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15-10-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Un año antes de morir, Alfred Nobel escribió un testamento. Fue uno de los tantos que redactó cuando sentía la respiración de la muerte en la nuca. El último es del 27 de noviembre de 1895. Alfred Nobel era muchas cosas —químico, ingeniero, escritor, inventor—, pero sobre todo un millonario filántropo. Creía en el progreso de la humanidad, entonces decidió donar su fortuna a la creación de un premio que distinga al mejor físico, al mejor químico, al mejor médico, al mejor pacifista y al mejor escritor. En su último testamento dijo que el Nobel de Literatura debería ganarlo “quien hubiera producido en el campo de las letras la obra más destacada, en la dirección ideal”.

¿Y qué significa escribir en “la dirección ideal”? Una definición abierta que otorga toda la libertad a la Academia Sueca, organismo que gestiona el premio y que decide a quien convierte en un bestseller mundial. Pero ganar el Nobel no sólo significa revalorizar una obra, internacionalizarla, publicitarla en todos los idiomas y darle una novedad al cansino mercado editorial. También se traduce en mucho, mucho dinero. La suma actual en dólares es de 1.1 millones. Los que ya son millonarios y carecen de prestigio literario quieren el Nobel, pero también los que no son millonarios y tienen ese prestigio a base de literatura. Aunque preguntas tal vez sean otras.

¿Qué tipo de autor premia el Nobel? Otro elemento que marcó Alfred Nobel en su testamento fue la “tendencia idealista”. ¿Se premian autores “buenos”? ¿Cuánto de esa bondad se puede leer en una obra? ¿Acaso la bondad o maldad no es definida por una época? Un buen ejemplo es Karel Capek, escritor checo de la primera mitad del siglo XX que, más allá de lo anecdótico de introducir la palabra robot, escribió libros irónicos contra el nazismo como La guerra de las salamandras. Fue este mismo motivo que le suscitó dudas al comité si premiarlo o no. “A los académicos les parecía demasiado insultante para el Gobierno alemán”, contó el periodista científico Javier Sampedro.

Pero a la Academia Sueca le interesaba la obra de Capek, entonces le dijo que para darle el Nobel era necesario que escriba libros menos controvertidos. Eso fue lo que le insinuaron. Jamás lo hizo, por supuesto, y dio por terminada su aspiración al mayor premio literario. No tenía sentido.

II

¿Todos los escritores, absolutamente todos, quieren tener el Premio Nobel de Literatura? ¿Qué llevaría a un autor a rechazarlo? La historia de Boris Pasternak es una buena forma de hacerse las preguntas indicadas. Boris nació en Peredélkino, una pequeña ciudad a 25 kilómetros de Moscú, en 1890, en los tiempos zaristas del Imperio Ruso. Su padre, Leonid Pasternak, fue un destacado pintor impresionista; su madre, Rosa Kaufman, una famosa concertista de piano. Estudió Filosofía pero decidió abandonar para dedicarse de lleno a la literatura. El mismo año que dejó la universidad publicó El gemelo entre las nubes, su primer poemario.

Durante la Primera Guerra Mundial trabajó en una fábrica de productos químicos en Perm, en los Urales. De esa experiencia surgió Doctor Zhivago, su mayor obra, novela publicada por primera vez en Italia en 1957. Pero antes escribió libros muy celebrados, al menos en Rusia, todos de poesía. Desde 1946 fue candidato al Nobel, pero fue al año siguiente de la publicación de Doctor Zhivago —el gobierno soviético lo persiguió por eso— que la Academia Sueca se decidió a premiarlo. ¿Y qué hizo Pasternak? Envió una carta contando lo “agradecido” y “sorprendido” que estaba. Seguramente lo estaba. ¿Un Nobel para un escritor de la Unión Soviética? 

Pocos días después, tras una intensa presión del estalinismo, envió otra carta con el sentido opuesto: “Considerando el significado que este premio ha tomado en la sociedad a la que pertenezco, debo rechazar este premio inmerecido que se me ha concedido. Por favor, no tomen esto a mal”. La amenaza del Kremlin a través de la KGB consistía en expulsarlo del país. Aún así, vivió los últimos años escondido en su dacha en las afueras de Moscú. Murió en 1960 de leucemia. ¿Cómo vio el mundo este rechazo? Algunos, los más cegados, lo vieron como una cuestión de principios socialistas, pero ocurría todo lo contrario: era el estalinismo el que se lo prohibía. 

Al año siguiente del galardón negado, en 1958, Bill Mauldin ganó el Premio Pulitzer por una caricatura donde Pasternak está en Siberia haciendo trabajo forzado y le dice a otro prisionero: “Yo gané un Premio Nobel, ¿cuál es tu crimen?”.

III

El Nobel no sólo fue perdiendo reputación por las denuncias de abuso sexual y filtración de información contra Jean-Claude Arnault, esposo de la entonces jurado Katarina Frostenson, sino también por ese devenir caprichoso de configurar un héroe literario anual sin argumentos. Acá, en este rincón del planeta, todos dicen lo mismo: Borges no lo ganó. En una entrevista, María Kodama me contó una anécdota. Un día alguien en la calle le dijo a Borges: “Maestro, yo voy a rezar a Dios para que le den el Nobel”. “¡Por Dios!”, le respondió él, “¡no haga eso! Si me lo dan, voy a ser un número más en una lista. Así soy como un ícono al que no le dieron el Premio Nobel”. 

En esa entrevista Kodama también recordó una escena que no es otro episodio en el decálogo de anécdotas borgianas. El día en que Borges se preparaba para ir a Chile a recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad Católica, sonó el teléfono. Hablaban desde Suecia. Ella le pasó el tubo y, luego de oír el motivo de la llamada, Borges le respondió: “Mire señor, yo le agradezco muchísimo lo que usted acaba de decirme, pero hay dos cosas que un hombre no puede permitir: sobornar o dejarse sobornar. Y después de lo que usted ha dicho, mi deber es ir a Chile. Adiós”. En ese momento Pinochet lideraba la dictadura chilena. La Academia Sueca le estaba pidiendo que no vaya.

Por principios y compromiso, Borges finalmente decidió ir. No sólo no creía en los derechos humanos —o no le interesaba creer—, también estaba seguro que las distinciones no tienen condicionales, sobre todo si se trata de literatura. ¿Para qué querría yo un Nobel?, habrá pensado Borges mientras le daba los primeros sorbos al te de la tarde. 

IV

Para 1964, Jean Paul Sartre era el filósofo más importante de su tiempo. Ya había escrito sus mejores obras: La náusea (1938), Las moscas (1943), El ser y la nada (1943), Las manos sucias (1948) y Crítica de la razón dialéctica (1960), sólo por nombrar algunas. Se destacaba tanto en textos filosóficos como literarios. Era un autor todoterreno. Por eso, sabía que en cualquier momento el Nobel llegaría. Entonces se anticipó: el 14 de octubre de 1964 envió una carta a la Academia Sueca pidiéndole que no lo incluyeran entre los posibles ganadores. Para Sartre, aceptar el Nobel implicaba, no sólo volverse “una institución”, sino también perder su condición de filósofo.

Sin embargo, la carta llegó con un mes de retraso y en septiembre la Academia Sueca lo declaró ganador del Nobel de Literatura sin haberse enterado de su anticipada negación a aceptarlo. “Su trabajo, rico en ideas y repleto del espíritu de la libertad y la búsqueda de la verdad, ha producido una influencia de muy amplio calado sobre nuestra era”, decía el jurado argumentando su decisión. También lo rechazó para no tener conflictos con la Unión Soviética. Sartre era comunista y si bien era crítico del estalinismo su distanciamiento no era absoluto. Por eso también escribió en el diario Le Figaro que si recibía el Premio Lenin también lo rechazaría. 

Creía en la autonomía intelectual y sostenía que era fundamental que un escritor, más allá de su rol de activista, no quede atrapado por intereses cruzados. En ¿Para qué sirve la literatura?, asegura que la ficción permite “vivir momentos de libertad” y “escapar a las fuerzas de alienación o de opresión”. Por eso rechazó el Nobel. Sin embargo, según se reveló años después, exigió el dinero del premio.

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