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Por Sergio Fitte
Después otra cosa, en el noventa por ciento de los casos yo voy sola a llevar al muchacho al establecimiento. Las demás de las veces voy con mi marido “el rulo”. Es raro, muy raro que él venga solo. Diría que lo hace únicamente en casos de fuerza mayor. No porque no quiera acompañarme. No, nada que ver. Sino que él tiene el tema de los forúnculos. Y los forúnculos, la verdad es que es todo un tema. Hace varios años cuando detectamos, mejor dicho se los detectó él, una tarde de verano rabioso mientras se bañaba en el excusado; todos pensábamos que se trataba de cuatro pelitos encarnados debajo de cada axila. Yo le pasé un ungüento que me había enseñado mi madre cuando tendría diez doce años, la época que comenzaba a arreglarme para los demás, época donde lo conocí al rulo; como siempre en una escaramuza cuando se terminaba un partido de fútbol en el club del barrio. En esa oportunidad se jugaba una semifinal o algo así de un campeonato comercial. Un torneo bastante importante, tan, que habían traído un referí de otro barrio para dirigir el partido. Un tipo que no estaba al tanto de cómo se manejaban las cosas en el club. Parece que a los diez minutos al hombre se le dio por expulsarlo al rulo; sí, al rulo, que tenía licencia para matar si es que se le ocurría, pero esto es un decir porque él siempre fuera del fútbol fue muy pacífico. Pero, no vamos a mentir, le gustaba poner la pierna fuerte y levantar un poco los tapones. Entonces cuando le muestran la roja, el rulo se creyó que era una broma que el referí le hacía como guiño a alguna de las pocas minas que miraban el encuentro. Y cuando le dijo que se tenía que retirar de en serio el rulo se puso como loco y lo castigó de semejante manera que al referí lo tuvieron que llevar al hospital y todo. Como el hombre se ve que tenía influencias, se comentaba que al muchacho que le había pegado, es decir al rulo, lo había ido a buscar la policía a la casa y lo habían metido en un calabozo tres días. Ese fue el día que lo conocí o mejor dicho le presté atención, yo vi todo lo que pasó en la cancha. Él me conoció a mí mucho después. Casualmente en otra escaramuza pero de diferente índole.
Nunca se me dio por preguntarle si era verdad que lo habían metido en cana en aquella oportunidad. Capaz que se lo pregunto ahora así me saco la duda de una buena vez. Pero bueno, si es cierto que lo metieron preso durante tres días, es seguro que al tema de los forúnculos se lo haya pescado en ese lugar.
El ungüento llevaba dos claras de huevo, yo en ese momento en vez de ponerle dos claras de huevo, un poco para ahorrar y otro poco porque no tenía, le mandé un huevo entero; una hoja de aloe vera, salvia, romero y menta. Todos yuyos que se decía que nacían en todas partes, pero yo no los diferenciaba muy bien unos de otros, por lo que agarré algunos de los que crecían en el fondo y lo hice acostar al rulo en una lona al sol con los brazos abiertos. Batí el líquido y se lo pasé a lo largo y ancho de ambos sobacos. Y allí estaban los cuatro, a mí entender, pelos encarnados debajo de cada axila. Ni bien se lo pasé un aroma agrio comenzó a subir. Yo no le dije nada pensando que a lo mejor el huevo que había utilizado podía estar en mal estado. Porque eran unos huevos que los chicos de la cuadra le robaban a uno que criaba ponedoras frente al rancho de Laborato, y siempre te hacían el chiste de regalarte unos huevos y una ya sabía que entre ellos siempre te encajaban uno podrido, de esos que Laborato se había olvidado de recoger o que se había escabullido hasta un rincón donde solo podía llegar la mano de un niño.
Tenía entendido que en veinte minutos el ungüento te sacaba los pelos encarnados para afuera, al menos eso es lo que me había transmitido mi madre de generación en generación, la verdad era que yo nunca me lo había hecho en carne propia digamos, porque a mí nunca se me encarnaban los pelos. Por las dudas dejé que pasara como media hora antes de volver a observar cómo iba el tratamiento. Cuando fui a controlar, el rulo dormía como un angelito, a lo mejor porque estaba un poco mamado o cansado. La cuestión es que dormía y lo dejé un buen rato más. Cuando me pareció que el sol lo estaba cocinando lo fui a despertar. Lo primero que me dijo fue:
-Mierda cómo pica esto.
-Es que te está haciendo efecto, mi amor -le contesté.
Para ese entonces ya había advertido que el rulo tenía como veinte hormigas debajo de cada sobaco, lo estarían haciendo ver las estrellas. Lo acompañé hasta la cama y durmió hasta el otro día. Suerte que estaba mamado y no cansado. No tardó ni un segundo en conciliar el sueño.
Al día siguiente los supuestos pelitos encarnados continuaban tan encarnados como cuando los habíamos descubierto.
Pasaron algunos meses antes de que volviésemos a hablar del asunto.
-Tengo algo acá -dijo sin más el rulo mientras comíamos unos tallarines un día al mediodía.
Y sí, tenía. Vaya si tenía. Ahora eran cuatro bolas perfectas, del tamaño de una nuez promedio, de un color rosa viejo, que cuando el rulo revoleaba los brazos de arriba hacia abajo para que se le airearan un poco, despedían un olor agrio, el mismo que había desprendido cuando le hice el experimento del ungüento. Aprovechando a que después de los tallarines se tomó unos cuantos vasos de sidra lo convidé con vino blanco. El vino blanco siempre lo ponía de buen humor. Finalmente lo pude convencer de que fuéramos a la salita que estaba a la vuelta de donde vivíamos en esa época. En la orilla.
En la salita atendía los domingos un doctor de apellido Galbanera. Un doctor que decían se había vuelto adicto a meter el dedo en el -perdón por el término pero hay términos que no tienen su equitativo- culo del paciente, tuviese lo que tuviese. Decían que a esto lo hacía en represalia a que su mujer se lo metía permanentemente, primero cuando tenía relaciones sexuales, y después dicen que se lo metía a cada momento. Hasta una vecina mía, que cada tanto iba hasta el centro, me dijo una vez que lo había cruzado al doctor Galbanera caminando con su mujer por la vereda y que sí, era como decían, ella en vez de llevarlo de la mano lo llevaba del culo, con el dedo adentro y las nenas que iban a su lado no decían nada, era como que todo era una situación normal. A lo mejor también se lo metía a ellas pobrecitas. Entramos a la salita.
-Usted quédese afuera -me dijo de muy mal modo. Todo en ese médico era de muy mal modo. Ojalá sea cierto y que la mujer le siga metiendo el dedo en el culo hasta que le salga por la boca.
Como buena mujer y esposa me agaché para espiar por la cerradura y ver qué le hacían a mi rulo. Primero lo hizo desnudar y ya me pareció que Galbanera lo miraba un poco mucho. Se me paralizó el corazón cuando el doctor se incorporó de su silla de observancia y se acercó a la puerta. Me imaginé que la abría y me rompía la cabeza. La puerta abría para afuera, digamos, y él siempre de mal modo, siempre de mal modo. Pero no. Nada que ver. Lo que hizo fue tapar con algo de color rojo la cerradura.
Cuando salió, el rulo parecía más tranquilo. El doctor no me dirigió una sola palabra, ni falta que me hacía.
-Forúnculos -dijo el rulo al rato.
-Aire. Preciso aire seco -y no se dijo más nada al respecto.
Ambos sabíamos que pegados al río como vivíamos, nunca íbamos a tener aire seco. Pero el destino nos tenía guardada una grata sorpresa.
Por eso, cuando nos hicimos de la alta sociedad, compramos la casa que compramos, con arboleda y parquero propio. Igual alguien debería informarles de nuestro cambio de domicilio a los forúnculos porque ellos no se fueron nunca, y pareciera que nunca se van a ir, porque lo que es, cada vez largan más olor, cosa que por cierto jamás menciono. Pero el rulo la sabe y lo nota.
El día del tema de los bolsillos casualmente el rulo me había acompañado a llevar al muchacho al Jardín. Como hacía tiempo muy fresco y seco, me dije; “ma´ sí; que me acompañe”. Se lo propuse y aceptó. Aquella jornada lo vi como entusiasmado, como que por un momento se había sacado el tema de los forúnculos de la cabeza, o de debajo de los brazos para mejor decir. Pero es una broma, y con ciertas cosas una no debe bromear, porque a veces cuando una bromea otro puede estar sufriendo. Sufriendo forúnculos. A lo que voy, es que ese día, al de los bolsillos me refiero, el rulo estaba de testigo.
Como él siempre necesita aire no tiene mucha ropa de arriba, digamos. Y que quede claro que no es por ser pijotero. No. Nada que ver. Porque bien que de la cintura para abajo tiene siempre de lo mejor y de marca. En todo caso habría que consultarlo al tal Galbaneras para saber si ya no puede abrigarse un poco mejor de la cintura para arriba, igual el rulo lo tiene re asumido y está muy acostumbrado, además tiene una salud de hierro salvo el detalle que vengo mencionando. De todas maneras me da semejante pereza ir hasta la salita de la orilla que ya sé que no voy a ir nunca. Es más probable que me lo cruce al doctor alguna vez por una de estas calles del centro. Por eso desde hace un buen tiempo me acostumbré a llevar todos los estudios que se ha hecho el rulo en los últimos años en la cartera. Así, si me lo encuentro se los muestro y listo, total que le cuesta un segundito. Y si cuando me lo encuentre va con la mujer que lo lleva con el dedo adentro del culo le pregunto igual, aunque sé que desaconsejan por no ser conveniente interrogar a un hombre cuando alguien le está metiendo el dedo en el culo. Pero, qué es conveniente. Condenar a un hombre a vestir el resto de su vida solo una musculosa por más que haga calor, frío, o lo que sea. Vuelvo a preguntarme en voz alta: qué es conveniente.
Un minuto de indecisión y se puso la de color naranja. La que a mí más me gusta. Los tres rumbo a la Institución. El muchacho al medio, literalmente colgado de nuestros brazos, reía de felicidad con su naricita roja del frío. Un invierno de lo más crudo había dicho el de la radio en horas de la mañana. Siete grados bajo cero a las 2:15 se había registrado como mínima en lo que iba de la jornada. Cuando iniciamos la caminata la temperatura no superaría en mucho los cero grados. La gente me lo miraba al Rulo, pero él ni bola. Sé que es mi hombre y solo tiene ojos para mí.
Por poco llegamos tarde al ingreso. La portera junto con el gendarme estaban a punto de clausurar la puerta. El pobre rulo se perdió la ceremonia de canciones a la bandera y al Jardín, a nosotros no se nos permitió entrar. De regreso le recordé que Dios sabe por qué hace las cosas y que en el SUM (salón de usos múltiples) siempre hace un calor tremendo y si hubiese tenido que escuchar las dos canciones seguro que los forúnculos le empezaban a supurar y a picar.
Entonces, decía, que lo dejamos al muchacho sobre el escalón de entrada al Jardín. De inmediato la mano firme de la señorita Patricia, la que mantenía libre, no la de la espada, porque ahora sí directamente era una espada lo que portaba, aparecida de vaya a saber donde, lo tomó de su hombrito para “ayudarlo” a entrar. Al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas y de un momento a otro era una catarata de llanto y moco como pocas veces lo habíamos visto. Quizás el pequeño tenía la ilusión de poder compartir con ambos progenitores el ritual de cantado e ingreso a la salita. Lo cierto es que te lo retienen al muchacho. Un momento de desgarramiento atroz donde la Institución triunfa por sobre las voluntades de padres e hijos. Y se te lo quedan nomás. Los ojos grandes y felices de la señorita Patricia, que sabe cómo nos mortifica su triunfo pasajero. El rulo que no aguantó la situación y también se quebró. Solo quedaba yo fingiendo aguantar estoicamente contra la maldad de la señorita Patricia y la Institución. Por eso es que su cara me da que pensar que ella sabe algo que nosotros no y goza con esa situación. Antes de que se lo llevaran del todo y cerraran con candado la puerta; el muchacho en su inocencia de niño buscó infructuosamente -porque a esto hay que decirlo, él ya viene muy bien educado desde la casa- meter la mano dentro de su bolsillo, seguro quería encontrar un pañuelo para limpiar sus secreciones. Y claro que el bolsillo estaba cocido; como debe ser. Por eso fue que yo le grité, está el rulo de testigo que no me deja mentir:
-Con la manga mi amor. Con la manga. Limpiate con la manga.
Admitiendo nuestro destino, no nos quedó otra que desplegar nuestra bandera familiar y hacerla flamear un poco, aunque sea a la nada, sin obtener respuesta de nada ni de nadie. Ya se lo habían llevado del todo. Nos quedaban alrededor de cuatro largas horas de espera antes de recuperar al muchacho.
De muchos años atrás data la costumbre familiar de que los bolsillos deben estar cocidos. A esta altura de la vida cualquiera sabe, o debería saber si es que le interesa estar un poco informado, que dentro del ambiente de la medicina es voz poluli que no tener los bolsillos cocidos es mala señal.
Qué razón tenía mi abuelo cuando nos contaba aquella historia. Regularmente la contaba en algún momento durante la celebración de la Navidad. Una fiesta de Navidad que comenzaba en horas muy tempranas, donde todos nos saludábamos con besos y abrazos sabiendo de antemano que la reunión terminaría mal. Cuando digo mal, quiero decir: mal.
Nosotros, siendo los más pequeños éramos los más beneficiados. Por ese entonces siempre había algún mayor en especial los tíos que no eran tíos directos, que nos daban nuestros primeros vasos de bebida alcohólica. Reuniones gobernadas por la fuerza y el coraje del alcohol. Íntimamente todos deberíamos apostar, al menos yo lo hacía, cual sería el desencadenante para que la fiesta se terminara abruptamente. Sin duda la experiencia del abuelo le permití olfatear algo en el ambiente e ingeniárselas para, sin concesiones, relatar la historia antes de que todo acabara.
-No se puede ser pobre y delicado. No se puede ser pobre y delicado -repetía esta frase varias veces hasta captar la mayor atención de los presentes.
-En la viña del señor no solo hay que ser, sino que también hay que parecer. Primero el trabajo. Y nada de andar haciéndose los modernos con eso de meterse las manos dentro de los bolsillos mientras le hablan a uno. Todos sabemos que los bolsillos son el refugio de los débiles; que sin nada mejor que hacer meten sus manos en ellos, previamente agujereados, y se rascan la entrepierna hasta hacerse sangrar si es necesario. Creándose un foco de hongos e infecciones llevándolas de acá para allá a lo largo y ancho de todo el cuerpo. Los bolsillos abiertos son para los oríllelos resignados a nacer y morir sin haber mejorado en nada. Cualquier médico puede dar fe de lo que estoy diciendo. ¿Alguno de ustedes fue al médico en los últimos meses?
Siempre hacía una pausa en ese momento. Como desafiando a la multitud. Bastaba conque alguien largara la carcajada para que la situación se desmadrara del todo.
-Nunca van a salir de sus cuevas de barro y fracaso orilleros bolsilleros -se ensañaba con quienes se habían atrevido a burlarse de sus palabras- esa es su condena. Su eterna condena -terminaba en un hilo de voz y rascándose los ojos haciendo como que lloraba cuando en verdad espiaba que hacía cada uno.
Claro que la fiesta para ese entonces ya iba cumpliendo su ciclo. Mamá nos agarraba con brazos temblorosos de alcohol y nos llevaba a mí y a mi hermana a dormir. Nos acomodaba a las dos en la camita que compartimos siempre. Recuerdo sus palabras luego de que nos besara en la frente:
-Si el tío Carlos se quiere venir a acostar un ratito con ustedes no le digan nada, porque se pone malo.
-Mamí, pero si en esta cama ya casi ni entramos nosotras -contestaba mi hermana mayor.
-Arréglensela como puedan, no quiero más peleas por hoy.
Tío Carlos aparecía tambaleándose, pero eso sí; a la habitación se ingresaba sin bebidas, mamá se lo tenía terminantemente prohibido a todo el mundo. Nada de vasos con alcohol.
Después, no sé como hacía mi hermana, pero terminaba acomodándolo a tío Carlos tan largo como era sobre ella misma. Por suerte se quedaba un ratito y después se iba. O al menos eso era lo que me parecía a mí que siempre me dormía antes de que él se retirara.
Eso es la lástima y la injusticia de la vida. Cómo me hubiera gustado que el abuelo hubiese tenido la suerte que yo tuve. De poder venirse a vivir al centro. De ser de la alta sociedad, digamos. El sí, seguro que hubiese podido llegar lejos, hubiese sido Ministro o más aun, hubiese podido ser militar. Eso, militar.
Por eso, digo que me pareció muy raro que el muchacho tuviese su manito derecha metida en el bolsillo del mismo lado cuando me lo entregaron a la hora de salida. Creí detectar, y detecté, una mirada furtiva por parte de la señorita Patricia. Muchos niños se interponían entre nosotras, de otro modo la hubiese increpado sin miramientos. Igual la vergüenza me subió a la cara y me puse de todos los colores cuando lo ví al muchacho en aquella situación tan extraña. En una palabra me paralicé por completo. Lo tomé de su brazo libre y lo saqué de entre tanta multitud para no seguir humillando el buen nombre de nuestra familia. Nuestra familia de la alta sociedad. No le dirigí una sola palabra -esto se ve que lo sintió porque caminaba y gimoteaba al mismo tiempo- hasta no estar del lado de adentro de nuestra casa. Nunca fui de escándalo en la vía pública. Una vez cerrada la puerta, con fastidio le arranqué el brazo de las profundidades del deshonor. Algo que parecía una curita le recubría un par de dedos. Se la quité. Debajo había una especie de gasa. Continué desenroscando. No en la punta, pero sí en el medio, la gasa se teñía de un rojo punzo. Sangre.
Sus ojitos se llenaron de lágrimas. Y los míos también.
-Sita Paticia cotó mano mía.
Qué gran emoción para una madre dedicada por completo a su hijo.
-Oíste rulo. Dijo mano ¡¡¡Mano!!!
Y el Rulo me miró. También con lágrimas. Pero no de emoción. Era un día de mucha humedad, se lo observaba inflamado por demás. Sin dudas al decir de un especialista las de él eran lágrimas de forúnculos. Pero no importa, lo importante era que me había mirado. Y lo más relevante de todo, se comenzaba a ver el buen trabajo que la Institución venía realizando en la educación del muchacho.
Me puse de inmediato a hacerle la leche y le di, cosa que muy rara vez hago, teniendo en cuenta la importancia de la alimentación en los niños, un paquete entero de sus masitas preferidas. Comió con ganas, pero era indudable que su dedo le dolía bastante cada vez que lo debía utilizar para llevarse algo a la boca. Me pareció raro que en vez de irse corriendo a jugar al básquet como lo hacía todos los días, pidiera permiso para ir a mirar televisión a la pieza. Lo autoricé de inmediato. Mientras lo veía caminar me alegraba de no haberle levantado la mano delante de todo el mundo cuando me lo entregaron en el Jardín. Lo que es la alta sociedad, desde que vivo en el centro he aprendido una de las lecciones más importantes de los padres para con sus hijos, lo aprendí en una revistas de esas, de última moda, si no me equivoco, me acuerdo el gran título en destacado color rojo “Pregunte y recién luego péguele a su hijo”. Y qué era lo que yo había hecho, qué alguien me lo diga por favor, sino acatar al pie de la letra aquella enseñanza. En cambio qué diferencia con aquello, la orilla, allá una crece con el proverbio taladrándole la cabeza desde que tiene uso de razón: “el que pega primero, pega dos veces”.
Zurciendo el bolsillo del muchacho comencé a divagar un poco en mis pensamientos. Me saltó a la vista que también a otros niños se los veía un poco desmejorados. No quisiera utilizar la palabra heridos porque es una palabra muy fuerte, y como no soy persona de andar ni metiéndome con los demás, ni muy observadora que digamos, solo voy a utilizar la palabra desmejorados. Pero, en cuanto a mí muchacho, no puedo negar que lo que había sufrido era una herida. Por algo la imagen de la señorita Patricia comenzó a rondarme por la cabeza. Lo último que faltaría sería que la muy atorranta, porque de ella se dicen cosas, muchas cosas, estuviese ejerciendo violencia física sobre los indefensos niños.
Lo había decidido. Me disfrazaría de alumna y entraría en la Institución para averiguar hasta los últimos detalles de lo que allí dentro ocurría.
Busqué y rebusqué sin poder encontrar por ningún lado un guardapolvo rosa, del color que llevaban las nenas digamos. Estaba segura que lo tenía, porque hace unos años yo me había disfrazado para un carnaval, de enfermera, justo con ese guardapolvos, que mi prima Mimí lo había alquilado en una casa de alquiler de vestuario para fiestas de disfraces, y como al rulo le había gustado, yo le dije a Mimí que lo devolvía yo, total no tenía nada que hacer, y nunca lo devolví. Entonces con el guardapolvo, yo al rulo le hacía unos bailes cuando nos disponíamos a hacer el sexo. Revolví todo, pero no hubo caso no lo pude encontrar. Entretanto caí en la cuenta que desde que estábamos en el centro el tema del sexo se había parado bastante, si yo al guardapolvo en la orilla me lo ponía a cada rato. Lo cierto es que tuve que improvisar con una campera rosa, después me até dos trencitas y nos fuimos con el muchacho, tranquilos, de la mano como quién no quiere la cosa rumbo al Jardín.
Había decidido actuar de la manera más serena posible para no levantar sospecha. Mejor si no hablaba pensé, me costaba un poco acoplar mi voz grave al tono de las niñas de tres años. De vez en cuando el muchacho me lanzaba una mirada rápida mientras yo actuaba como cualquier nenita moviendo mis trencitas y dando un saltito cada dos pasos.
Ya estábamos dentro del pelotón, del acostumbrado agrupamiento que se forma frente a la puerta de entrada; veía al fondo a la señorita Patricia que a paso largo y acelerado se movía acomodando a los que ya estaban dentro; siempre espada en mano. Me la quería comer cruda como quien dice.
Solo faltaban los tres escalones y lo conseguía. Dejé que el muchacho caminara delante de mí. Subimos primero el pie derecho. Luego el izquierdo. Luego el derecho y luego el izquierdo. Él siempre un escalón delante de mí. Él quedó técnicamente del lado de adentro. Cuando estaba a punto de realizar mi último movimiento de pies para cumplir con el mismo objetivo, el gendarme levantando su ametralladora hasta la altura de la cintura, hasta momentos antes la tenía apoyada en el suelo, gritó con voz lacerante.
-¡¡¡No!!! Quien se creé que es.
-La nena de la de Gutiérrez.
-Creo- agregué.
-Así, y yo soy Rambo.
-No me diga. Nunca lo habría adivinado. Mucho gusto Rambo.
Me fui aceptando la derrota.
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Etiquetas: ficción, Institucionalizaciones, Sergio Fitte