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Por Enrique Balbo Falivene
A mediados de los años treinta mi bisabuelo, un profesor de geometría analítica en la Escuela Técnica Otto Krause del Paseo Colón, inició una investigación sobre fútbol; el estudio versaba acerca de algunos aspectos desconocidos hasta entonces, fisonomía de los players, tradiciones culturales, laborales y culinarias, etnias, oficios. Su trabajo –arriesgado, valiente- quedó inconcluso porque sufrió un infarto durante una clase, mientras trazaba en la pizarra la bisectriz de un ángulo obtuso. No murió pero quedó tarambana.
Su único y atribulado hijo en el 55, año de la revolución (hay que decir que a mi abuelo Perón, Lonardi, Aramburu y toda la caterva de políticos le importaban una mierda) resolvió completar el estudio de su padre. Construyó en el gallinero de los fondos de su casa, con tablas de madera, un pequeño habitáculo al que dotó de una mesa con su respectiva e incómoda silla y un catre. Quizá intuyó que estaba por descubrir algo relevante, quizá supo que iba a cambiar la historia del deporte y así trabajó, a escondidas y bajo el amparo de una vela, como un espía de la KGB. A los dos años tuvo tres sacos de maíz para pollos llenos de papeles y documentos. Pero mi abuela, una mujer hábil en el estudio de situaciones y experta en el comportamiento humano, descubrió que en el gallinero, además de investigar, mi abuelo yacía con una amante que se llamaba Lola (en realidad Lola era Manolo, un travesti andaluz de la Línea de la Concepción, educado en Gibraltar. Yo lo recuerdo: siempre se quejaba de no encontrar sandalias de su número –calzaba un 44- y se pintaba los párpados de verde como las moscas). Mi abuela, en un ataque de celos completamente irracional, prendió fuego el estudio de tablas y el gallinero, con tan mala suerte y buen viento, que quemó las gallinas, la mitad de la casa y las casas de los vecinos. Toda la información se perdió quedando sólo cenizas, ningún divorcio y varias demandas judiciales.
En los noventa, mientras Menem se recortaba las patillas y empezaba a vender a precio vil todos los recursos públicos y desmantelaba el estado, mi madre encontró un cuaderno con anotaciones de nuestros antepasados. Me invitó –más bien me obligó- a seguir la saga familiar y continuar la investigación.
Lo que sigue más abajo es lo que descubrí, algo tan aterrador como inesperado. Para no abrumar al lector he intentado una síntesis, aunque no sé si lo he conseguido. Lo cierto es que lo que estos documentos revelan es una trama secreta y el responsable de muchos de los males de la Argentina.
Después de esta publicación, desapareceré.
I.
Mi bisabuelo en la profundidad de los algoritmos, ecuaciones, la minuciosa vigilancia o la estadística, halló una relación entre los futbolistas y los trabajos. Esto es que a cada posición en el campo de juego le conviene un oficio. Hay que tener en cuenta el entorno y la época de su pesquisa: todo trabajador recibía una instrucción superior a la que hoy conocemos, los secretos y las pasiones de las manualidades solían transmitirse, como los genes, de padres a hijos. Este estudio, a la hora de forjar un futbolista, resultaba interesante para el desarrollo del equipo; siguiendo la información reunida y ante el debate de si un jugador es o se hace, en el primer verbo se debían aplicar las ecuaciones del estudio y, en el segundo, el club es parte actuante responsable.
II.
En el cuaderno que me cedió mi madre, en una serie de anotaciones claras y sin tachaduras, está la relación del oficio con las posiciones en la cancha. Mi abuelo consigue emparentar y establecer relaciones societarias; así hallamos por ejemplo: defensas centrales, albañiles; delanteros, cerrajeros; volantes de creación, carpinteros; laterales, herreros; wines derechos, yeseros; wines izquierdos, plomeros. La lista es finita y concisa, no admite variaciones ni dudas: el fútbol tiene que estar, desde el juego, en los pies y el corazón del proletariado. En el decurso de mi investigación encontré un antecedente similar. Un tal Juan Campodónico realiza un estudio aunque muy posterior en el tiempo; en esencia la hipótesis es la misma sólo que Campodónico, un brillante ingeniero agrónomo, relaciona a los jugadores con la geografía y los cultivos. Así encontramos backs izquierdos, oleaginosas; wines, leñosas (aceituna, vid, almendra); mediocampistas, cereales; defensas, arroces… En lo que difiere el trabajo de Campodónico, que es de mediados de los sesenta, con el de mis familiares es que no le encuentra zona al arquero y afirma que es una clase especial, que nada tiene que ver con el territorio; mi abuelo sí: lo sitúa entre enterradores, funebreros y verdugos (normal, nadie quiere la soledad del arco). Otro nexo en común entre los dos estudios es que, curiosamente, acabaron destruidos por las llamas. La historia de Campodónico puede consultarse en un relato de Juan Sasturain titulado Campito, en donde se describen los pormenores de la monografía y la desaparición de todos los documentos.
III.
Cuando yo empecé a jugar al fútbol, en los albores de los setenta, los campos de juego eran de tierra y piedras. Había, es cierto, algunas zonas, las mínimas, que conservaban una porción de hierba por el hecho de que nunca nadie pasaba por allí. Caer o lanzarse a atrapar el esférico era perder piel en las piernas, manos, rodillas, codos y hasta la cara. Ya en el entretiempo el vestuario (si es que a aquella leonera se le podía llamar así) era un goteo de sangre. Había una figura fundamental que nos asistía, el utilero, una especie de cirujano barbero medieval. Curaba nuestras heridas, si había sangre la vendaba, si el corte era profundo lo cosía; a los hematomas en la frente le aplicaba hielo seco y toallas mojadas (el balón era una roca y los días de lluvia un estilete porque los gajos del cuero se descosían). Nos duchábamos después del match con agua fría aún en la temporada de invierno y cada uno de nosotros debía llevarse la ropa para lavarla. En todos aquellos años de forja jamás escuché una renuncia; estábamos educados para perder, el triunfo radicaba en sumar dignidad a los colores de una camiseta.
IV.
Por reglamento cada club debía presentar dieciséis jugadores, once para iniciar el partido y cinco para las sustituciones. Todos los equipos debían apuntarse en una planilla con el dorsal correspondiente. Antes del encuentro las órdenes de los entrenadores eran claras: nadie podía abandonar su posición y debía controlar en los marcajes el dorsal del jugador rival que le incumbía. Esto era una regla sagrada, salvo en los casos en que un compañero necesitara ayuda por hallarse en el suelo o lastimado. Así si eras el seis, debías seguir al nueve rival; el ocho al diez; el cinco al cinco; el dieciséis, por si le tocaba entrar, sabías que era el delantero de sustitución; el trece un defensa, el quince un mediocampista. Los números indicaban las acciones a seguir y esto no fallaba nunca, se cumplía a rajatabla.
V.
Durante el mundial 78 ocurrió un hecho que trastocó todos los planes de los seguidores de tan noble juego. Una afrenta, una ignominia, un desastre de carácter terrorista. Los números que nos servían para situarnos y entender la estrategia de los equipos desaparecieron. Vimos que los arqueros de la zaga nacional, Baley y Fillol, tenían el dorsal 3 y el 5; los defensas Passarella y Tarantini el 19 y el 20; mediocampistas como Alonso y Ardiles, el 1 y el 2 (¿!). No señor, un peón es un peón y un alfil es un alfil. ¿O acaso puede una torre moverse por los escaques como un caballo?
Este hecho insólito produjo además una figura –y arribo ahora a las consecuencias trágicas de mi investigación, al culpable de los males de la República- que no ha hecho otra cosa que generar discordia y confusión entre los argentinos: Macaya Márquez.
VI.
Enrique Manuel Macaya Márquez (Buenos Aires, 1934) es un periodista deportivo, autodidacta, que tiene el récord –si esto fuera relevante- de asistir a todos los mundiales desde Suecia 58. Es un señor elegante que viste finos trajes y corbatas con los nudos como sapos fumando. Viene desde su juventud peinando canas, lo que le otorga cierto aire de anciano venerable. Lo cierto es que su pelo blanco obedece a que una tarde en cancha de Atlanta un niño se acercó a pedirle un autógrafo y ante la cercanía del ídolo, el niño acusó un desmayo. Macaya intentó levantarlo pero no pudo porque el niño resultó ser un enano que pesaba un quintal. Macaya sufrió un desprendimiento de retina, una inflamación del ciático y un estrangulamiento de los intestinos en lo físico; en lo emocional, algo más difícil de superar, su cabeza se cubrió con el blanco de las nieves eternas. Pero, como decía Gladys, la peluquera de mi barrio (todas las peluqueras de barrio se llaman, inevitablemente, Gladys; y si la peluquería estuviera en una esquina: Noemí) el pelo blanco no se cae jamás.
VII.
Macaya empieza desde su estrado radiofónico primero y televisivo después, un trabajo de hormiga, paciente y perverso, en dónde se dedica en breves flashes a comentar los partidos. Entre el determinismo y el azar Macaya escoge el primero y esto lo excusa: la ausencia de los dorsales tradicionales a la espalda hace creer al periodista que a los seguidores ahora nos cuesta entender el juego. Emite frases como “…el número 18, que era un volante de contención ahora está pasando al ataque como un 9…”; “… los marcadores de punta se repliegan y abren el juego para que el 23, que actuaba como un 6, baje a recibir el balón…”. Macaya es condescendiente y peca cometiendo la perogrullada de explicar al televidente lo que está viendo. Hace, cada domingo un editorial en tiempo real que no tiene sentido. Pero veamos a continuación qué perjuicios maliciosos aportó el periodista a la sociedad argentina.
VIII.
Teniendo en cuenta las pasiones de este país no era de extrañar que el pegajoso ejemplo Macaya cundiera. Voy a señalar sólo algunos para no extenderme demasiado:
TELEDIARIOS: ante una noticia determinada los periodistas presentes en el plató se ven forzados a explicarla y, cada uno, vierte su opinión. Así una información que debiera ocupar no más de tres minutos acaba en veinte. Los comentarios y los editoriales son de una irrelevancia supina. Espejo Macaya.
PERIÓDICOS Y SUPLEMENTOS CULTURALES: si leemos una crítica literaria a una novela el narrador se ve empujado a explicarnos, con una prosa fangosa, qué es una novela y cómo se diferencia de un relato corto; si la crítica es de arte nos cuentan cómo se pinta un cuadro, con qué materiales y por qué debe ser colgado en una pared o dispuesto en un caballete; si es teatral de la obra lo primero que sabremos es qué aforo tiene la sala y la relevancia del trabajo de los tramoyista e iluminadores, sin los cuales esta magnífica pieza de teatro sería diferente. Efecto Macaya.
DISCURSOS POLÍTICOS: si el político acude a la inauguración de un puente proclama “… hemos inaugurado este puente, con esfuerzo, trabajo y dedicación, para que los ciudadanos puedan cruzar de un lado a otro…”; delante de una nueva autopista: “… ahora podremos trasladarnos con la velocidad, seguridad y exigencia que la vida moderna requiere gracias a esta nueva cinta asfáltica…” Efecto Macaya en su máxima expresión.
IX.
Conviene ahora hacer un paréntesis. Mientras escribo esto tengo abiertas varias ventanas, la mayoría para consultas: María Moliner, el diccionario de la RAE, la Enciclopedia Británica, el Gráfico, el Sport y el Marca son algunas de ellas. Hay otra, de Crónica TV, que debe llevar reproduciendo una noticia, si he medido bien el tiempo más de media hora, titulada El gato Manchita no baja.
Se trata, efectivamente, de un gato que se ha encaramado en lo más alto de un edificio y, desde la cornisa, mira impasible cómo la gente y las cámaras se agolpan en la calle. Los editores de Crónica TV pueblan la pantalla de rotulados ingeniosos como: “Manchita violó la cuarentena”; “Manchita rompió el silencio: miau”; “Manchita acabó afuera”; “Se teme lo peor, lo manguereó y no baja”. No creo necesario comentar esto; sólo diré que Manchita no bajó, lo tuvieron que bajar los bomberos.
X.
Manchita me empujó a recordar un texto de Ítalo Calvino titulado El barón rampante (Il barone rampante, 1957). En el relato un joven llamado Cosimo se enfada con su padre y decide subirse a una encina y promete no bajar jamás. Su vida empieza a desarrollarse en las alturas y va saltando de árbol en árbol sin tocar nunca el suelo. Es una disciplina que él mismo se ha impuesto, esto le permite estar dentro y fuera de los hechos al mismo tiempo. A diferencia de Manchita Cosimo no baja.
XI.
Arribo ahora al final. Había prometido una sinopsis de la investigación de mis antepasados y de mis conclusiones. El lector más avezado ya habrá notado que este resumen tiene tantos puntos como jugadores tiene un equipo: 11. Entonces, con la numeración tradicional del fútbol, la clasificación sería: el número 1, el arquero, pone el balón en juego (el texto se introduce); del 2 al 6, defensas y volantes, trasladan el balón hacia el campo rival y plantean una estrategia para el ataque (el texto se desarrolla, se vislumbra el argumento y se expande); del 7 al 11 volantes y delanteros intentan llegar al área contraria con un disparo a puerta que no tiene que ser, necesariamente, un gol (el texto se acerca al desenlace que no tiene que ser, necesariamente, un final).
Lo que ahora, antes de partir, me pregunto: ¿No es, en definitiva, el último párrafo una repetición de todo lo anterior? ¿No acabo de hacer una exégesis de mi propio texto? ¿No estaré bajo el influjo de Macaya en la reiteración y explicación de la jugada?
Quizá deba hacer como Manchita y Cosimo y subir a lo más alto para no volver a bajar a este país de repeticiones, o quizá deba escuchar los partidos por la radio porque, ya se sabe, la imaginación construye y favorece, además, ciertas digestiones.
Etiquetas: Enrique Balbo Falivene, Fútbol, Macaya Márquez