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14-09-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche

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¿Se puede alcanzar la perfección en el arte? Para muchos especialistas, Las meninas de Velázquez es, dentro de la historia de la pintura, una obra perfecta. Basta con recorrer cada recoveco del cuadro, pero también mirando de lejos toda la composición. Es casi un imposible. Pintada sobre el final de su vida, en 1656, cuando su estilo alcanzó plena madurez, es un óleo sobre lienzo de grandes dimensiones. Permanece en el Museo del Prado desde 1819, cuando cobró una importancia mundial.

No siempre se llamó Las meninas, el título original es La familia de Felipe IV. Fue un pedido del Rey de España para su despacho de verano. Desde el siglo XIX adquirió el nombre actual. Meninas es una palabra portuguesa que se usaba para las damas de honor que asistían a las Infantas de la nobleza. De eso se trata el cuadro, no del personaje en el centro, la infanta Margarita, hija de Felipe IV, que en ese momento tenía cinco años, sino de las dos mujeres que la asisten.

Sus nombres han sido olvidados. Son personajes anónimos, así como la dama de compañía y el guardia, ambos en la penumbra. Además hay dos personas de la corte que padecían enanismo, María Bárbara Asquín y Nicolás Pertusato (el que patea a un perro en primer plano). Al fondo, en la puerta, José Nieto, aposentador de la reina; en el espejo reflejados se adivinan los reyes; y el detalle a la izquierda, pintando un gran lienzo, el propio Velázquez. 

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¿Pueden ser contempladas las obras más allá de su contexto, como si no tuviera historia? ¿Se puede apreciar una obra en sí misma, omitiendo quién la produjo, cómo, dónde, bajo que circunstancias? Por supuesto, pero en este caso: Velázquez es Velázquez. No es un pintor de pocas obras ni de ráfagas de genialidad. Mantiene una regularidad envidiable durante toda su vida. 

Algunos cuadros impresionantes que no tuvieron la dicha de la masividad que alcanzó Las meninas: La rendición de Breda, Retrato del papa Inocencio X y La fábula de Aracne (también conocido como Las hilanderas). Édouard Manet, lo definió como “el pintor de pintores” y “el más grande pintor que jamás ha existido”. Tal vez lo sea. Y esa calificación, quiérase o no, condiciona la lectura de su obra.

«Las meninas» (1656) de Diego Velázquez

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De niño, Velázquez soñaba con ser caballero. Nació en 1599 en Sevilla, la ciudad más rica y poblada de España, así como la más cosmopolita y abierta de todo el Imperio. Fue el mayor de ocho hermanos. Su padre era un notario eclesiástico de poco dinero. El abuelo materno era calcetero, oficio mecánico incompatible con la nobleza. Digámoslo así: no tenía chances. 

Adoptó el apellido de su madre, como era común en Andalucía, y decidió que llegaría a la hidalguía con la pintura. Posiblemente todos se rieron cuando pronunció esas palabras —en general, es lo que ocurre cuando alguien habla de sus sueños—, pero como dice Pablo Cedrón en su anécdota de Hans, el alemán: ya van a ver. 

Seguro de su futuro, Velázquez se sometió a un severo camino de aprendizaje con maestros exigentes y en 1617 aprobó el examen que le permitía incorporarse al gremio de pintores de Sevilla. “Maestro de imaginería y al óleo” era el nombre del título que le dieron. Con él podía montar su tienda pública y contratar aprendices. Ahora sólo había que trabajar y perfeccionarse. 

Tenía 19 años cuando se casó con Juana Pacheco, de 15, hija de su maestro Francisco Pacheco, y al poco tiempo nacieron sus dos hijas. De a poco comenzó a meterse en los círculos aristocráticos como retratista. Fueron años y años de tratar con representantes de duques y condes, en definitiva, con burócratas, hasta que finalmente llegó al Rey.

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Cuando pintaba, Velázquez se entregaba de lleno al acto creativo. Su mente estaba, literalmente, en otra dimensión. Pero cuando negociaba a quién pintar y para quién, pensaba en su viejo sueño infantil: ser caballero. Todos querían serlo. Era común en la época. Las clases sociales eran muy rígidas y la movilidad ascendente no existía. 

A la Orden de Santiago quería ingresar, pero le pedían que compruebe que sus antepasados directos habían pertenecido también a la nobleza. El Consejo de Órdenes Militares abrió una investigación sobre su linaje, tomando declaración a 148 testigos, y el resultado fue frustrante. Finalmente la respuesta del Consejo fue: no.

Detalle de «Las meninas»: autorretrato de Velázquez

En 1659, ya había pintado Las meninas. Entonces le escribió al Rey contándole su problema, quien a su vez le escribió al Papa Alejandro VII, entonces las piezas se movieron y todo fue mucho más sencillo de lo que esperaba: el 28 de noviembre de ese año recibió el ansiado título de caballero. Pero le duraría poco. ¿Y por qué duran tan poco los sueños que finalmente se cumplen?

En 1660 el Rey le pidió que oficie de aposentador en el encuentro entre su hija, la infanta María Teresa, y su nuevo esposo, Luis XIV. Velázquez debía llegar antes y preparar todo: orden social en el pueblo, orden estético en el palacio. Y lo hizo bien, pero al volver de ese viaje, se enfermó de viruela, y al mes murió. Fue un 6 de agosto de 1660. Tenía 61 años.

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En Las meninas, Velázquez aparece con una cruz roja de la Orden de Santiago en el pecho. Fue añadida posteriormente: la obra de es 1656 y su nombramiento como caballero fue en 1659. Se dice que Felipe IV, que sabía la importancia que Velázquez le daba al asunto —¿sabría también que ese era su sueño?—, pidió agregarla tras la repentina muerte. 

Aunque hay otra posibilidad: era tanto el orgullo que sentía el pintor de haber sido nombrado, por fin, caballero, que lo que primero que hizo después de obtener el título nobiliario fue ir a trazar esa cruz roja en el pecho negro del retrato. Ya sabía que Las meninas, en ese momento titulada La familia de Felipe IV, era su obra maestra; sólo le faltaba el toque final.

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