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30-10-2020 Ficciones

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Por Diego Fernández Pais

Yo creo que curarla hasta es en vano.
Con parches y con mil medicamentos 
La abrumo, me atosigo y no la sano.
De todos los más crueles tratamientos,
La cuitada sufrió el yugo tirano;
Diez mil clases de líquidos y de ungüentos
Danle a la pobre un infernal barniz.
¡Desventurada, mísera nariz!
Estanislao del Campo, Mi naríz

UNO

Me volví totalmente loco la mañana del dos de enero de 2016. La precisión del recuerdo obedece a que aún conservo una fotografía –en la que, por la amplia sonrisa y la pose canchera, más que sano parezco indestructible, cuando no inmortal– que Cruz [Barrionuevo] me había tomado la noche anterior en un bar irlandés de la calle Rondeau, mientras (con veinticuatro horas de retraso) despedíamos el 2015 junto al selecto grupo de los happy few. Aquella noche, antes, durante y después de que Cruz me tomara la fotografía, yo entretanto me había encargado de tomar todo lo demás, o sea: cantidades industriales de cocaína, tres ácidos y alcohol a mansalva, y ello sin contar los porros que en esa época fumaba con la misma naturalidad con la que uno lengüetea un helado, deglute una hamburguesa o saborea un caramelo. No es que previamente yo hubiera sido un tipo al que el grueso de la población civil considerara, en sentido estricto, como un casi treintañero en definitiva normal, pero hasta entonces al menos las drogas que venía consumiendo desde hacía ya alrededor de una década –salvo en un ínfimo número de ocasiones que los cinco dedos de una mano me sobrarían para rememorar– de ningún modo habían provocado el cese (y ni siquiera el cese transitorio) de la escenográfica comedia humana dentro de la cual tenía espacio y se desarrollaba mi vida cotidiana.

Lo relevante, en cualquier caso, es que la mañana del dos de enero de 2016 este narrador regresó al penthouse de la avenida Hipólito Yrigoyen a eso de las ocho de la mañana. Lo relevante, en cualquier caso, es que la mañana del dos de enero de 2016 este narrador regresó al penthouse de la avenida Hipólito Yrigoyen con una reserva de dos gramos de polvo boliviano depositada en el fondo del bolsillo de su flamante billetera de piel de cocodrilo. (Regalo navideño de mis progenitores. La billetera, por supuesto.) Lo relevante, en cualquier caso, es que la larga noche que precedió a la turbulenta mañana del dos de enero de 2016 este narrador no veía la hora de que se terminara la reunión con el selecto grupo de los happy few para regresar al penthouse de la avenida Hipólito Yrigoyen y de inmediato esnifar la mencionada reserva de dos gramos de polvo boliviano absolutamente por su cuenta. 

(Lo no tan relevante, en cambio, es que este narrador nunca ha logrado descular cuáles son las profundas motivaciones que han dado origen a las –en su opinión– inextricables preferencias de la tribu urbana de los autodenominados «drogadictos sociales», toda vez que a él siempre le ha pintado más drogarse solo y sin compartir ni una mínima dosis con nadie; lo no tan relevante, en cambio, es que eso quizá se deba a que este narrador siempre ha sido el encargado de conseguir la guita y de, a la postre, desembolsarla para la adquisición de la mercadería, tras negociar face to face con el dealer los pormenores de la ilegal y riesgosa, ciertamente ilegal y riesgosa, transacción comercial.) 

Otro punto relevante, en cualquier caso, es que aquella mañana del dos de enero de 2016 este narrador no debe haber llegado a terminar de aspirar la mencionada reserva de dos gramos de polvo boliviano antes de empezar a sentirse realmente paranoico. Otro punto relevante, en cualquier caso, es que aquella mañana del dos de enero de 2016 este narrador no debe haber llegado a terminar de aspirar la mencionada reserva de dos gramos de polvo boliviano antes de empezar a sentir una paranoia realmente galopante. Una paranoia realmente galopante que al fin y al cabo se prolongó casi sin intermitencias a lo largo de todo el mes de enero de 2016. Una paranoia realmente galopante que a lo largo de todo el mes de enero de 2016 este narrador no lograba o, probablemente, no deseaba asumir como la necesaria, directa e inevitable consecuencia del excesivo consumo de polvo boliviano al que venía sometiendo a su organismo. Muy por el contrario, a lo largo de todo el mes de enero de 2016 este narrador no lograba o (probablemente) no deseaba asumir que la paranoia era eso y sólo eso era: una paranoia. Muy por el contrario, a lo largo de todo el mes de enero de 2016 este narrador estuvo convencido de que la droga no tenía la culpa de que algún perverso lo hubiera convertido en objeto de una vendetta. 

DOS

Pero, a decir verdad, ese verano yo a su vez estaba (y aún lo sigo estando) convencido de que con el argumento de mi última novela –que había sido elegida como la mejor novela del año por la aplastante mayoría de los críticos literarios más relevantes y prestigiosos de la aplastante mayoría de los suplementos culturales de los diarios más importantes y de mayor tirada de todo el país– había hecho el mérito suficiente como para que una cosa así me sucediera… Pero, a decir verdad, ese verano yo a su vez estaba (y aún lo sigo estando) convencido de que París no sólo había cumplido con su cometido, sino que además lo había excedido con creces, llegando inclusive a superar mis poco y nada modestas expectativas. En otras palabras, ese verano yo a su vez estaba (y aún lo sigo estando) convencido de que mi cuarta novela había conseguido despertar inusitados niveles de odio e inesperados niveles de pánico entre las filas de los poderosos lobbistas mediáticos de la néobourgeoisie de gauche… Y, sin embargo, jamás he concebido la posibilidad de que estas dos últimas convicciones personales fueran susceptibles de sembrar alguna duda en torno a la tangible, efectiva e indiscutible existencia de la galopante paranoia en cuestión. (¿O sí?… Mejor sería, por lo pronto, no ahondar en el asunto.)

Mejor sería, por lo pronto, concluir el relato de lo ocurrido esa mañana del dos de enero de 2016 agregando que, de un instante al otro, la galopante paranoia en cuestión se convirtió en una delirante secuencia en la que yo (como un imbécil) intentaba apagar el incendio con un bidón de nafta. En una delirante secuencia que al fin y al cabo se prolongó a la par de la galopante paranoia en cuestión (como alternativa a la misma y, por ende, casi sin intermitencias) a lo largo de todo ese mes al que yo sin dudas desearía poder borrar de la memoria. De ese mes en el que yo, en simultáneo, me convertí en un melancólico esclavo de la verdura. Y de ese mes en el que el futuro, también en simultáneo, se convirtió en algo que a mí ya no me parecía ni remotamente plausible. Un mes en el que no hice más que drogarme y maquinar. Un mes en el que no debo haber dormido más de unas doce horas en treinta días. Vivía solo. Mi familia vacacionaba en el exterior. No tenía novia. Y la amistad (desde hacía ya un buen tiempo) para mí no era más que un concepto aristotélico caído en desuso: un antiguo hábito tribal regido por ciertas normas consuetudinarias que yo, por aquel entonces, había considerado necesario modificar por decreto, en el sentido de que para leer y escribir de la forma en que deseaba continuar haciéndolo me resultaba indispensable gozar de tanto aislamiento como soledad. En consecuencia, ni siquiera concebía la posibilidad de pedirle una mano a un amigo; en consecuencia, ni siquiera concebía la posibilidad de interactuar con alguno de ellos más de una vez por año. 

Atravesé el mes de enero de 2016 hecho un auténtico desastre en todo momento, y lo cuento sin remordimiento ni orgullo. Tomaba y consumía todas las sustancias que pudiera encontrar, y estaba tan loco que incluso las inofensivas letritas de un inofensivo librito de mierda –de manera similar a lo que le sucede en los capítulos iniciales al protagonista de la novela Raucho de Ricardo Güiraldes– eran capaces de desencadenar adentro de mi cabeza un episodio de indubitables connotaciones psicóticas al que yo experimentaba como un liso y llano viaje (sin ticket de regreso asegurado) al noveno círculo del infierno dantesco. Un episodio de indubitables connotaciones psicóticas al que yo experimentaba como un liso y llano viaje (sin ticket de regreso asegurado) a un infierno escrupulosamente mental… Un infierno escrupulosamente personal… Un liso y llano viaje (sin ticket de regreso asegurado) al fin de la noche.

TRES

Ahora: «El ojo cinematográfico» de El paralelo 42 de John Dos Passos… Ahora… Una vez más… Verano… Ahora… Una vez más… Droga… Noche blanca en Santiago del Estero. Primera noche blanca en Santiago del Estero. Penúltima noche blanca en Santiago del Estero. Santísima noche blanca encerrado en la suite presidencial del Hotel Carlos V. Por todas partes libros, cocaína y ceniceros desbordados de colillas de cigarrillos. Por todas partes dispositivos electrónicos, latas de cerveza y botellas de Whisky. Ni una sola de champagne. Ni un solo rastro de consumo celebratorio… Fría noche blanca de año nuevo en la provincia más tórrida de la Argentina… Son las cinco de la mañana del primero de enero de 2018… 

Octavio, c’est-à-dire moi, con las piernas desplegadas sobre el edredón de color rosa y con la espalda apoyada contra el respaldo de color blanco de una cama tan inmensa como para invitar a tres o cuatro putas y mandarse una flor de orgía, tiene la vista clavada como un zombi en el televisor; pese a ello, sus ojos no acusan recibo de los rayos catódicos que emite la pantalla, es como si las imágenes rebotaran contra sus retinas. Está duro, crudo, en la flor de la vida. Se reincorpora y manotea el control remoto. Infructuosamente, por un largo rato se dedica a hacer zapping… Sin embargo, conforme lo previsto, no estaría encontrando nada interesante… No hay una mierda para ver, se dice… Puros videos musicales: Chayanne, Soraya, Cristian Castro, Reggaetón… Ya harto, ya ofuscado, ya esclavo de uno de sus habituales ataques de agresividad, súbitamente revolea el control remoto contra la pared y, al verlo estrellarse, al oír su majestuosa explosión, al ver cómo las tres pilas se disparan en diversas direcciones, al ver cómo la carcasa se desploma sobre el suelo y cómo la plaqueta se eleva hacia el techo antes de rebotar sobre la mesa del escritorio de caoba, una placentera sensación de repente se apodera de su cuerpo y se disemina hacia sus extremidades, provocando en el trayecto una ligera descarga eléctrica que a él le resulta imposible no asimilar a la producida por un orgasmo tan reconfortante como fugaz; un orgasmo en bajorrelieve y de baja intensidad. 

CUATRO

En la pantalla, no en balde –a medida que pasa el tiempo uno comprende que las vidas tienen narrativas– ha quedado sintonizado el canal Crónica. Programa especial de año nuevo. Conducido por Johnny Allon. A su lado, un cómico disfrazado de payaso. Haciendo lo suyo. La libertad es una condena. Los chistes del cómico disfrazado de payaso, malísimos. Y el panorama pinta más bien deprimente. Octavio arma un canuto con un billete de cien dólares y aspira una bolsa de medio gramo de polvo boliviano: dos coma cinco por cada lado; acto seguido, quiebra la nuca, reclina el marote y expone su rostro a la misericordiosa contemplación divina. Quiere que la droga baje rápido. Quiere que la droga le anestesie la garganta. Con Urgencia. Tiene el revestimiento interno del naso hecho bosta. Llagas y congestión. Le supura sin tregua. El cómico disfrazado de payaso sigue haciendo lo suyo. Primer chiste: flojo. El segundo, igual. Con el tercero, sin embargo, Octavio estalla en una sorpresiva, imprevista y extensa carcajada. Con el tercer chiste, sin embargo, Octavio por poco no se mea de la risa. Lo considera tan bueno que hasta incluso considera la posibilidad de colarlo (de algún modo) en la novela que en un futuro planea escribir sobre su adicción a la falopa. Entonces, con la mano derecha rescata la libreta digital Moleskine y toma esta nota: «El chiste va sobre un tipo que entra a un bar y le pregunta al mozo si puede pasar al baño; a lo que el mozo le responde que, para usar el baño del local, debe consumir algo. Entonces el tipo, retóricamente, le contesta: ¿y a qué te pensás que voy al baño?». 

Es sabido que la mejor de las bromas no es un chiste si un tercero no lo sanciona como tal. Este tercer chiste, por consiguiente, tuvo la fortuna de que en esa oportunidad el tercero a cargo de sancionarlo fuera Octavio, c’est-à-dire moi. Nuestro héroe, nuestro antihéroe, nuestro protagonista: Octavio Maurras. C’est-à-dire moi. Porque aquella madrugada caducaba una temporada en la cual Octavio no había hecho más que repetir como en loop –como si de El día de la marmota o La broma infinita se tratara– la trama de este tercer chiste; porque aquella madrugada se agotaba un almanaque, un calendario en el cual Octavio no había hecho más que aspirar coca, merluza, nieve, milonga, perico, mandanga en los baños de casi todos los bares del centro de Córdoba, sin nunca (la excepción, desde ya, confirma la regla) consumir nada de la carta o menú de los mismos.    

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