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20-11-2020 Notas

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Por José Luis Juresa

Oí: “la guerra”. Yo, y es comprensible, a mis cinco años no tenía en la cabeza ninguna imagen para esa palabra… el miedo estaba ahí, y solo por ese miedo en el aire, caí dormida… Pasé días durmiendo, dos días enteros tirada, como una muñeca… la abuela rezaba. Se pasó dos días y dos noches enteros rezando… Lo primero que recuerdo cuando abrí los ojos… Oí una voz, era la voz… de mi abuela… “Abuela” la llamé… No creía que fuera yo la que la llamaba… ”Abuela”, ¿cómo rezabas cuando estaba muerta?, le preguntaba yo después.

-Pedía que tu alma regresara.

Natasha Golik, su testimonio en “Los últimos Testigos. Los niños de la segunda Guerra Mundial” de Svetlana Alexievich

El ideal de armonía

Muchas veces escuchamos sobre la enorme variedad y cantidad de metodologías terapéuticas, y psudocientíficas, disponibles para alcanzar un estado de equilibrio armónico en el que nos realizaríamos plenamente, consecuencia de un “secreto” que estaría disponible para todos, pero que solo algunos “maestros” son capaces de iluminar. Encaramados desde sus pirámides de saber, sus voces bajan las instrucciones para guiarnos por el camino hacia la felicidad, el cual no se diferenciaría esencialmente de ningún otro, ya que todos andarían por la misma ancha avenida de una revelación que nos iguala a lo que se podría conseguir en un supermercado: un producto cuyo destino es crear una necesidad para repetir su compra, pero con un nuevo envase.  Al final se revela el secreto de esa felicidad: el privilegio del consumo. Sin embargo, lo que se vende como pan caliente, es que, si todos accedieran al consumo, no habría motivo de conflicto, porque así se plasmaría una sociedad de iguales. Ese economicismo social lleva implícito una sociedad de idénticos, no de iguales, ya que reducir la causa de la conflictividad solo al consumo nos convierte en clientes (que, por otra parte, “siempre tienen razón”). Sabemos que, a los fines del vendedor, dan todos exactamente lo mismo.  Por lo tanto, el conflicto no es necesariamente bélico, pero parece que se ha asumido así: todos seríamos blancos de una guerra no declarada contra las diferencias (salvo aquellas –devaluadas– que el sistema reintroduce como un “snobismo del gusto”, tales como las que podrían distinguir una cápsula de café “Nicaragua” de otra “volluto”. No hay ningún conflicto real allí, ambas opciones aseguran el consumo). Se trata de la misma “armonía” implícita en la celebrada “lógica de disuasión”, que basa el mantenimiento de la paz en la preparación para la guerra. Algo así como que “te tolero mientras no me des motivos para aniquilarte”. Separar, entonces, el conflicto de la hostilidad merece una reflexión necesaria para aportar algunos elementos de análisis, evitando caer rápidamente en la impostura medida, calma y ecuánime, que solo oculta la intención del zarpazo.

Estado de alerta

Ella, una tenaz militante, no puede dejar de estar en estado de alerta. La sola posibilidad de relajarse en relación a toda diferencia que se le presente con respecto a su visión del mundo la coloca en pie de guerra; a todo va como si fuera a una batalla, la decepción siempre la espera a la vuelta de la esquina, y su enojo constante es la consecuencia de registrar que el mundo no se parece tanto a lo que su ideología pretende. Pelear, entonces, es el significado de toda diferencia, y el conflicto es vivido como si el ulular de una sirena la enviara directo a un bunker o a una trinchera.

Él es un hombre que vive preocupado por todo lo que puede perder, especialmente su trabajo. Incluso se preocupa marcadamente por “perderse él” para sus hijos, teme que le pase algo y dejarlos solos, indefensos. No puede relajarse nunca porque cada vez que aparece alguien dentro de su proximidad “socioterritorial” es como si se asomara un invasor a punto de asaltar su fortaleza. Tiene un vecino nuevo con el que no para de pelearse (internamente) por todo lo que le supone de invasivo, y padece, sufre, un estado de guerra que el mismo se encargó de declararle desde el día de su llegada. Un episodio laboral en el que fue descubierto espiando a su jefe a través de una tecnología que él maneja y tiene a su disposición, lo dejó en estado de alerta continua. Él se defendió diciendo que había sido sin querer, por “curiosidad”, pero en el consultorio no tarda en admitir que lo hizo como para tener “algo” con lo que defenderse en caso de que su jefe tuviera la intención de echarlo. Ataca para defenderse, mediante movimientos tácticos y “maniobras” parecidos a los ejercicios militares guiados por “hipótesis de conflicto”.

Un muchacho es designado en un cargo directivo que durante mucho tiempo esperó ocupar. Pero apenas se hizo de la posición laboral, comenzó a dejar de dormir por las noches y entró en un estado de tensión y nerviosismo insoportables lo cual, paradójicamente, debilitó su rendimiento en el ejercicio del cargo que tanto había deseado. El cree que en su nuevo puesto tiene que poder saberlo todo, ya que “los otros” no solo están a la expectativa de que lo haga, sino que esperan reemplazarlo, por lo que le resulta imperativo no dejar ningún resquicio por donde “le entren” para socavarlo en su puesto y serrucharle el piso. Cree, además, que su jefe preferiría tener a su lado a alguien de su directa confianza y que le tiende “trampas” para que vacile y se tambalee, y así justificar su reemplazo. No puede dormir como quien vive en estado de alerta esperando un inminente bombardeo. 

Otro hombre sufre cada vez que se le acerca alguien. Él lo llama “fobia”. Cada vez que tiene que ir a un médico o a una consulta odontológica, se inquieta tanto que se ve obligado a suspender el turno. No tiene idea de por qué. Dice que toda situación de inquietud, que es la de acercamiento al otro, la siente como un posible sometimiento. Le señalo que esos son los signos de una guerra no declarada. Se atrinchera, mantiene la distancia con el “enemigo”, “lo tiene a tiro”, y se inquieta cuando sale del “bunker” obligado por un necesario “alto el fuego” por alguna circunstancia. Se siente identificado con esa descripción. Dice que el “vive en guerra”.

Podría enumerar un sinfín de fragmentos de pacientes que relatan la miseria de la vida cotidiana, en la que “la normalidad” es un modo angustioso y ansiógeno de abordar los conflictos como si estos fueran una enfermedad a erradicar como la viruela. Uno se pregunta por qué el conflicto es inmediatamente asimilado al estado de guerra, como si ésta fuera la única manera de resolverlo, y más: como si fuera posible eliminarlo en función de un ideal de armonía cuya idea de la felicidad se plasmaría en un acuerdo global y absoluto que convertiría al otro en un mero apéndice de mí mismo.

Dualidad

Recuerdo a mi primer profesor de la materia “psicoanálisis” repetirnos hasta el cansancio una premisa en la que se sostiene la estructura conceptual freudiana: el conflicto entre tendencias, expresado en la dualidad pulsional. La realidad “psíquica”, se sostiene como si recubriera una zona en la que está completamente ausente, registro que Lacan denominó “Real”. La realidad, entonces, no es “Lo Real”, siendo este última su límite. Otra manera de decir lo que Freud descubre es que la estructura del alma –su realidad– se sostiene en ese conflicto entre el sueño y el despertar, por el que mutuamente se dan sentido: despertar es esencial para seguir soñando, y solo se sueña –en el fondo– con el despertar (Y así seguir durmiendo). De este modo, nuestra vida va entre sueños que se renuevan gracias a su despertar, lo que impide que, demasiado extendidos, los sueños se conviertan en pesadillas. 

El psicoanálisis, lejos de ser una filosofía u otra pseudociencia del dormir –única forma, ilusoria del equilibrio homeostático– es una ciencia del despertar. La ciencia de la luz que emerge de la noche y no la que pretende iluminarlo todo.

El alma de la que Freud habló y escribió, es una espacialidad en la que el conflicto respira, late, vive por lo que, si no hay conflicto, no hay alma. Tal afirmación luce coherente, en medio de una lógica mercantilista que ubica a los sujetos como un producto más de la línea de montaje, y produce el tormento del alma como la enfermedad extendida de la época, verdadera pandemia invisible (tiende a generar desalmados).  Freud lo supo y se abocó al concepto de “trabajo de elaboración” en su “Tratamiento del alma”. Ubica a los síntomas como la expresión deformada del conflicto y no se desespera por “borrarlos”, como la medicina, sino que se aboca a descifrar la verdad del modo en que el sujeto se implica en ese “borrado” del dormir y dormir hasta el fin de los tiempos…

El sujeto, a través del conflicto, despliega un trabajo anímico que al final consolidará una vía para la aparición del Otro como lugar de la diferencia, y el deseo concomitante que lo aproxima hacia aquel. La elaboración analítica, encuentra que la repetición nunca es identidad, y que la identidad es otro nombre del ideal de armonía, en el que se ocultan las sombras destructivas de la muerte, parecidas a las que Freud abandonó del principio de “Nirvana”, la tendencia al homeostasis. Paradójicamente, la vida lo obligó a ir Más allá del principio del placer, el mismo que el sadismo promovía y aún promueve como una liberación.

Almicidio

Un ejemplo de cómo se pierde ese ideal (el de la armonía) es el caso Schreber, un hombre cuyo libro autobiográfico toma Freud para analizar la psicosis paranoica, sorprendido de encontrar allí la confirmación delirante de su propia teoría de la libido. Analiza el tormento del alma schreberiana a través de los caprichos a los que el dios padre lo somete y de los que da testimonio, azorado y escandalizado por lo que la divinidad es capaz de hacer con su cuerpo, y que denomina “almicidio”. Sabemos también que esa descripción delirante de su tormento coincide con lo que pudo representar para él la educación de su propio padre, sometido a la rigidez de una moral de conducta que durante su enfermedad se proyecta y define en la figura de su psiquiatra. Este último, como fiel representante de la ciencia positiva, no alcanza a comprender que la enfermedad de Schreber contiene, en su desarrollo y despliegue, el principio de su cura, de su transformación. Las vertientes de su conflicto central con el padre, masivo, arrasador, fluyen tratando de reestablecer una suerte de “dialéctica sin otro”, y de darse un lugar en el mundo saltando por encima de la aniquilación inducida por la imposible mediación –en este caso– del padre simbólico, tal como si habitara en una guerra en la que (como en toda guerra) solo vale la lógica de la supervivencia. La dramática paranoica de Schreber trasunta en todo su texto esta razón, la restitución del conflicto a la humanidad, a su carácter de identificación con la cultura y la supervivencia del mundo, que, al fin y al cabo, es el suyo.

Su lucha no busca eliminar a dios, sino darse a sí mismo un alma y con ella, devolvérsela al mundo. Si ese mundo no ha sido generoso con él, es él quien, de algún modo, se entrega al mismo (mesiánicamente) para poder “salvarse” (del almicidio).

El psicoanálisis se basa en el conflicto e inaugura un lugar para el alma que no es: o estar a la imagen y semejanza de dios-padre, temeroso de su posible castigo (diluvio, plagas) o humanizar a dios a través del sacrificio de su cordero (Dios se reconcilia con los defectos de su creación). En Freud la humanidad le perdona al “dios padre” su orgullo perfeccionista, hace a un lado sus caprichos, y le permite al sujeto elaborar, a través del “delirio” asociativo transferencial, un lugar en esa misma realidad en la que, a Schreber, ese mismo dios lo aniquila.

En el fondo, el conflicto central del sujeto contemporáneo es por la existencia del alma. Mientras que miríadas de zombis y desalmados se expanden sobre el planeta, el alma freudiana se resiste a desaparecer. Existe, sí, del mismo modo que existe en la lengua la persistencia de goces transgeneracionales vueltos a corporizar, fragmentos de vidas pasadas que subsisten como una suerte de ADN pulsional. La biología, la de cada quien, es lo que de esos goces “muerden” de la organización celular, insertándose como un virus que parasita e incluso hace mutar el organismo tanto a favor como en contra de su persistencia viva. La dinámica y la tópica del funcionamiento del alma (que Freud estableció) precisa del concepto de pulsión, el cual formaliza la existencia de una fuerza no instintiva cuyo sostén es esa nada representacional que, a su vez, es límite de lo simbólicamente asimilable. Freud a eso lo llama “la roca viva de la castración”. Esa asimilación imposible (que parece buscarse en la pasión amorosa), ese tope a la tendencia a “autoengullirse”, de dos hacer uno, posibilita que el recorrido pulsional no se detenga, y que el conflicto entre la tendencia y su tope sea el centro lógico de su existencia (la del alma). La pulsión, decimos, es el concepto primario de un “materialismo espiritual” que el psicoanálisis convierte en episteme. Podemos decir, entonces, que el conflicto, más que un problema, es una necesidad lógica.

Guerra

Sin embargo, el conflicto se ha naturalizado como equivalente automáticamente a “guerra”, y la sociedad se encuentra inmersa en esa lógica. La rivalidad, la competencia, la desconfianza, incluso el ensimismamiento tecnológico, el paroxismo de la preocupación por la seguridad y su “consagración” como fetiche de venta, de comercialización, son todos signos dentro de un paisaje de guerra social, velada bajo la forma de una vida «libre», abierta, “ofrecida a quien la quiera tomar”, claro, pero como se toma la tierra en conquista.  Lo fueron la conquista del desierto, la del oeste o muchos otros ejemplos históricos. Aquí, la debilidad no tiene lugar y la dinámica de los recursos humanos funciona como una armadura con la que cada quien se parapeta y encubre sus sensibilidades y sus diferencias a modo de angustiosa y “triunfante” sobreadaptación.

Los que logran «por sí mismos» ese contacto sin aterrorizarse con las vulnerabilidades y la fragilidad de las diferencias, esa fibra sensible en relación al otro o a «lo otro», son los que no se dejan arrasar tan fácilmente por la brutalidad y la ignorancia del sistema, tal vez desde el arte, la ciencia o la cultura en general. 

La humanidad sobrevive peleando contra el “almicidio schreberiano”, expresando temor ante la apropiación tecnológica del espíritu, casi del mismo modo en que ciertos aborígenes temían que la cámara fotográfica les robase el espíritu. No eran solo temores supersticiosos, al contrario, se los rescata como expresión de una sabiduría que ve en la copia, en la réplica, en lo idéntico industrial y a escala, la supresión y muerte de la espiritualidad que el propio Freud, antes de morir, se encargó de relacionar con la función paterna (Moisés y el monoteísmo).

Freud inaugura un nuevo lugar para la humanidad, uno en el que es posible perdonarle al padre sus imperfecciones, el revés de la trama religiosa. El final de la imagen y la semejanza como réplica y medida de lo idéntico.  

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