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03-09-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche y Federico Capobianco

Desde inicios de este año la pregunta que sobrevolaba la política argentina era quién iba a pagar la crisis que había dejado el desastre económico macrista. Hoy, con la profundización generada por la pandemia, la pregunta se ha vuelto doble, triple, gigante, imposible. El futuro es un lugar incierto y la alarmante coyuntura requiere una respuesta inmediata. Si allá, en el horizonte al final de la pandemia —si es que tal cosa llega—, se proyecta un 50% de pobreza general y un 63% de niños pobres según un informe de Unicef, ¿cómo solventar los extraordinarios gastos que el Estado está tomando para acolchonar la dura caída de la sociedad argentina?

Gravar las grandes fortunas es, no sólo una medida que daría algo de oxígeno al Estado para engordar las políticas públicas en torno a lo sanitario y lo económico, también el primer paso para un debate ideológico que la sociedad argentina necesita hace mucho tiempo. No se sale trabajando, como suelen decir los voceros del gran capital, básicamente porque la clase obrera trabaja a destajo y con una precarización cada vez más naturalizada. Y cuando se creía que el discurso de la meritocracia había sido derribado durante la gestión Cambiemos, aún sigue en pie, firme, como el pico de contagios o la furia de esta crisis sin precedentes.

Las migajas nunca alcanzan

En un contexto sin paritarias ni aumentos salariales en términos reales las responsabilidades recaen por completo en las políticas públicas y la asistencia estatal. Aún más para con el sector informal. Si bien el Estado destina entre el 3 y 4% de su PBI para paliar los efectos de la pandemia, las organizaciones sociales vienen advirtiendo que la ayuda no alcanza. La asistencia para los sectores populares e informales, que alcanza a 9 millones de personas (el sector informal representa a más del 30% de lxs trabajadorxs desde hace años) tiene gusto a poco; ni los planes, ni la tarjeta AlimentAR, incluso el Ingreso Familiar de Emergencia alcanza.

Las limitaciones que presenta el IFE están a la vista: no alcanza un salario mínimo y no pueden recibirlos convivientes de personas con un trabajo formal independientemente de cuánto ganen —características que sitúan a sus beneficiarios por debajo de quienes reciben el ATP—. A casi 6 meses del inicio de la cuarentena, el IFE va por su etapa número 3: sus beneficiarios reciben 5 mil pesos por mes en lugar de los 10 anunciados. En un contexto de negociación de deuda con acreedores y el FMI la pregunta que se hace el periodista Jairo Straccia en el programa de radio Y ahora quién podrá ayudarnos es al menos para pensar: ¿el IFE pasó a abonarse cada 2 meses por dificultades burocráticas o son signos de ajuste fiscal que va a empezar a pedir el FMI? 

La deuda que el Estado mantiene con el Fondo es de 44 mil millones de dólares, prácticamente las reservas totales del Banco Central. Por más que Alberto Fernádez declare que “no va a permitir un ajuste que pague la gente” lo cierto es que el FMI va a pedirlo: lo llamará equilibrio o como sea pero va a exigir un ajuste fiscal. Una de las medidas que se presentan como exigencias para combatir las desigualdades arraigadas en el sistema, las cuáles se están profundizando sin límite por la pandemia, es la necesidad de una reforma tributaria. Que pase a ser progresiva —es decir, que los que tienen más paguen más— y que ponga de manifiesto la desigualdad social para empezar a desarmarla. ¿Qué tan cerca estamos de caminar esa senda distributiva?

La solidaridad de los ricos

El proyecto que presentaron Máximo Kirchner y Carlos Heller del Frente de Todos se titula Aporte solidario y extraordinario para ayudar a morigerar los efectos de la pandemia. “Extraordinario” porque será por única vez que 12 mil personas que hayan declarado al cierre del 2019 un patrimonio superior a 200 millones de pesos paguen entre el 2% y el 3,5%. Se aplicaría a bienes personales, no a capital empresarial, y en cuanto a las propiedades regirá el valor fiscal, que es mucho menor al real de mercado. El gobierno intenta así recaudar alrededor de 300 mil millones de pesos que se destinarán a gastos para la pandemia, financiamiento a programas y pymes y urbanización de barrios populares. 

“Aporte” porque no solo se quiere instalar que es una colaboración y no un impuesto, como si llamarlo por su nombre haría enojar a los nuevos aportantes, sino también querer convencernos de que la burguesía criolla es un actor político con sentimientos que quiere dar una mano y no un grupo minúsculo que, entre lo declarado —del cual el 70% está en el exterior— y lo no declarado según las estimaciones oficiales -que representaría a 120 mil personas-, acumula casi el 50% de lo que produce el país en un año y ya empieza a plantear resquemores bajo la excusa de que generan trabajo cuando el 95% de su patrimonio es producto de renta, de todo tipo, y solo el 5% es paquete accionario en empresas. ¿Cuánto tardarían los ricos, si casi toda su ganancia proviene de rentas, en recuperar el aporte del 2% que harían por única vez?

Con la palabra “solidaridad” el gobierno tiene una obsesión. Ya la incluyó en el impuesto PAIS (Para una Argentina Inclusiva y Solidaria) que gravaba con un 30% la compra de dólares. Lo vuelve a incluir acá. El pago de impuestos no es una situación empática ni una colaboración para extirpar las culpas de clase: es el financiamiento de un Estado al cual después le exigimos su redistribución, por lo tanto debe ser una política decidida a igualar las cosas. La equitativa redistribución de los ingresos lejos está de ser una cuestión de solidaridad, palabra que, planteada en estos términos, tiene una semejanza cruel con caridad: la mano límpida que baja desde las alturas para ayudar al mendigo pero que no se replantea la desigual simetría de la escena.

Por su parte, el Frente de Izquierda también propuso su proyecto de este impuesto. Fue en abril, hace ya tiempo, y el monto recaudado alcanzaría los 20.000 millones de dólares. Lo que pide gravar el trotskismo argentino es el capital desde cien millones de pesos, ganancias bancarias, altas rentas, grandes propiedades y vivienda ociosa. Es un paquete mucho más ambicioso pero que al ser minoría en el Congreso la relación de fuerzas no le permite prosperidad. Ahora la discusión es el “Aporte solidario y extraordinario para ayudar a morigerar los efectos de la pandemia” del oficialismo. Esta discusión habilita una nueva perspectiva social. Sigue siendo poco, el impuesto es por única vez, sin embargo es sumamente necesario.

El sentido común disputado

Si esta discusión parece del más ramplón sentido común, vale aclarar primero aquello que decía Marx: el sentido común de una época es el sentido común de la clase dirigente. Así se prefigura una la traslúcida idea de que la riqueza no debe pagar impuestos porque es fruto del esfuerzo de sus propietarios y que hacerlo pondría en jaque la decisión de que se invierta en el país. Es una idea sumamente capitalista que avala el statu quo, lo reproduce y vuelve a insistir con el trabajo. Pero las grandes fortunas no crecen con trabajo, ni siquiera con el trabajo ajeno de los empleados que explotan en condiciones cada vez más precarizadas, sino de la renta. Ahí es donde hay que gravar.

El miedo a que los ricos se nieguen rotundamente y aprovechen todo el abanico mediático para que la discusión finalmente se clausure es muy grande. Quizás por eso se postergó tanto y se realizaron, cuatro meses después del anuncio, algunos cambios en la retórica que son algo llamativos. Ahora no es un impuesto. Alberto Fernández volvió a insistir en una entrevista televisiva el pasado sábado con algo que el oficialismo quiere instalar y dejar en claro: es una colaboración. Las palabras importan porque estamos hechos de lenguaje y ante un clima que parece no abandonar nunca la polarización exacerbada, quizás resulte importante para el oficialismo bajarle el tono. 

Con la proclama del impuesto a la riqueza se pone de manifiesto una serie de sentidos que pululan en la sociedad con el apoyo mediático de las grandes empresas periodísticas que reproducen el sentido común de la clase dirigente. Cuando un trabajador prefiere que ese 2% de una fortuna superior a los 200 millones de pesos esté en manos de su propietario para que lo invierta en la timba financiera en vez de que pase al Estado para engordar el sistema sanitario en medio del pico de la bandemia… bueno, las cosas están mal. Así se dibuja otra idea bastante torpe: que los ricos contribuyen a la sociedad generando empleo. Cuando Mario Pergolini, dueño de Vorterix, puteó contra la Ley de Teletrabajo, su argumentación tenía que ver con que le era más difícil “dar trabajo” bajo estas nuevas condiciones, como si la generación de empleo fuera un acto bondadoso y no una relación de explotación de la que siempre el que sale beneficiado es el empleador. Con la pandemia esto no se ha revertido, pierden todos —bueno, no todos, Mercado Libre de Marcos Galperín ha crecido notablemente, por ejemplo— pero la clase obrera, sin dudas, es la más perjudicada. Con el impuesto a la riqueza se abre la posibilidad de repensar la distribución, un hilo del cual tirar con fuerza. Ojalá no se desaproveche.

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