hacia ella, y de esta, nuestra actitud ante la vida.
El rechazo de las cosas de la muerte, reducida está a su literalidad, empuja al hombre a una existencia absurda, melancólica, tediosa por la cobardía respecto de sus actos. La muerte no es solo lo que se lleva la vida, sino también, lo que lleva hacia ella. Es decir, es al hecho de que vivimos de ser mortales aquello a lo que debemos la existencia, y las consecuencias de su rechazo harán de la vida un tiempo a sacarse de encima -como quien dice “matar el tiempo”-, una sucesión de hechos que, pasando por delante de los ojos, jamás devendrán experiencia. Lo mismo sucede a la palabra. En efecto, la introducción de la muerte restituye la economía libidinal de una palabra que sin aquella carece de consecuencias. ¿Qué sentido tendría hablar –y no solo en un análisis- sin el espacio que instaura el silencio, sin saber que ese lugar puede perderse -condición necesaria para poder habitarlo-, sin saber que una sesión terminará, más o menos, de modo imprevisible, a partir de algo dicho? Es aquí donde el tiempo de la eternidad se fisura y puede ser habitado un decir con consecuencias, que es un decir que no tiene que ver tanto con el de quien habla a otro de “si mismo” como de “él mismo”.
Retomando, no hay sociedad que no haya elaborado sus propios ritos para enfrentar lo que la muerte tiene de inquietante. Debemos domar aquello que Freud definió -junto al sexo- como irrepresentable, hacerlo entrar en el dominio de lo social. Así, Louis Vincent Thomas ha dado cuenta de este hacer entrar en su desgarradora Antropología de la muerte, donde observa que “el negro africano reduce al mínimo la magnitud de la muerte al hacer de ella un imaginario que interrumpe provisoriamente la existencia del ser singular. El negro la transforma en un hecho que solo incide sobre la apariencia individual, pero que de hecho protege la especie social (creencia en la omnipresencia de los antepasados, mantenimiento del filum clánico gracias a la reencarnación), lo que le permite no solo aceptar la muerte y asumirla, y más aún, ordenarla (…) integrándola al sistema cultural sino también situarla en todas partes (lo que es la mejor manera de dominarla), imitarla ritualmente en la iniciación, trascenderla gracias a un juego apropiado y complejo de símbolos. En suma, el negro no ignora la muerte. Por el contrario, la afirma desmesuradamente”. La afirmación de la muerte es filiación, introducción en la trama generacional, reconocimiento de una deuda simbólica sin la cual la vida se reduce a un puro vacío. De nuestra actitud ante ella dependerá vivir -o no- en el absurdo, en un vacío fuera de tiempo, cuyo ostracismo melancólico no se confunde con la nostalgia ni la dignidad de la tristeza.
Pero hay un abismo de distancia entre nuestra actitud ante la muerte y la del negro de África. Los ritos que antes permitían amortiguar la presencia inquietante de ese resto llamado cadáver se han vuelto difusos. El cadáver mismo cobró otra significación, en tanto el aparato simbólico con el que dominábamos a la muerte ya no goza de eficacia. Apenas quedan vestigios del “más allá”. El capitalismo, como religión, al paraíso lo promete en tierra. La muerte se sitúa, ahora, en el “más acá”. Si en la edad media la descomposición del cadáver era supuesta en el después de la muerte, el siglo veinte -sobre todo en su segunda mitad-, con su culto al cuerpo y su imagen, la sitúa previa a aquella. Recordemos aquí que, en El malestar y la cultura, el deterioro corporal es ubicado por Freud como una de las tres fuentes de sufrimiento del hombre: “(…) cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia” –es esto último lo que que se ve cuestionado actualmente, lo retomaremos en breve.
El envejecimiento del cuerpo se vuelve ahora un destino nauseabundo, el viejo -podrido o verde, si es que todavía queda algo de vida en él- ya no es tanto portador de saber y experiencia como de un cuerpo en vías de putrefacción. Así, el tabú de los muertos nos presenta su cara más grotesca, y la cosmética deviene una ciencia imprescindible. Por cierto, el joven no sabe que es joven, puede saberse lindo, pero no joven. Eso comienza a saberse cuando lo joven -en especial la piel- empieza a gastarse, como con todo. Y la vitalidad disminuye, no tanto por una cuestión biológica como depresiva. La depresión de quienes quieren volver el tiempo atrás. O peor, la de quienes rechazan el “fue” del tiempo –lo que pasa con el tiempo es que el tiempo pasa, afirmó Heidegger leyendo a Nietzsche-, como la ciencia, en especial la cosmética. Pero la juventud no es vida más que en una fantasía, por lo que existirán viejos de treinta, rígidos, tiesos, y jóvenes de setenta, que son los que dejan a la juventud en paz, por haber sabido vivirla.
En consonancia con lo dicho por Vincent Thomas, en sus Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte Freud afirma que “nos pretendíamos dispuestos a sostener que la muerte era el desenlace natural de toda vida, que cada uno de nosotros era deudor de una muerte a la Naturaleza y debía hallarse preparado a pagar tal deuda, y que la muerte era cosa natural, indiscutible e inevitable. Pero, en realidad, solíamos conducirnos como si fuera de otro modo. Mostramos una patente inclinación a prescindir de la muerte, a eliminarla de la vida”. Y continúa: “esta actitud nuestra ante la muerte ejerce, empero, una poderosa influencia sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la puesta máxima en el juego de la vida, esto es, la vida misma, no debe ser arriesgada. Se hace entonces tan sosa y vacía como un flirt americano”. Es aquí donde las palabras de Freud hacen resonar lo comentado por Germán García al principio del presente texto.
En fin, solo el cobarde instinto de conservación nos hace pensar a la muerte como desgracia, ya que muerte y dolor nos devuelven a la vida. ¿Qué más insoportable para el ser humano que el paradójico dolor de su anestesia, el dolor de quien no puede sentirlo, en el sentido de tener de este una experiencia posible? No se trata aquí del dolor que el pinchazo de un alfiler pueda proferirnos -aunque existan quienes recurran al pinchazo para anoticiarse de su cuerpo- , sino en la imposibilidad de sentirlo, ya que esta imposibilidad, debe sentirse en algún lado, tan lejano al cuerpo como cercano al ser. En efecto, quien afirma no sentir, siente que no siente. Lo sustraído, ahí, no es tanto el afecto como su experiencia. El dolor hace al despertar, a la toma de conciencia de que estamos vivos, por mostrarnos como la muerte puede rozarnos. De la pasión médica, la de sus ansiolíticos, nace un sujeto anestesiado, hijo de una ideología no reconocida como tal, de una religión que no exige creyentes, y solo un muerto en vida, es decir, un inmortal, puede dar cuenta de ello al renunciar a dicho goce, tal como lo hace en Borges en, precisamente, el inmortal: “un árbol espinoso me lacero el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer”.
Lo inmortal y lo eterno.
En 1915, Freud escribe un borrador de lo que luego será Duelo y melancolía, que remite a K. Abraham. Éste se lo devuelve con extensos comentarios y sugerencias. La versión oficial del trabajo se publicó recién en 1917.
La versión del duelo presentada en este texto se puede resumir del siguiente modo: la muerte de un ser querido, en tanto objeto investido libidinalmente, mueve al yo a admitir la pérdida de dicho objeto en la realidad, a la vez que a retirar las cargas libidinales que sobre él se habían depositado. La resolución del trabajo de duelo estaría entonces en la posibilidad de colocar esa libido sobre un nuevo objeto: el objeto sustitutivo.
Esta versión, coincide con la presentada en otro artículo de la misma época, titulado La transitoriedad, o Lo perecedero, de 1916, en el que Freud concluye que el duelo expira de manera espontánea: cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo. Es entonces cuando la libido quedaría liberada para sustituir los objetos perdidos, por otros nuevos. Eso si aún somos “jóvenes y capaces de vida”, aclara.
Ese texto narra la charla que Freud tiene en una caminata con el joven poeta Rainer Maria Rilke, quien le expresaba su lamento por el carácter perecedero de lo bello. Y Freud le dice que, por el contrario, es justamente la posibilidad de que la belleza perezca, lo que le da a lo bello su condición de tal.
La primera ley no escrita de la humanidad es la ley de hospitalidad, basada en la prohibición del canibalismo. Esto supone también la prohibición de injerencia sobre el cadáver, y es la base de las primeras sepulturas que se han encontrado hacia el final del Paleolítico Medio, las cuales han funcionado siempre como marca o inscripción de la existencia de alguien a condición de que se pueda sustituir (simbolizar) la realidad putrefacta de la carne por un nombre. Que muchas de ellas sean escrituras consonánticas, casi imposibles de pronunciar en voz alta, dan cuenta de que su fin principal no es comunicar algo sino antes bien, elaborar algo.
Si bien el significante mortifica al sujeto, a la vez le permite una existencia en el símbolo, estableciendo una diferencia importante entre la eternidad y la inmortalidad. En efecto, que alguien como San Martín no haya sido eterno, no significa que sus actos no lo hayan hecho inmortal.
Más allá de la muerte del cuerpo, el significante inmortaliza al sujeto en la obra, en la memoria de los otros y en algo singularmente humano: la lápida que indica su tumba. Por eso, entre otras cosas, la figura del “desaparecido” es tan horrorosa. Así, el Marqués de Sade, que pretendía consagrar su vida al goce, pretende una “segunda muerte”, al pedir que no haya ningún nombre o indicación que recuerde el lugar donde yacen sus restos. Algo así como el reverso de Antígona, quien prefiere la muerte antes que admitir que su hermano no sea enterrado con la dignidad que establecen las leyes divinas.
Es interesante pensar que una cosa es ver un esqueleto (los huesos), desprendidos de la carne y de los órganos –la llamada “muerte seca”-, y otra muy distinta es la putrefacción de la carne. Justamente lo que está en la base de los tabúes, es esto último. Y también este problema está en la base de la dominación del cristianismo respecto del helenismo: porque Jesús resucita, sin que su cadáver haya sido corrompido. Esa posibilidad era impensada en la mente de un griego o un romano, porque la concepción que tenían de la materia no lo contemplaba.
Otro paradigma que plantea Philippe Aries es la llamada “muerte propia”. Hacia el siglo XV ya aparece lo macabro en el arte, el horror a la descomposición, primero de la vejez (el viejo ya no es un sabio, sino que es algo asqueroso) y luego a la descomposición del cadáver. Y es propio de este período la conciencia sobre la propia muerte, especialmente en el hombre occidental, poderoso y letrado.
Asimismo, los ritos funerarios se fueron modificando. Cada vez son más breves, más austeros, más solitarios. Se sustrae a los niños de esas escenas. Se opta mucho más por el crematorio que por el entierro, y el rito de esparcir las cenizas por ejemplo en una montaña o en el río, hace que se vuelva imposible ir a visitar la tumba. Geoffrey Gorer hace una comparación polémica: dice que ahora el duelo parece una masturbación: solitario y vergonzoso.
Ahora, esto no es porque la muerte resulte indiferente. Todo lo contrario. De hecho la alta tasa de muertes de viudos o viudas, o de padres o hijos tras la muerte de su familiar, indica al revés, lo traumático de la falta de ritos y de la falta del acompañamiento social en la sanción de la pérdida.
Para concluir, vale traer al caso la divertida observacion de Philippe Aries. Antes, a los niños se les decía que nacían de un repollo, pero participaban activamente de los ritos funerarios. Ahora, saben desde el jardín maternal como nacen los bebés, pero cuando preguntan a dónde está el abuelito, lo mandan a mirar las estrellas en el cielo. Concluyéndose que a mayor distensión las coerciones sobre el sexo, más se rechazaron las cosas de la muerte, cuyo resultado es el de un sexo incoloro, degradado, sin experiencia.
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