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Por Joaquín Rodríguez Freire
Un motoquero con campera de Boca se persigna en la puerta de la cancha de Argentinos. A unas cuadras, en Jonte y Gavilán, el pibe del piluso llora a moco tendido bajo la sonrisa brillante de Diego que brota desde un mural. Un nene que apenas roza los seis pasa por al lado y le muestra el 10 grande y negro de su camiseta argentina. Después, corre con tranco largo y se prende de nuevo de la mano de la madre.
Lloran los rotos, los crotos, los buenos, los feos, los tuyos, los míos, los nuestros y nuestras. Llora el que pide el mango en el semáforo y llora el del auto caro que no quiere que le toquen los vidrios. Lloramos todos. Maradona murió. Ya no está. Su vida se apagó tras la soledad de los muros, bien lejos de los estadios y del bullicio que lo acompañó durante toda su existencia. El cuerpo dijo basta en la mañana gris y pesada del 25 de noviembre del 2020. Y el zócalo asaltó las pantallas.
Las vacas sagradas de la televisión guardaron silencio. Por un rato se parecieron a nosotros. Sus voces rotas y sus ojos húmedos delataron su condición humana. Afuera, una nube de tristeza empezaba a ganar la calle. Las estaciones del largo periplo maradoniano se convirtieron en santuarios. Flores en La Paternal, Devoto y La Boca. Petardos en Nápoles, velas en Barcelona y rosarios en El Azteca, la tierra donde se evidenció la sospecha.
Valdano, Ruggeri y Goycochea lloran en la tele. Pagani se quiebra al aire. Apo pide que lo disculpen, que no puede hablar más. El Ruso Verea respira hondo en la radio. Tagliafico baila al ritmo de «Life Is Life», mientras Real Madrid e Inter guardan un minuto de silencio tan profundo que retumba en el corazón de Europa. Klopp dice que va a extrañar a Diego, pero también a Maradona. El Leeds postea que se fue una leyenda, y Queen lo recuerda en Vélez. «Dios y demonio», escribe Brian May en su cuenta de Instagram. L’equipe va más allá: «Ha muerto Dios». Boca suspende su partido.
De Fiorito a los palacios, pasando por la Cuba insurrecta, los amigos incómodos, los romances, los y las hijas, La Claudia, Tota, Chitoro, Guillote, El Che, Víctor Hugo, la pelota no se mancha y una tortuga que se escapa. Los Cebollitas, Argentinos, Boca, Barcelona, Nápoli, Sevilla, Newell’s, Gimnasia. La Selección; siempre la Selección. Menotti, Bilardo y Basile y Dalma y Gianina. Nombres y épocas; momentos de un país que vivió a través de Diego.
Maradona ya no está entre nosotros. Era mortal, si. No quisimos, no pudimos o no supimos verlo. Pero pasó. Pasó su vida, frenética e irreal, y también su muerte, en un año no menos trágico. Y ahora la enfermera cruza el césped y nos agarra del brazo, nos saca del campo y nos recuerda que la vida es más parecida a esto, y no a lo felices que fuimos mientras existió Diego Armando Maradona.
Diego se fue y hay que seguir. «Eppur si muove», dijo Galileo ante los ojos severos del tribunal que pretendía juzgarlo. Y es cierto.
Pero qué difícil va a ser, la puta madre.
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