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26-11-2020 Notas

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Por Andrés Pinotti

La Bombonera explota, es 7 de octubre de 1995. Diego Armando Maradona -franja de pelo amarillo a un costado de la cabeza, pecho inflado y gesto adusto- sale del túnel en medio de una lluvia impenetrable de papelitos y el estadio se vuelve un templo blanco. Es la vuelta, dicen, de Dios.

El partido es contra Colón de Santa Fe, comienza a las 5 de la tarde en punto. Diego no se destaca, pero las pide todas y los santafesinos le pegan cada vez que pueden. La gente está ansiosa, espera que el ídolo reciba la pelota para empezar a gritar y aplaudir. Maradona lo sabe: entonces juega y toca sin perder el equilibrio y la buena postura de su cuerpo, como si no le costara hacer eso que hace. Mi viejo dice “no hay nada que hacerle, es distinto” y yo no entiendo nada.

Es que tengo seis años, es la primera vez que voy a la cancha y me prepararon para que vea un momento único que irremediablemente tendré que guardar en mi memoria. Y en parte lo hago.

***

Estamos delante de todo, ahí abajo, a metros de la salida del túnel, con todo el campo de juego de frente. Años después mi viejo dirá que lo que nos separaba del césped era un acrílico; yo recuerdo la fosa con agua y un montón de papelitos blancos flotando sobre las olas que forman el temblequeo de miles de personas saltando y moviéndose sobre el hormigón del estadio. Mi viejo me pone en sus hombros y se acerca a la fosa: siento vértigo, tengo miedo de que en un descuido terminemos los dos ahogados. Al lado mío hay un nene que debe tener mi edad, él tampoco mira el partido, elige jugar con un globo amarillo. “Mirá el partido”, dice mi viejo y yo levanto la cabeza y busco a Maradona, al único que conozco, la persona por la que vinimos. Busco, en puntas de pie, al tipo que en cinco años estará en Cuba: una cámara tirará zoom in y lo enfocará, Diego se acercará caminando junto a la Claudia y un grupo de personas. El diez va a llevar los pelos de la cabeza teñidos de amarillo huevo, estará panzón y filoso, hablará de Cuba, apuntará con un dedo acusador a Estados Unidos; después la cámara mostrará su espalda, el diez yéndose, el parque verde de la clínica cubana inmenso a su alrededor y él junto a una troup que lo sigue, volviéndose un punto negro en el horizonte.

Pero eso ahora no lo sabemos. Ni que después de Cuba tendrá otro episodio cardíaco, ni que será una estrella de TV o que dirigirá a la Selección y festejará echándose de palomita bajo una lluvia infernal una clasificación mundialista agónica.

Ahora solo sabemos –solo sé– que es 1995 y que el dios dorado volvió al club de sus amores.

Lo sigo buscando en la cancha y lo encuentro: saca pecho, corre lo necesario, el partido transcurre. Y es lo de menos, no importa demasiado el partido ni el resultado. Pero “qué lindo sería un gol suyo”, dice mi papá.

Los minutos pasan, se va el primer tiempo, avanza el segundo y sobre el final el gol, por fin, llega. Lo hace un delantero ignoto de apellido Scotto; pero el gol se grita como si lo hubiera convertido el Diego. Los gargueros rugen, mi viejo me levanta otra vez sobre sus hombros, no me quiero caer al pozo. De pronto todo en esa geografía extraña se mueve: la gente, las gradas, los papelitos, los cocacoleros, los fotógrafos, los globos. El aire: hay algo en el aire que me marea, una sinergia que flota pesada y se mueve, que va y viene.

A los pocos minutos el partido termina. Ganó Boca. Se levanta el sonido de Maradó, Maradó como un manto que lo cubre todo.

***

Años después, pensaré: ¿Cómo no creerle a quien hizo lo imposible? ¿Cómo hacer para ponerse en la vereda opuesta de quien tuvo la potestad de la felicidad? ¿A quién debería importarle su presunto desbarranque más que a él y a su familia?

Pero en ese momento solo pensaba que quería volver a mi casa. Y es ahí donde el recuerdo se vuelve menos nítido, en la vuelta. Porque el partido termina, ya es de noche y todos empezamos a avanzar en filas para escalar la tribuna y poder salir por los pasillos. Veo las piernas de la gente y cada tanto el humo de un montón de cigarrillos encendidos me inunda la nariz. Imagino que en algún momento salimos y tomamos un taxi y que esa noche paramos en la casa de algún familiar para luego, a la mañana, volver a Chivilcoy. Pero esa parte ya no está en mi memoria.

Sí está todo lo que siguió después. Diego en sus mil versiones, sus mujeres platinadas, su legión de hijos, la violencia, las polémicas, sus ideales, su cuerpo, su presencia en partidos de Boca, los homenajes, los jeques árabes. Y en el medio de todo están nuestras vidas, y mi vida: la escuela, los campeonatos de fútbol, el potrero, las vueltas olímpicas, las visitas a la Bombonera. Acontecimientos signados por la cultura popular y por esa inyección identitaria que nos clavó Maradona para siempre: la idea de que al fútbol hay que defenderlo y de que es algo de todos.

En un país con tantos vaivenes y tantas angustias el dios dorado era la grieta por donde una política de la felicidad podía aflorar una y mil veces. Fue un sentido, cuando no hay nada más importante que los sentidos; y fue, por sobre todas las cosas, un pibe pobre de la villa, futbolista pero con ideas boxeadoras, que consiguió la autorización divina para hacernos ejercer la alegría.

No lo recordemos: que el recuerdo es pena.

Nada en ese milagro de apellido Maradona será recuerdo, porque fue todo eternidad:

fuerza inmensa
combate de pecho contra pecho
alma desnuda
puño levantado al cielo
que no tiene
ni tendrá
olvido
ni
fin

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