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Por Cristian Rodríguez | Portada: Adolphe Warner
Poética del suicidado
Ya el asilo, como figura retórica de la psiquitarización tecnocrática del siglo XIX, propone un modo de protección desmesurada, fundamentalmente inhumano, un espacio inviolable que recuerda el mausoleo o la cripta. Estamos allí en el territorio complejo de El suicidado por la sociedad, el breve y contundente ensayo de Artaud, entre la descarga estuporosa del electroshock y la fugacidad mundana de la alienación por el horror de lo contemporáneo industrial, maquínico, torturante.
“En todo psiquiatra viviente hay un sórdido y repugnante atavismo que le hace ver en cada artista, en cada genio, a un enemigo. El Doctor Gachet fue el grotesco cancerbero, el sanioso y purulante cancerbero, de chaqueta azul y tela almidonada, puesto ante el mismo Van Gogh para arrebatarle sus sanas ideas”.
El insilio, curioso dispositivo montado sobre una figura neológica que deriva de la combinación de esta lógica asilar con el exilio, propone un espacio insoportable, irremediable, entre el dolor de no pertenecer ya más a esta tierra, su huella perdida, y la desfiguración de su imagen social.
Tropiezo con el lenguaje que no deja lugar a la voz, allí donde el testimonio se hace audible y se traspasa. Déficit simbólico, ese que permitiría reconocer al desterrado tomando la voz del sufrimiento, y también déficit imaginario, no al modo del goce vampírico, en el intraespejo que promueve una seducción concomitante, una potencia de salida arrasadora, un erotismo fuera de sí y del espejo, sino atrapado en el registro del otro inefable, el otro inerte.
Este es el dispositivo de tortura persistente, el adoctrinamiento en el silencio inerte que propone la Dictadura Militar en Argentina a partir de 1976, las sensaciones aberrantes que llevan del extrañamiento al estupor catatónico, a la sombra sin sombra, en calidad de objeto no especularizable. Los ciudadanos marcados conforman el opus del campo de concentración extendido, la sala de tortura cómplice y sellada en el afuera social, haciendo de lo social su escenografía macabra y transfigurada, facilitando el despliegue de los invisibles, la materia oscura, los intocables, del desecho absoluto no temporalizable.
La condena intangible
Si en el extranjero de Camus, un ejemplo de insilio argelino, de lo que se trata es del permanente extrañamiento anticipatorio, ese que no deja lugar más que para el pasaje al acto y su asesinato totémico, en el insilio concluido, logrado, el sujeto es plausible de esta operatoria destructiva pero como objeto de ese pasaje al acto. Salvo que allí no hay destino de asesinato –no solamente-, sino condena irreversible, no desterrada, no sublimada, sino muerte implosionada, muerte adentro sin mortaja –ni otras posibles ritualizaciones figurativas de la muerte.-
En este sentido, el insilio no es sólo el paradigma de lo que se ha quedado sin voz propia y sin imagen posible del mundo, sino el proceso entrópico particular del sujeto político fuera de las márgenes del registro contemporáneo.
El informe conjetural sobre Eva Mondino pone de relieve esta dificultad estructura de tomar en el relevo de lo contemporáneo la voz de la verdad, allí donde el cautiverio en la trama del lenguaje sugerido y supletorio, incluso anodino del informe, desanuda toda relación al enigma en tanto develamiento posible, entre el enigma y su cuestión vital.
La mujer en cuestión resulta entonces un paradigma de la clausura en la relación entre narrador y verdad, entre estados perturbados y su develamiento, entre temporalización en el enigma y cisura trágica a la verdad develada.
El problema del insilio plantea así una paradoja ética respecto de la posición de objeto por aquél que está impedido de tomar la palabra. En un sentido, mecanismo de profanación –en la línea de montaje- antes que posición respecto de las tramas que evocan los discursos y las campañas totalitarias ¿Cómo recuperar en el registro eso que ha sido rechazado? Allí la literatura de Andruetto promueve una intensión.
Si lo rechazado en el exilio corresponde no sólo al terruño sino al cuerpo presente, si lo rechazado en el asilo corresponde al registro simbólico del cuerpo retenido, en el insilio aquello que se rechaza –hasta hacerse invisible- es lo propio del cuerpo en su estatuto de escritura y en su reflejo social concomitante, su despliegue instantáneo y singular en la ronda de las miradas, alrededor de los hitos urbanos, atravesando su época. En esta recuperación imposible está abocada la literatura de Andruetto.
Desmesura de la invisibilidad
En el insilio ese modo automático de funcionamiento construye una ilusión invertida, la de expulsar de la existencia los pedazos mismos de una vida y sus enlaces, respecto de los lugares afectivos, geográficos, históricos, en su compleja dimensión antropológica, hasta volverlos fragmento. Un punto ciego pero sin nadie que lo lea. No se trata del lugar esclarecido de Tiresias o Edipo en Colona, después o a partir del horror, tomando su relevo. Aquí, en el insilio, no hay decidor cierto ni vidente fundamentado. Es la dificultad técnica que resuelve Andruetto al ubicar un espacio en que el enigma se despliega y se desliza a un tiempo hacia el rumor fragmentado, no constituyendo un testimonio más que en los soplos divergentes de los enlaces en plano detalle de Eva Mondino y sus colecciones de cotidianeidad.
Pero esto promueve una confirmación sobre el fallo estructural y permanente en la organización del discurso y la comunidad, una alteración irreversible en la configuración del campo y la mirada. En los efectos de la narrativa de Andruetto pueden seguirse las trazas del mapa de este mecanismo persecutorio, propio de las políticas del exterminio. El insiliado no ha podido desmantelarlo ni siquiera ponerlo en cuestión, predomino del fenómeno que gira sobre una colección de estereotipias vanas, de rutinas cronificadas en la renegación cotidiana.
Si el desaparecido se propone como alternativa a la realización del análisis crítico del dispositivo de persecución y tortura –de manera no excluyente pero sí facilitada-, la del insilio propone la brutal paradoja del mecanismo de invisibilidad y repliegue autista.
El fin último de una política que arroje a la posición del insilio por la vía del programa del terror, es la de proponerlo como desmesura de la invisibilidad.
Negar el signo
La figura del insilio y del insiliado por extensión, supone así una aproximación por lo que no es. No sólo por su falta en ser, propia de la tensión irreductible al lenguaje que lo atraviesa, sino porque el insiliado se comporta en el universo de signos no como un cero, sino como una partícula negativa, un reverso de lo social actual, un inexistente que sin embargo insiste. Esta lógica propicia un efecto de extermino silente, antropomórfico pero a un tiempo implosivo, de predomino tanático, acorde a la monocromía del rumor solipsista. El rumor se replica y se encarna hasta desvanecer la estructura misma del lenguaje.
“Mis ojos de niño alcanzaron a orillar aquellas reuniones, donde la grapa sucumbía en el afán de humedecer aquél lenguaje seco, de palabras cortas que chocaban contra el paladar antes de salir, como si una mano invisible les apretase la garganta mientras hablaban.”
En esta novela, Julieta recorre las cartas de su madre Julia, identidad perceptiva insolada, eclipsada -entre Julia, Julieta-, la homonimia forzada que confirma la dificultad en metaforizar la huella a pesar del testimonio de lectura –y escritura, en el tropos que propone la novela como registro forzoso, lengua madre que intenta la restitución-. En esta dificultad de inscripción el desaparecido retorna y entroniza las dificultades del decir en el lenguaje. El relato indirecto persiste como dificultad de nominación, sesgo de la Dictadura que arroja no sólo a la clandestinidad, sino que rompe –y corrompe- la transmisión potencial, generacional, siendo así Julia una nieta en las manos de la educación fragmentada de su abuela, ya que allí persevera el signo borrado de la huella materna. Es la problemática retomada en Infancia clandestina.
Si el perseguido político tiene en su agonista al perseguidor, condición paranoica de registro real, el insiliado agoniza en su propio real, aislado y a su modo también asilar, en una lógica de espejo sin fondo, sin terceridad. Sin este tercer término que permite la regulación de la tensión concomitante, no es posible construir las representaciones que posibilitan asociaciones que sólo son posibles en el vínculo social –clandestino o no- y como propondrá la poética de Pizarnik, en su imposibilidad estructural, su rebote simbólico, hacia la muerte como única alternancia realizada en la metáfora tanática, adelantándose apenas unos años al llamado Proceso de reorganización nacional de la Dictadura de 1976 en Argentina, que es ante todo una intervención sobre el discurso y la posición de la comunidad de hablantes respecto de éste, una poética que se gesta en una posición límbica, anticipatoria y también represiva. Su obra queda situada en un relativamente breve lapso signado por golpes militares, entre los gobiernos de Frondizi en 1958 y su caída a manos de Guido en 1962, y el gobierno de Illia, hasta su caída en 1966 a manos de Onganía, en una sucesión militarizada que llega hasta 1972, año en que acontece su muerte.
Esta poética, no es otra que la poética del suicidado, esa que se define por su posición melancólica, la sobra del objeto cae sobre el yo, arrasando la vida hasta reducirla a puro viviente, puro automático de funciones elementales con respecto al órgano físico y con respecto al órgano lingüístico. Esta posición que bien podríamos definir en su peculiaridad reflexiva: mirándose en eternidad, inaugura una dimensión del lenguaje que se volverá constitutiva, persistente, también obsesiva en sus efectos de ritualización, no sólo en el silencio como efecto de la censura político social, sino del “no te metas”, como estilo de des marcación de las vicisitudes y tropiezos del hacer social.
La secuela ambulatoria
Esta función, nueva y totalizante, encuentra múltiples enlaces y antecedentes, opera allí como retorno de lo reprimido, desde el tedium vitae de Cambaceres en Música Sentimental pasando por el estupor malicioso del miserable urbano de Arlt, incluso en el signo excluyente de Borges por transformar la lengua castellana –la lengua madre- en una retroacción de la literatura anglosajona como universal, una refundación bíblica que va de la temática periférica rural y compadrita del suburbio urbano, hacia la inmanencia de un intento por constituir una filosofía de la historia literaria universal. Y estos son también los recursos extraordinarios de la escritura de Borges, tal vez el único que reconvierte el signo de inscripción del insilio en una ficción armonizada –y curiosamente, por efecto de su posición profundamente reaccionaria-, en un sistema globalizado, metáforas de lo extraordinario, a su modo nueva lengua.
Todo aquí reverbera insilio, aunque se nombre melancolía póstuma, desamor, juguete rabioso, bifurcación, incluso rayuela.
La literatura argentina encuentra su sesgo universal en el insilio antes que en su pretendida autoafirmación en las sagas posibles del realismo mágico, la literatura fantástica, la moda etnocéntrica o su balcón europeizante, pero esta es una cifra todavía proclive a su lectura, su análisis crítico.
El anhelo por volver –en el que podemos situar el dolor de ya no ser, propuesto por el tango como expresión popular urbana del siglo XX, y a partir de allí facilitar una épica posible de reconstrucción del discurso como propio –en la dirección contraria al movimiento borgeano, pero en una secuencia complementaria-, se transfigura en el insilio desplegado y arrasador de las dictaduras subsecuentes, en una brutal declinación hacia la paradoja perceptiva del registro real y su secuela ambulatoria. Buenos Aires, como signo infinito de este desvío que dio en llamarse cosmopolitismo, no es más que un catalizador, una serie de síntomas de descargas ambulatorias, un destiempo fascinado y desencadenado, tanto fugaz como extremo, aturdido como concentrado. El fenómeno particular que se gesta a partir de La cosmos Buenos Aires, resulta en realidad una replicación centralizada de los imaginarios con los que se inscribe el territorio. Si el gaucho cede en el alambre, en la alambrada, su condición de viajero –hacia fines del siglo XIX-, dando lugar al germen de la cosmovisión territorial urbanizante, facilitándola dentro de la paradoja de un país que se vive a sí mismo terrateniente y agrícola exportador, deja como sesgo precipitado el de la excitación motriz, el de la descarga aturdida, concentrada y excluida. La literatura argentina se comporta como síntoma de esta deambulación forzada y con pretensión a perpetuidad.
Andruetto también inscribe su literatura en esta tradición fagocitante, como en su relato Todo movimiento es cacería, donde el manjar culinario, la apología de la gordura como contraparte inflacionaria, donde el exceso victimizante se nombra carnes rojas de caza a las finas hierbas, cifrando una voluntad sadomasoquista, un reverso entre erotismo y tánatos, entre caza y objeto de caza, entre agazapamiento y movimiento. En este sentido, la figura del insilio resulta una apostrofación significante al campo de concentración arbitrario –del que el lenguaje es su instancia paradojal y concomitante-, ofreciendo así un sentido revelador al Centro Clandestino de Detención, arrojado y proyectado sobre lo social, resolviéndose como sustancia que horada e insola sobre el cuerpo de los hablantes que así lo padecen, haciendo de su imagen negada el objeto de una voluntad de poder calcinante.
Adelanto del libro de ensayo Dickinson, Plath y Pizarnik, envolturas de la castidad sensual.
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