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Por Carlos Quiroga, Marina Esborraz, Luciano Lutereau
I.
Si hay algo que sabe cualquiera que se dedica al psicoanálisis, es que la necesidad de mostrarse cruel o dañino con otra persona tiene su origen en deseos sexuales, que no pueden actuarse ya sea por vergüenza, angustia, culpa, etc.
Hasta cierto punto, un chiste agresivo puede ser un acto de seducción. También es cierto que, paradójicamente, en nuestra cultura es más aceptable una acción hostil que una amorosa. Por ejemplo, en la vía pública está prohibido tener sexo, no pelearse. Es todo un modo de habitar el espacio público, reprimir el amor o, mejor dicho, expresar el deseo solamente con hostilidad.
Una provocación puede ser un llamado mimoso, hablar mal de alguien a veces es la única manera que se encuentra para no sufrir por un deseo oculto, a veces, hasta para quien vocifera. Esta es la raíz del sensacionalismo, que sabe que la fuente del escándalo es el erotismo. A ningún diario le importaría la vida sexual de una pareja, pero digamos que uno de ellos fue un infiel para vengarse por el desinterés creciente del otro, que eso llevó a un divorcio terrible en el que las partes se destruyeron económicamente y ahí ya tenemos una noticia. Corrijamos: no es que al diario no le interesaría, sino que si publicase una nota sobre cómo dos personas hacen el amor, tendríamos una avalancha de críticas; pero no por eso el diario deja de hablar de sexo, solamente que lo hace contándonos peleas, o chismes de la vida privada de otros, como lo hacen también otros medios (hasta un hilo de Twitter), porque eso nos excita, satisface una curiosidad cuyo origen, como dije, es sexual.
II.
Hay dos desvíos de lo vital del erotismo, de su uso creativo: la transformación del deseo en hostilidad y la curiosidad chismosa. No creemos excesivo decir que alguien que se analiza logra desprender las contrainvestiduras agresivas de su deseo: se enojará menos, se indignará menos, no necesitará estas excusas para “calentarse”; de la misma manera que ese desprendimiento lo volverá menos interesado en la intimidad de quienes no conoce, se sentirá menos atraído por el “morbo”, para que su curiosidad sirva para enriquecerse personalmente con la propia experiencia. También ésta es la vía para investir de una forma novedosa el espacio público, menos reactiva y más amorosa. Este es uno de los sentidos de la palabra “revolución”.
III.
No existe la agresión inconsciente. Puede ser que alguien dañe sin darse cuenta, pero eso no quiere decir que quería dañar. También puede ser que dañe para no darse cuenta, ¿de qué? De su deseo, porque el deseo es lo único que puede ser inconsciente. Es lo inconsciente por definición. Por eso también la agresión es un modo de represión; uno muy precario, poco elaborado, reactivo.
Las personas agresivas desconocen un deseo que, entonces, les retorna proyectivamente; es decir, su agresión habla más de ellos que de lo que agreden (por eso existe el refrán: “hay que tomarlo como de quien viene”), de sus impotencias y frustraciones, del deseo que no pueden asumir, del que nada quieren saber, ese que los une a su pesar, que los incomoda y seduce. La persona agresiva se retuerce contra aquello que lo seduce, que no es el otro, sino el deseo, al que busca controlar, inventarle excusas o motivos, desesperadamente. Motivos puede haber para enojarse, no para agredir. En la agresión ya se trata de hacerle pagar a otro la propia debilidad como sujeto de deseo. La agresión es una forma de hiperexcitación de la conciencia, una obsesivización no sintomática, el fracaso más rotundo de la experiencia de análisis.
IV.
Pasa el hombre rico y escupe hacia donde está el hombre pobre. El hombre pobre entonces dice: “Me desprecia”. Si nos acercásemos al hombre rico y le dijésemos: “¡Escupiste al hombre pobre!”, sorprendido el hombre rico contestaría “No lo vi”, es decir que lo obvió.
Por “obvio” solemos entender algo claro, que no presenta dificultad como adjetivo, esto es “obvio” es una afirmación de algo que se pone delante de los ojos; del latín obvĭus, y encuentra compuesta de ob-, que indica ‘delante de’ o ‘frente a’, y -vía, que significa ‘camino’, que se encuentra frente a los ojos, que se puede percibir fácilmente y sin obstáculo. Esta acepción será como adjetivo, pero hete aquí que el hombre rico, no lo vio, es decir, cometió la acción de obviar al hombre pobre; el verbo obviar, entonces, tiene dos acepciones, la primera es ‘obstar, estorbar, oponerse’. El segundo sentido es prácticamente la antítesis de la primera acepción: ‘evitar, rehuir, apartar y quitar de en medio obstáculos o inconvenientes’. Con este segundo significado, el verbo tiene carácter transitivo y, por tanto, se pueden construir oraciones como “hay necesidad de obviar la solución”, es decir, de quitar los impedimentos para llegar a ella. Como se ve, el verbo obviar, en ambas acepciones, tiene que ver con su etimología (ob y vía): estorbar el camino, en la primera, y sortear los obstáculos del camino, en la segunda; en ambas “camino” puede tener sentido recto o figurado. Lo que, de acuerdo con los diccionarios, resulta impropio es derivar el verbo obviar del adjetivo obvio para que signifique “hacer algo claro, evidente, obvio”. En todo caso, si un buen número de hablantes deciden darle a obviar este nuevo significado, convendría entonces añadirlo en los diccionarios (José G. Moreno de Alba). Es este último sentido el que podemos atribuirle al hombre rico. El obvia al hombre pobre, es decir, lo evita porque le resulta inconveniente ese obstáculo en el camino de su opulenta vía. Obviar entonces resulta la peor de las agresiones ya que no considera al otro en ninguna dimensión de su existencia. La supuesta “agresión inconsciente”, a la que Sartre no hubiera dudado en calificar de “mala fe”.
V.
La agresividad suele confundirse con la violencia. Es verdad que para una pelea hacen falta dos, pero no es menos verdad que para no pelearse también hacen falta dos. La violencia forma parte de la economía de la vida: nacer es violento, hacer el amor tiene una cuota de violencia articulada, así como la práctica de cualquier deporte o el mero ejercicio de leer y escribir. La agresividad sabemos que es el fundamento de la dialéctica narcisista a la que sucumbe toda relación “especular”. Estas relaciones carecen del uso de la primera persona del singular y mucho menos de la del plural. La espiral agresiva puede terminar en explosiones de violencias extremas ya que la agresividad busca, por más amorosa que se presente, la destrucción del ser del otro.
VI.
Hay agresiones sutiles. Tal vez sean mejores que las directas o las explosivas, pero no dejan de producir malestar e incomodidad en el otro. El uso permanente de la ironía y el sarcasmo, el malhumor constante, el señalamiento habitual de una falta o defecto, incluso hacerse esperar (hay personas que siempre se hacen esperar). La característica habitual de estos casos, cuando aparece una queja al respecto, es la típica respuesta “Yo soy así”, como afirmación narcisista donde queda asentada su posición inconmovible. Algunos casos muestran un rasgo propio de la obsesión, lo que se ha denominado “carácter anal”, que es la forma sádica que cobra el fantasma del obsesivo. Otras más bien responden al modo en que Lacan denomina a la cólera “cuando las clavijitas no encajan en los agujeritos” y esto puede también pensarse como aquello que denominamos “frustración”. La vida está llena de frustraciones, por supuesto, deseos que quedan irrealizados, expectativas que no se cumplen, proyectos que quedaron en el camino. El problema es cuando eso se encalla en resentimiento, y un resentido es alguien que le hace pagar al otro sus propias frustraciones. Un análisis sirve para eso, para curarnos del resentimiento.
Etiquetas: Agresividad, Carlos Quiroga, Luciano Lutereau, Marina Esborraz, Psicoanálisis