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08-09-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche

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Como el fantasma que recorre su casa embrujada, Victoria Ocampo camina por los pasillos de la literatura argentina. Lleva anteojos de sol de marco blanco, un pañuelo en el cuello, pendientes de perla, reloj pulsera y una sonrisa que nunca llega. Es protagonista, por su peso y su fuerza, de la tradición literaria argentina, aunque más como editora o gestora cultural que como escritora. ¿Es justa esa etiqueta? Cuando murió, en 1979, Borges escribió un obituario donde la calificaba como “la mujer más eminente de este país”.

Ese mismo año, Borges, con la muerte de su amiga y mentora aún palpitándole, se paró frente a un gran auditorio lleno de escritores y editores en la sede central de la Unesco y dijo: “Yo no era nadie, yo era un muchacho desconocido en Buenos Aires, Victoria Ocampo fundó la revista Sur y me llamó, para mi gran sorpresa, a ser uno de los socios fundadores. En aquel tiempo yo no existía, pero ella me vio a mí y me distinguió cuando casi no era nadie, cuando yo empezaba a ser el que soy, si es que soy alguien todavía”.

No es modestia, al menos esta vez. Efectivamente, Borges no había publicado ninguna de sus grandes obras. Era, podría decirse, un autor emergente, una «promesa» de la literatura nacional. En 1931, cuando salió Sur, tenía 31 años. Había publicado algunos libros de poesía y otros de ensayo, pero ninguno de cuentos aún. Es fácil imaginarlo ahí, algo tímido, de traje y corbata, midiendo sus palabras y escuchando con fascinación a escritores de renombre, con los que compartía la revista. Y Victoria, que le llevaba de diez años, lo presentaba al grupo con entusiasmo.

Allí Borges publico por primera vez muchos de sus mejores cuentos: «Pierre Menard, autor del Quijote», «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y «Las ruinas circulares», por nombrar algunos. Dos años después, Sur se amplió y surgió la editorial del mismo nombre. A pura vanguardia, editó obras de Federico García Lorca, Juan Carlos Onetti, Aldous Huxley, Carl Gustav Jung, Virginia Woolf, Vladimir Nabokov, Jean-Paul Sartre, Jack Kerouac y Albert Camus, muchos de los cuales nunca habían sido traducidos al español, y si lo fueron, nunca habían llegado a los lectores argentinos.

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Si algún dios decidiera hacer crecer una exótica planta que represente cabalmente el árbol genealógico de Victoria Ocampo, debería ponerle flores imposibles. El linaje ecléctico que tiñó de aristocrática su identidad va desde el colonizador español Domingo Martínez de Irala hasta un financista de la Revolución de Mayo, desde Prilidiano Pueyrredón y José Hernández hasta un paje de Isabel la Católica, desde el femicida de Felicitas Guerrero hasta generales guaraníes. Herencia y descendencia. Todo su pasado está presente en su figura, en su proyecto cultural. Aunque se sabe: la riqueza y el aburrimiento no producen necesariamente arte de calidad.

Eran las cuatro de la tarde del 7 de abril de 1890 cuando la partera la extrajo del vientre de su madre. La bautizaron Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo. Estaban todos en una lujosa casa de la calle Viamonte, casi esquina San Martín, de la Ciudad de Buenos Aires, frente a la Iglesia de Santa Catalina de Siena.​ Las calles San Martín y Viamonte se llamaron hacia 1810 Victoria —por el triunfo de Argentina en las Invasiones Inglesas— y Ocampo —por sus antepasados— hasta que fueron renombradas. Victoria Ocampo nació en Victoria y Ocampo. Fue la primera de seis hijas, todas mujeres, que tuvieron sus padres.

Manuel Silvio Cecilio Ocampo y Ramona Máxima Aguirre se conocieron en 1888, durante el funeral de Sarmiento​. Victoria se crió en ese núcleo duro de proyección hacia arriba, sostenida por institutrices y sirvientes, y una familia mucho más cariñosa de lo normal, pero también exigente. Aprendió primero el francés, luego el inglés y en tercer lugar el español. En esa infancia está la huella de clase, pero también una chispa de asombro, de curiosidad, de irreverencia. Representa algo que, al menos en Argentina, parece extinguirse de a poco: una burguesía con sinceras inquietudes intelectuales que ve en la cultura la más importante forma de inteligencia.

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Detrás del portón doble sobre un callejón sin salida en Beccar hay un pedazo de mundo que bien podría servir para hacer esa fiesta postapocalíptica que todos soñamos cuando termine esta cuarentena mundial. La gigantesca residencia de Villa Ocampo es un lugar silencioso, envuelto por un jardín que parece existir sólo en los sueños de una princesa de Disney. Allí, Victoria Ocampo, que vivió hasta sus últimas días, convirtió esa mansión en un oasis cultural.

Recibió a Rabindranath Tagore, Graham Greene, Albert Camus, Aldous Huxley, Le Corbusier, Octavio Paz, Gabriela Mistral, Waldo Frank, Indira Gandhi, Antoine de Saint-Exupéry, Pablo Neruda, Igor Stravinsky. Su deseo fue, al morir, donar la villa a la UNESCO para que haga de ese lugar, no un museo frío y acartonado, sino una cápsula que “sirva en un espíritu vivo y creador”. Entrar hoy y recorrer las enormes habitaciones y caminar por el parque es como olfatear los vestigios de un siglo XX que parece nunca haberse ido.

A los cinco años, viajó con su familia a Europa. Una estadía de un año. Recorrieron varios países. Allí, podría decirse, empezó a beber ese jugo intelectual que primaba en el viejo continente. Al volver, Villa Ocampo la esperaba. Era la casa de verano que su padre, el ingeniero Manuel Ocampo, construyó para la familia en 1891. Ella la heredó finalmente en 1930 y la usó de forma esporádica hasta que en 1942 se instaló definitivamente.

¿Cómo hacer de una mansión un lugar de vanguardia? La transformó, le quitó las telas de las paredes, la llenó de cuadros modernos, de artefactos, de colores, de libros. Sabía que esa aburrida casa de alta alcurnia podría convertirse en un hito novedoso. “Me pareció que había encontrado una manera de pagarles a los escritores y artistas las alegrías que les debía”, escribió en sus memorias. Los invitaba a su mansión, los alojaba durante largas estadías y hacía de ese encuentro un fructífero intercambio de ideas.

Victoria Ocampo, pintada en 1922 por Anselmo Miguel Nieto

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“Hay una paz provisoria en esta casa”, escribe Albert Camus en un cuaderno mientras el sol se filtra por la ventana. Está en una cama matrimonial de la Villa Ocampo con un cigarrillo en la boca, los pies cruzados, la espalda y la cabeza sobre una almohada, la mano presionando un lápiz sobre el papel. Año 1949, 13 de agosto, primera mañana del huésped en Argentina.

“Debería quedarme aquí hasta el día de mi regreso”, escribe en sus diarios de viaje. Estaba maravillado con el lugar (“una casa grande y agradable, en el estilo de Lo que el viento se llevó. Gran lujo antiguo. Tengo ganas de acostarme y de dormir hasta el fin del mundo”), pasó dos noches allí y el 14 de agosto partió a Santiago de Chile.

En Argentina mantuvo el perfil bajo: su obra El malenten­dido había sido prohibida. No tuvo grandes actividades durante aquellos tres días. La más importante, una reunión con unos cuarenta intelectuales argentinos que le organizó Victoria en su casa. Todo esto lo cuenta Eduardo Paz Leston en el prólogo de la correspondencia entre Camus y Ocampo publicado por Sudamericana.

La última noche cenaron juntos —ya se conocían: habían pasado varios veladas en París—, hablaron de política, afirmaron su férrea convicción de oponerse a los totalitarismos —para ambos, el peronismo lo era—, escucharon una ópera de Britten, también algunos poemas de Charles Baudelaire grabados por Vic­toria y bebieron y fumaron y rieron. De lo demás, no hay registros.

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Hubo un tiempo que fue hermoso, al menos para la literatura argentina y esa tradición que aún hoy persiste: la de las revistas culturales. Se dice que fue el filósofo español Ortega y Gasset quien, en una conversación telefónica, le dijo a Victoria que ese proyecto literario que tenía en mente y estaba a punto de ver la luz debía llamarse Sur. Su directora, además, le puso en todas las tapas una flecha hacia abajo para acentuar el significado del nombre.

Pero, ¿cuál fue la verdadera magnitud de este movimiento que, no sólo reunió a algunos de los mejores escritores de nuestra literatura sino que también tuvo como colaboradores a narradores extranjeros como Waldo Frank, Octavio Paz, Gabriel García Márquez y Gabriela Mistral, por citar algunos? En el libro La Constelación del Sur, Patricia Willson indaga sobre tres formas muy disímiles de traducir, todas de Sur: Victoria Ocampo, “la traductora romántica”; José Bianco, “el traductor clásico”; y Jorge Luis Borges, “el traductor vanguardista”.

La crítica recurrente que se hacía en la época era que al traducir literatura extranjera se caía en una práctica extranjerizante. En ese sentido, Wilson aclara en el libro el valor de la traducción, “intensamente democratizante” porque “vuelve legible en la literatura receptora un texto antes inescrutable en su extranjeridad”. Victoria Ocampo es el motor de un proyecto que no sólo se proponía agrupar y potenciar a lo mejor de la vanguardia literaria argentina sino también funcionar como canal para traer a este país lo mejor de las letras que sucedía afuera.

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Hay una entrevista en televisión de enero de 1966. Es una de los pocos registros, al menos conocidos, donde Victoria Ocampo aparece hablando en cámara. Se la nota tímida. Mientras habla mira hacia abajo. El motivo del reportaje, realizado en Londres, son los 35 años de vida de Sur. Sobre la revista da esta definición: “Una invención terrible que ha reventado al inventor”. Luego ríe, suelta una carcajada completamente genuina, se recompone y sigue hablando.

¿A qué se refiere con el verbo reventar? No creo que haya que tomárselo como algo negativo —en el sentido de que la Sur destruyó su carrera como escritora—, sino, por el contrario, en cómo un buen proyecto cultural puede trascender a su propia creadora. No hay dudas que la personalidad de Victoria era potente y acaparaba la atención de todo el mundo, sin embargo el gesto de seguir alimentando esa invención terrible y «descuidar» su propia obra habla muy bien de forma de entender la cultura.

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¿Qué escribió Victoria? Lo que podría definirse estrictamente como obra literaria se configura a partir de una serie de diez Testimonios que vieron la luz entre 1935 y 1977 y su Autobiografía, siempre publicada por la editorial Sur en seis libros entre 1979 y 1984. El resto es un largo y fructífero trabajo de periodismo cultural que va desde el ensayo, la entrevista y la crónica y que podría pensarse como un largo comentario sobre el mundo.

Para el Héctor Bianciotti, Victoria, a quien admiraba, «era una periodista extraordinaria, pero no se puede decir que supiera escribir». ¿Se refería a la ficción, a construir personajes, historias, climas cuando hablaba de escribir? Se sabe que el periodismo es un discurso más bien olvidable y que si un escritor quiere trascender las barreras coyunturales deberá dedicarse a la ficción. El gran gesto de Victoria fue elegir otro camino.

Victoria Ocampo

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El amor es un capítulo aparte. Tomemos una postal. Con Luis Bernardo de Estrada se casó en 1912. Tres años antes, en una carta a su amiga Delfina Bunge le dice: «Temo que lo que me atrae de él pueda también cegarme». Estaba enamorada pero la idea del matrimonio era un problema para ella.

Recordaba a su abuela y un anillo dorado que decía «encadenada y feliz». No quería eso. Cuando se fueron de luna de miel a Roma conoció a un tal Julián Martínez, un diplomático quince años mayor que ella y primo de su marido. Al tiempo se convirtió en su amante.

La separación con Estrada ocurrió en 1922 pero en realidad empezó muchísimo antes. En 1914, Victoria lee una carta de su marido dirigida a su padre, quien estaba preocupado por el reucrrente interés de su hija de ser actriz; lo consideraba un capricho contraproducente.

En la carta, Estrada dice que esos deseos actorales desaparecerían cuando quedara embarazada.​ A partir de entonces vivieron en el mismo edificio pero en psisos diferentes y se mostraban juntos para asistir a reuniones sociales de relevancia. Para ella, la idea de matrimonio era un problema.

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Victoria Ocampo era progresista. Tal vez no en la forma que hoy usamos el término. Ella miraba hacia adelante. Su inteligencia estaba en tejer una telaraña de relaciones que promuevan la aparición de nuevos productos culturales y, por consiguiente, nuevas ideas.

En un texto titulado “La trastienda de la historia” de 1971 escribió: “En cuanto al control de la natalidad y el aborto (…) afirmo que algo que concierne vitalmente a la mujer, su cuerpo, ha de depender principalmente de ella, la protagonista”.

Pocos se animaban a hablar de estos temas como lo hacía ella, con tanta claridad conceptual. Desde luego, haber conocido y dialogado con exponentes culturales del siglo XX —Charles Chaplin, Jacques Lacan, Sergéi Eisenstein, Lawrence de Arabia, por nombrar algunos— tenía sus ventajas.

Victoria Ocampo los entrevistaba, los acorralaba a preguntas y repreguntas, los hacía pensar en voz alta, frente a ella, la verdadera protagonista.

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Un dato de color. Victoria Ocampo fue la primera mujer en obtener un registro de conducir en Argentina. Uno puede imaginarla con los anteojos de sol de marco blanco, el pañuelo en el cuello, los pendientes de perla, las manos al volante, la sonrisa a medio dibujar, pisando el acelerador por las calles porteñas, sintiéndose —como la definió Borges— “la mujer más eminente de este país”.

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