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Por Adrián Melo
Querido lector:
¿Por qué se escribe, me pregunto? Tal vez sólo por la necesidad de encontrar un alivio; o sacar eso que molesta y hace daño. ¿Y por qué se lee entonces? También para encontrar un alivio o una calma; hasta dar vuelta la hoja y esperar por lo desconocido. Una aproximación hacia aquello que se nos escapa. Porque el cuerpo no se satisface nunca; y como el hambre, retorna nuevamente para generar nuevas sensaciones incómodas, que necesitan de ser drenadas. Quizás el punto más sublime de escritura sea lo que nos genera nuestra relación con la muerte, porque siempre mantiene latente su incalculable proximidad, y como en un epitafio, o en una simple y pequeña plaquita de metal, se escriba en pocas letras, el engaño de la inmortalidad, hasta que nos llegue la hora.
Pero esa hora siempre le llega a los otros. Nosotros, sólo somos incrédulos testigos de aquello que nos espera, mientras miramos distraídos hacia otro lado. Y ayer le tocó a él. Él, con mayúscula; que sólo estaba reservado para ese otro que no se puede nombrar; y este hombre pequeño y gigante a la vez, vino a usurpar su pronombre personal durante gran parte de su vida, y hasta vayamos a saber cuándo. Diego Armando Maradona, un nombre pronunciado en todas las culturas con sus múltiples sonoridades, aunque reconocible por todos, como la música. Pero la muerte suena distinta y no tanto, pero sí se vive distinta en cada idioma que cada quien atraviesa: Morte, Mort, Tod, Death, Muerte. En el nuestro, tan sólo cambiamos una letra y se transforma en: Suerte. Tal vez haya sido una suerte para aquel hombre, que lo tuvo todo y murió solo (como toda muerte) haber dejado de respirar. Transformarse en eterno, aunque esta palabra nunca sepamos sinceramente qué quiere decir con exactitud. Pero sí sabemos que los que cargaremos con su muerte seremos nosotros, reaccionando como se pueda ante tamaña incomprensión. Aunque sí suponíamos de los efectos que generaría. Porque como en una crónica de una muerte anunciada, con cada hoja que pasábamos, ya estaba escrito el inminente desenlace del final. Y sin embargo nos sorprendió; no así lo sucedido.
Recuerdo que de niño fui al cine y teatro Metropol de Chivilcoy para ver la película “Héroes”. Supongo también, que la música saliendo de unos destartalados pero magníficos parlantes sonaban en mis oídos como aquello con la cercanía de lo celestial. Luego, de grande, me entero que había sido compuesta por Rick Wakeman y la voz era de Michael Caine. Casi seguro que era el año 1987 y que la voz del doblaje sería de algún locutor de perfecta articulación, porque de niño se escucha más de lo que se lee. Pero como para toda mente de un niño, el año y estas nimiedades son lo menos que importan; de grandes, sólo nos queda el recuerdo indeleble de aquello que dejaría una marca para toda la vida. Fuimos con un par de amigos, y salimos eufóricos; para esa edad era lo más cercano al éxtasis de la descarga sexual. Salimos del cine pateando los papelitos del piso, o los chicles que no habían podido permanecer pegados a las butacas o al pelo de una cabeza afortunada. Hasta que llego a mi casa y mi viejo me hizo añicos la ilusión de aquello vivido. Aún recuerdo sus palabras: “Héroes, héroes fueron los de Malvinas”. Justo por esa época, si mal no recuerdo, salía una publicidad de la guerra aérea de Malvinas que decía: “La guerra aérea, no la perdimos”, y el piloto levantaba el pulgar en alto, para dejarnos el orgullo, pero sabor amargo de la derrota. Algo perdí con esa frase de mi viejo, pero también algo gané con esa pérdida. Aunque resistí la ilusión por aquello vivido, y lo seguí reviviendo en mi mundo de fantasía, el golpe de realidad de las palabras de mi padre, cuestionaba a mis creencias como un creyente herido cuestiona a su fe.
Digo que algo murió ese día, porque realmente fue así. Pero los recuerdos son esos muertos resucitados que se levantan cada vez que nuestro egoísmo majestuoso así lo requiere. ¿Qué Diego Maradona murió ayer? ¿El Diego del cine Metropol? ¿O el ídolo que luchaba con mi viejo? Supongo que un poco y otro tanto los iba matando y reviviendo a los dos cada vez que los traía a la superficie. Porque a los padres también se los va matando de a poco, para que la muerte no sea tan devastadora. No sucede lo mismo con los ídolos, que son aquello que viene a ocupar un lugar de consuelo cuando los padres caen. Pero cuando el ídolo de carne y hueso muere genera un doble efecto de desamparo. Por un lado nos tenemos que conformar con revivir aquellos recuerdos, por el otro, ya no vendrán nuevos, para seguirlos despertando.
Nunca me sentí cómodo con las palabras “apasionados” “rebeldes” “transgresores”; propias de nuestra idiosincrasia argentina e imposibles de sacárselas de encima. El ser argentino es ese atroz desencanto de las consecuencias de unas palabras oídas hasta el hartazgo, y que van dragando lentamente el río de nuestra vida. Por eso ayer, cuando veía el funeral de nuestro máximo ídolo, lamentablemente nada me sorprendía. Sin embargo seguía mirando hipnotizado a esas personas colgadas de las rejas, de una casa convertida en mortuoria una vez más y usada para la exaltación de los ánimos y la manipulación demagógica. Y los veía a ellos y a Él al mismo tiempo; con la diferencia que uno se colgaba de los alambrados de un estadio, luego de haber realizado un acto de magia que deleitaba a aquellos que lo miraban; y los otros se colgaban de unas rejas, por los efectos que aquellas palabras tan nuestras nos convierten en tan miserables y nos provocan aquel espectáculo cercano al horror. Al ídolo se le perdona todo, con la sola condición que no se lo imite. Cuando queremos ser él, se pasa a lo patético y triste de la despersonalización. Unos rasgos de identificación forman parte de nuestra personalidad, pero no se puede (ni debería quererse) ser Maradona. Cuando se pierde al ídolo sólo nos espera comenzar a hacer el duelo por aquella parte de él que muere en nosotros, mientras aceptamos que aquello que estaba ya no lo estará más que en nuestros recuerdos. Cuando se rechaza la pérdida por la culpa que genera lo que ya no está, se lo incorpora con una voraz pulsión caníbal y los atributos del muerto recaen sobre todo aquel que ansía mantenerlo con vida. Lo de ayer fue algo cercano a una horda primitiva pidiendo saciar su apetito de hambre. Cada quien llevará una parte de culpa en su muerte, porque se le exigía lo imposible, porque Maradona era nuestro. Hasta que Diego dijo, hasta acá ¿Muerto Dios, qué queda? Alguien que pasará a ocupar su lugar. Porque muerto el rey, puesto el rey (a la reina). Ojalá no salgamos desesperados a cubrir el vacío dejado para ser llenado por cualquiera que pueda realizar todos nuestros deseos más indeseados.
Tal vez sería conveniente que nos interpelemos sobre aquellas palabras que eran lo más cercanas a nuestro ídolo, y que Él también padeció de sus efectos. Pero así somos los argentinos, una muchedumbre de personas en una plaza esperando el reto de aquellos que también se comportan como nosotros. Unos niños con pantalones cortos queriendo cruzar una cerca. La cuestión será si podremos reconocer que la magia de Maradona provenía de sus piernas y no de nuestras cualidades filogenéticas comunes a todos. Pero algo tendremos los argentinos, y no sabría responder muy bien a qué se debe, porque tanto la sonrisa pícara de Carlitos, la chuequera de Fangio o la ceguera de Borges, son atributos donde la adversidades o la fanfarronería nos hermanan en un abrazo que nos termina espantando.
Y acá termino que estas palabras que no son mías y no quiero buscar a quien pertenecen. Porque el atroz encanto de ser argentinos nos pertenece a todos. Hasta que crezcamos.
Adios.
Etiquetas: Adrián Melo, Argentinidad, Diego Armando Maradona, Maradona