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Por Carlos G. Picco y Juan Manuel Milanesio
Un sueño
El viento sobre el océano armaba olas gigantescas, monstruosas, que amenazaban con ahogarlo todo, taparlo todo, asfixiarlo todo. Huí de allí un poco aturdido y con la urgencia de conservar la cordura.
Con el rugir del viento todavía en los oídos, noté su ausencia. Sobre el fondo inmediato del blanco de las sábanas no contrastaba su cuerpo ni lograba oír su respiración. Nuevamente ahogado me sumergí entre los pliegues, furtivo, estirando mi mano hasta sentir su calor y ese vibrar dormido de inspiraciones espaciadas. Se encontraba lejos, acurrucada en ovillo, envuelta en la tela resplandeciente. La abracé, aliviado, mientras escuchaba el aire entrar y salir con la calma de otras veces, el sonido que se percibe al apoyar la oreja en una concha de mar.
Nos vi saliendo de la casa. Desde afuera pude notar que la pintura blanca sobre las maderas del frente estaba descascarándose. Pensé que era efecto de la sal y el viento que descubrían pedazos negros del tablón humedecido del revestimiento.
Cruzamos el jardín medio reseco, aunque con manchas de verde desparramadas, por un sendero corto de ladrillo desteñido. Ella adelante, descalza, llevaba un vestido ceñido en la cintura de color lavanda, cubierto de pequeñas muecas doradas con forma de aves apenas distinguibles. El sol se hacía sentir cada vez más fuerte y el aullido del viento se escuchaba a lo lejos.
Llegamos rápidamente a una calle de tierra que descendía hacia la derecha. Parados los dos en medio de aquel camino arenoso, miramos hacia el punto en el que terminaba su recorrido. Más allá de los médanos asomaba el titán azul con sus protuberancias efímeras, altas y terribles. Espumosas barricadas que elevadas sobre el horizonte permanecían en el aire unos segundos para caer con fuerza sobre la playa, dejando oír con retraso el golpe de la embestida.
Los ojos casi cerrados por el sol pero la mirada fija y desafiante sobre aquel océano que armaba olas gigantes, monstruosas. Sentí el viento cálido en el rostro y la humedad de su mano al tomar la mía. Sentí también su empuje suave y cariñoso, el movimiento aliviado de dos. Así fue como empezamos a caminar, con la lentitud de los locos hacia ese mar en el que nos hundiríamos hasta que el primero de los dos, aturdido, cobarde, necesitase recuperar la cordura.
La vigilia
9:49am
Pedro abre los ojos, ve la almohada abollada y vacía al costado. Tiene los ojos viscosos. Es domingo. El sol de otoño, débil, atraviesa la cortina y se apaga. La sábana corrida, abierta, en triángulo, como un pañuelo. Pedro estira una pierna, siente la cama fría. El segundero del reloj y una moto que se aleja.
10:12am
Pedro desnudo se tapa la boca para bostezar. En otro gesto autómata, tantea la mesa de luz. El celular, muerto. Lo conecta y se levanta despacio. Siente un mareo de baja presión, se aferra al marco de la puerta. Es un marinero primerizo en un barco a la deriva. Patea un vaso que estaba en el piso. La cerveza caliente se derrama y hace espuma, como una ola rompiendo en una playa. Se mete en el baño.
10:15am
Sentado en el inodoro, ve gotear la canilla del lavatorio. Hay restos de dentífrico en la pileta. El vapor todavía tibio se mezcla con el perfume del shampoo que ella dejó en la repisa de la ducha la semana pasada. La cortina está húmeda. Los azulejos, transpirados.
10:20am
La cocina está a oscuras. Cuando Pedro abre la ventana, ve los restos de humo del último cigarrillo que ella debe haber fumado antes de salir. Los rayos de sol forman una columna oblicua y sólida con el humo, como un mástil. La colilla está abollada, en posición fetal, entre otras veinte, en el cenicero que rebalsa. La pava todavía tibia. El mate lleno hasta el borde con agua. Pedro enciende la hornalla.
10:24am
Pedro hojea sin interés el libro que ella dejó abierto sobre la mesa. Poemas fríos, ásperos, infinitos. Una dedicatoria de su hermana en la primera hoja. Pedro lee los primeros tres versos del poema 236. La historia de alguien que baja de un barco y recorre un pueblo con puerto hasta perderse. Enciende la radio y junta el vaso con dos colillas ahogadas en el fondo de la cerveza amarilla. El olor a fermentación y a nicotina. Con la lengua se recorre la boca seca y repasa las cosas que ella decidió.
11:09am
Se tantea el bolsillo derecho. Al fondo, con dos monedas, está el encendedor verde. Pedro mira la llama unos segundos antes de acercar el cigarrillo. Aspira, aguanta el ahogo que le produce el humo y levanta la vista. En el cielo hay tres gaviotas que parecen nadar en la gelatina azul de la mañana. Vuelan asustadas contra el viento. Se saben muy lejos del mar. Piensa que ella también es una gaviota.
11:17am
Pedro se tira de espaldas en el sillón, con los brazos abiertos. Se deja caer, se zambulle. Los almohadones soplan el aire despacio, como un fuelle. Pedro se sumerge, solo, hasta el fondo de sus pensamientos. Y el aire alrededor se vuelve denso. Escucha la música en la radio como si hubiera hundido la cabeza en agua helada. Piensa en cómo un sueño se puede convertir muy rápido en naufragio, en viento y soledad. Piensa en ella y en las perlas que brotaban de su garganta y se derramaban desde su boca. Piensa en sus ojos fríos, vidriosos, tornasolados, escamados. Sabe que no hay faro cerca. Piensa en que no quiere encender el celular, no quiere leer ese sextante. Sabe que no hay cordura en un océano de noche.
Etiquetas: Carlos G. Picco, ficción, Juan Manuel Milanesio