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01-10-2020 Notas

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Por Nicolás Vallejo

«Un tipo especial, este Súperboca, experto del re-mundo actual.»
R.R.

«La construcción del espacio analítico pretende crear una suerte de aislante donde todo quiere decir algo, comenzando por los pequeños detalles. Para constituir un espacio regido únicamente por la realidad psíquica es necesario que el analista no perturbe la frágil economía de ese dispositivo introduciendo su propia realidad.»
Jacques André

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El psicoanalista uruguayo Marcelo Viñar, y nosotros con él, no deja de señalar la evidente, aunque no menos desatendida, interdependencia de lo singular con lo colectivo. Mucho antes de la pandemia, pero con algunas catástrofes en vista, nos preguntamos por el marco histórico-social en el que se desenvuelve nuestra tarea, constituyéndola o destituyéndola. 

Nuestra época ha recibido desde fines del siglo pasado una variedad de denominaciones que se extienden desde el clásico y vago término socioeconómico de Neoliberalismo hasta el no menos desbocado concepto de Modernidad Líquida pasado por el todoterreno y fértil título de Posmodernidad

De lo que no hay dudas es de que las velocidades, los vértigos y la valoración de lo vigente se dan de acuerdo con una temporalidad que es congruente con la tecnología digital y que lleva al paroxismo la lógica del instante, una temporalidad, entonces, que corta todo vínculo con el pasado y con el futuro. Aquel tríptico del tiempo vivencial donde el presente se articulaba con un pasado anhelante y con un futuro de promesas, es decir, un presente articulado en relación con experiencias (o memorias) y expectativas (o esperanzas) ha cedido su lugar a un presente inmediato, instantáneo, desvinculado tanto de su pasado como de su proyecto y apremiado por una enormidad de estímulos e insumos a atender y metabolizar.

Si bien es cierto, o relativamente cierto, que el Covid-19 vino a detener o a desacelerar los vértigos y las velocidades contemporáneas (a partir de las políticas sanitarias de confinamiento social o cuarentena) no es menos cierto que la valoración de lo vigente permanece establecida en la lógica temporal del instante, lo efímero y el presente auto-engendrado. Es por eso por lo que se me ha hecho necesario retomar, para pensar algunas aristas de las condiciones de la práctica analítica en tiempos de pandemia, dos momentos de nuestra historia reciente en los que los marcos históricos y sociales en los que se desenvuelve nuestra tarea se han visto profundamente conmovidos.

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En una reunión de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA) sucedida en marzo de 1982, la psicoanalista argentina Janine Puget (editora junto a Marcelo Viñar del ya clásico libro Violencia de Estado y Psicoanálisis y trabajadora incansable de la práctica del psicoanálisis con las configuraciones vinculares) junto a Leonardo Wender presentaron un trabajo en torno a los fenómenos que se producen cuando la realidad externa es catastrófica e irrumpe en el interior de la situación analítica afectando a paciente y analista por igual. 

Para definir esa zona común en la que se encuentran, entonces, el analista y su paciente, Puget y Wender acuñan una idea tan potente como olvidada a la que denominan mundo superpuesto. Esta “superposición del mundo, fuente de distorsiones en la escucha del analista o amenaza de la función analítica, suscita cotidianamente problemas técnicos y éticos que generalmente son resueltos con recursos artesanales improvisados, inconfesables o intransmisibles, sin que luego se produzca un trabajo de conceptualización”.

En el mencionado trabajo afirmarán también que durante el desarrollo típico de una sesión analítica y protegido por los marcos del encuadre, el analista estará en condiciones de establecer su escucha. 

Constancia, regularidad temporal y espacial (Jacques André decía que Winnicott decía que la puntualidad es, en ciertas ocasiones, lo único que un analista puede ofrecerle a su paciente) silencio y abstinencia, tanto como el hecho de sustraerse de la visual del paciente, “promoviendo la puesta en suspenso del mundo exterior”, contribuyen a establecer los marcos donde se desarrolla la tarea analítica. 

Ahora bien: “dichos recaudos ideales”, dirán, “rinden escaso amparo contra la irrupción del mundo superpuesto”. Cuando lo que el paciente dice activa “directamente y sin transformación una zona de interés actual el analista, este producirá una intervención desde su ser social y no analítico. Bajo tales circunstancias, concluirán, el tiempo compartido durante la sesión analítica es utilizado por el analista para la elaboración de su propio conflicto”. 

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En el seminario editado recientemente y dictado durante el año 2002, El psicoanálisis en debate, Silvia Bleichmar destacaba algo similar al poner de manifiesto que los psicoanalistas no eran ajenos a la debacle en la que se encontraba nuestro país luego del menemismo y de la crisis del año 2001. 

Describía entonces a un “analista arrasado en su función y par traumatizado del paciente”, que al no poder sostenerse en la asimetría constitutiva del vínculo analítico quedaba capturado en lo traumático. “Este es uno de los problemas más serios”, advertía, e insistía mucho en que era necesario “pensar sobre estas cuestiones en este momento” (a escasos meses del 19 y 20 de diciembre de 2001) “porque son las cuestiones en las que uno queda totalmente capturado por lo que ocurre (…) el analista está tan angustiado que toma para sí todos los datos que da el paciente, quiere enterarse, porque él tiene el mismo miedo que su paciente. El analista que en la sesión no puede sustraerse del precio del dólar, y que le pregunta al paciente de las 16:30: ‘¿Viene de la City?’, para saber si le cuenta cómo fue la última cotización… ¡Mejor que se ponga un televisor en la cocina! (…) quiero decir: es más correcto disociar su ser social de su ser analítico. Sería más válido que se vaya a ver la cotización a la cocina que el hecho de que introduzca el problema en el interior del campo. Tiene todo el derecho, como todo el mundo, a estar preocupado porque tiene una deuda en dólares. Lo que no tiene es derecho a transformar la sesión del paciente en una situación de simetría en la cual se alivie él a costa de perder su función”.

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Martina está, como se dice, entre quienes conforman la línea de fuego contra el COVID 19. A destajo, cada jornada como si fuera la última, ve pasar la muerte ante sus ojos y a pesar de ello, o tal vez por ello, prefiere hablar de sus sueños y se fastidia cuando le pregunto por algún detalle particular de su trabajo. 

Con Martina trabajamos analíticamente desde hace algunos años, por lo tanto, sabe de que se trata el análisis o, más modestamente, al menos sabe de que se trata mi manera de trabajar y, como suele ser bastante perspicaz, advierte que algo no marcha, o no marcha como antes. Por qué le pregunto sobre su trabajo, me pregunta y me pregunto, ahora. ¿Querré, como quién dice, saber cómo va la cosa? ¿Estaré utilizando, como advertían años Puget y Silvia, el tiempo compartido para elaborar mis propias preocupaciones e intereses? En todo caso más vale poner un televisor en la cocina para ir a ver la cantidad de casos diarios.

Cierta tarde en la que no podía ir hasta el consultorio y tuve que improvisar un lugar en mi casa, Martina, con quien solo encendemos la cámara para saludarnos, al comienzo y al final de cada sesión, no dejó de notarlo, haciendo un chiste: “viste que un día me iba a meter en tu casa”. La tenue risa con la respondí tenía menos que ver con la trasferencia erotizada (habíamos atravesado momentos transferenciales y contra-trasferenciales mucho más intensos) que con la incomodidad que sentía de no estar en mi sitio

“Mi concepción del psicoanálisis” dice Jacques André, se “inscribe en la herencia freudiana; mi representación del consultorio” agrega, “también”. Y prosigue: “No concibo pasar horas, cada día de la semana, en un espacio que no sea también un espacio propio, es decir personal. No sólo he elegido el diván y el sillón, sino también cada uno de los objetos que se encuentran en él. Pero lo «personal» no se confunde con lo íntimo, no se trata de poner en el librero fotos de la mujer y de los hijos. El método analítico exige que el analista, como decía Fédida, ‘se ausente como individuo’. Sólo a ese precio puede constituirse la polimorfía de las transferencias”. 

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La última cita da cuenta de algunos elementos indispensables para sostener nuestra labor. En el mismo texto dice André que “lo cotidiano del psicoanalista” es, antes que cualquier otra cosa, “un lugar”, pero ¿cómo llamarlo? Frecuente y acaso irreflexivamente optamos por consultorio (Cabinet) pero no es una palabra propiamente psicoanalítica, sino más bien de herencia médica, o jurídica. Luego de sopesar diversos términos, donde no está ausente la referencia a Bleger y su encuadre (Cadre), terminará por asumir el inglés Setting, diciendo que este ofrece, al menos, la equivocidad, ya que es a la vez “un dispositivo, una escenografía, un marco, una regulación y hasta una incubadora… la regresión no pide tanto. Pierre Fédida intentó darle una versión francesa fonéticamente cercana: site, definiendo el psicoanálisis como ‘el sitio de lo extranjero’”.

La cubeta psicoanalítica, para incorporar el modelo que Laplanche utilizaba para denominar ese recinto, así como la transferencia, requieren de una serie de actos que la instauren como lugar específicamente psicoanalítico. Los rehusamientos del analista, la abstinencia (de saber y de poder) y la neutralidad valorativa, forman parte de estos actos (actos paradójicamente ligados al no hacer) que junto a los de sostener una regularidad en el tiempo y el espacio, irán configurando la asimetría característica de la situación analítica. Que cada tanto, transferencia y contratransferencia mediante, se pierda el lugar y haya que instaurarlo nuevamente… es cosa por todos los analistas conocida. Pero que haya momentos en la historia donde los mundos se superponen y donde el analista queda arrasado en su función obliga a pensar el valor de algunas coordenadas, tal vez demasiado rápidamente, puestas en el inventario de nuestras rigideces. 

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