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Por Guillermo Fernández
Una preocupación milenaria fue la consulta por el devenir. Hubo en el Antiguo Egipto sacerdotes encargados del destino de las regiones, de la época apropiada para la cosecha y de la manera de esquivar las plagas. El porvenir estaba en manos de algunos hombres con facultades de comunicarse con lo divino con el fin de transmitir al resto de los humanos las contingencias imprevistas. Saber de antemano nunca fue gratuito. Había que descifrar, leer un mensaje entrelíneas y suponer que lo oculto no es más que signos dispuestos en escala. De esta manera, las plagas lograron entenderse como presagios o castigos.
El mundo grecolatino que se cristalizó en mitos a partir de los cuales los oráculos respondían quizás los interrogantes de siempre: los resultados de las batallas personales como la de Edipo o más generales sobre la conquista de territorios en Macedonia y Persia. Con el tiempo, los más avezados en la tarea de adelantar el porvenir consultaban las vísceras de las aves muertas y, sobre esa taxidermia manual pronosticaban el éxito o el fracaso. En esa oportunidad el cuerpo se transformó en signo: la anatomía animal disecada por el sol y la intemperie avisó de aquello que estaba lejos del presente.
La literatura tuvo una participación significativa en el hecho de advertir miserias. Los autores del siglo XX no recurrieron a las togas de los sacerdotes o a las máscaras de los “protagonistas” griegos para prever el destino. Sartre describió con agudeza el mecanismo constante y eterno de la burguesía en La infancia de un jefe (1939). A Camus en su novela El extranjero (1942) le bastó un disparo en una playa de Argel para sacudir la contemporánea existencia gris.
¿En qué se modificó la preocupación del hombre antiguo y la del contemporáneo? ¿Acaso, las catapultas romanas no fueron sustituidas por el equipamiento sofisticado y las armas nucleares para sostener un presente o doblegar un futuro? ¿Los oráculos no se convirtieron de a poco en titulares de prensa?
Pese a lo afirmativo de las respuestas, hay un cambio en el origen de la consulta. Los cónsules romanos buscaban aquello que ignoraban. Hoy el futuro, indicado de alguna manera por Camus y Sartre y tantos otros, es una mezcla de pasado y presente: una actualidad que pesa y que viene de lejos.
La habilidad y, por qué no, la ceguera de Borges anticipó en sus cuentos no solo cada adoquín del barrio de Palermo, cada casona acomodada de la zona norte, sino también ahondó un binarismo grave que nos persiguió como porvenir desde siempre: civilización o barbarie. Contó con precursores, es cierto, a fines del siglo XIX. El Facundo de Sarmiento en 1845, quizá, replicó en el Baltasar Espinosa de El evangelio según Marcos (1970) del director de la Biblioteca Nacional: dos protagonistas ingenuos que supusieron que el destino les pertenecía. No requerían de consultas.
El cine y la literatura siempre hicieron fusión importante. En el año 1946 Lucas Demare convierte en película la novela de Leopoldo Lugones La guerra gaucha (1905). El propósito del director, además de buscar una consonancia difícil entre la palabra y la imagen, consistió en adelantar un concepto de Patria devastada y de acercar el pensamiento de Lugones, un arúspice de su propio final en el hospedaje El Tropezón de una isla del Delta en el año 1938. Demare logró concentrar toda la poesía de Lugones en el final de su película: un Enrique Muiño de gaucho, tocando una chaya, reclamando una supervivencia inútil de lo autóctono.
Otro ejemplo. Leonardo Favio en Crónica de un niño solo (1965) llevó al celuloide un “cuerpo”, ya diseccionado por la sociedad, en el que anunciaba que el único futuro posible estaba en nuestras manos. El orfanato para Favio fue una militancia coherente de lucha en defensa de la infancia a la deriva. Una Patria también entre barrotes y guardias; un país urgente para armar. No había chaya y el paisaje, en este caso, nunca era el campo de Lugones, ni de Demare, sino la ciudad de potrero y barro. Se crecería en los bordes. El futuro se armaba con el riesgo. Estaba a mano. No requería consulta.
El mundo se traza en una coordenada que no escapa a la idea de un futuro inmediato.
¿Se puede seguir denominándolo tan incierto? ¿Las “distopías” no parecen territorios tan lejos de lo cotidiano como el mismo hecho de subir al subte? El único pronóstico válido es la propia mirada en derredor y comprobar que el presente anticipa un enigma latente, cifrado únicamente por una vista que se rehúsa a ver, aunque recurramos al auxilio de Tiresias.
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