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Por Guillermo Fernández
Mucho después de que el juego fuese un arma para evitar el entumecimiento del cerebro, Edgar Allan Poe nos ilustró en los Crímenes de la calle Morgue (1841) sobre cómo a partir del desplazamiento en un tablero de ajedrez, su detective Dupin ponía en ridículo al Prefecto de París y con él a toda su policía. En detenida explicación, Poe nos enseña a seguir la vista del adversario para entender su sagacidad y adelantarse a sus pasos. La idea de las piezas y de las estrategias a seguir, como un campo de batalla, además de elucidar las virtudes de los encargados de resolver esos delitos que la literatura transformó en tramas atrapantes apunta a un desarrollo sugerente sobre aquello que encubre la mirada al otro.
Creo que la escuela es el primer lugar en el que ensayamos “ver” de reojo al maestro para adivinar el nombre de la víctima elegida para pasar a dar lección, esa exposición lejos del banco, solos, frente a todos, tan cruel como el crimen. El verdugo, sentado en su escritorio, nos mira uno a uno. Nos habían enseñado que enfrentar la mirada, como el jugador de ajedrez de Poe, suponía el reglamento imprescindible para esquivar el aplazo.
La vida no es más, como si fuera poco, que aprender a detenernos en el otro. En eso se nos van los años y muchas veces no lo logramos porque nos empalagamos con nuestra mirada en el espejo del baño. Sobre la observación conviene que nos detengamos.
¿Ver a quién está enfrente no es quizá comprobarnos que estamos completos? ¿Acaso, nuestra llamada indefensión tan inicial como nuestra infancia, es el temor de que podamos adquirir alguna “tara” con la que nos acecha el vecino con un hilo de baba que nos enfrenta en el ascensor? ¿Por qué esquivamos el dolor de una boca semiabierta?
Atravesamos gran parte de nuestra existencia olvidándonos de que nos acompaña un alfil gigante que anhela que nuestros dedos lo deslicen del casillero. El diario, los medios y toda la literatura y los profetas que generan, nos someten a “leer” titulares. Nos domestican la mirada al crimen hasta tal punto que desconfiamos del café que bebemos antes de entrar a la oficina. ¿Las enormes tipografías no se cargan de ese rojo espeso de la sangre común de un prójimo del cual escapamos?
Dupin solo nos ayuda en el cuento y el ajedrez es para la plaza, para los grandes que pasan el tiempo y los grupos privados que hacen del juego un culto para especialistas. En los torneos se controla el tiempo, no se advierte en el otro ni su Peón Cuatro Rey (P4R). Cuando el contrincante anota la partida, es para no distraerse. Eso está lejos de la observación del otro.
León Tolstoi en La muerte de Iván Ilich (1886) se valió del whist para procurar que su funcionario burgués, ese empleado ministerial que intenta trepar en la escala social, se entretenga para esquivar el dolor. La paradoja cumple su denuncia de clase: el único que puede calmarlo es el mujik, un campesino, sosteniendo sus pies en los hombros durante toda la noche. Se miran los dos.
El maestro sueco Igmar Bergman en El séptimo sello (1957) recurre de nuevo al ajedrez como metáfora de un combate primitivo: el hombre y la muerte. Los jugadores en esa escena se miran en una playa. El único asesino es el destino inexorable. Nos asumimos como víctimas desde el momento en que nacemos. No es caprichoso que cada movimiento de las piezas que supone Bergman se denomine “partida” y que no existan para el director jugadas simultáneas en las que directamente no se conoce al contrincante, ni tampoco hay tiempo para “verse”. Esa secuencia larga en la película simula otro “ojo”: el del espectador quien aguarda paciente el resultado, sentado en la butaca.
A pesar de que los entendidos de “todo” aconsejan la concentración, y de todos los tutoriales simples a lo que nos acostumbra lo virtual y que se dirigen a detenernos en un gran tablero y un mouse que nos ayuda a “comer” como los caballos pixelados, no nos adiestramos en fijar a un “otro” —con minúscula o mayúscula, según el Seminario de Jacques Lacan que lo amerite—. No contamos como contemporáneos en detectives avezados en resolver.
En este momento del artículo vale una conjetura o varias que quizá puedan sintetizarse en una.
Puede ser que se nos escurra la vida tras un asesino y una policía que nos arma un prontuario caratulado Homicidio Simple y nuestro nombre y apellido, acompañado con imagen que comprobamos al vernos en el espejo del baño. Si acordamos con que estamos tipificados en un artículo del Código Penal, en una conducta que podemos llamar “delito por omisión” desde nuestra salida del útero materno, a las claras podemos contar con una libertad condicional.
Un Enroque salva a la Reina, pero nosotros, con todas las piezas apiladas a los costados de la mesa, o en el casillero que nos indica “guardar” a un costado de la pantalla, seguimos cobijándonos en nuestra propia mirada.
Por derrota, entonces, debemos denominar al triunfo de aquello que no buscamos con los ojos. No hay tanto diccionario que agrupe esta definición reciente; tampoco tanta bibliografía milenaria sobre el ajedrez que registre un listado actualizado de contrincantes.
Cuestión de fijar los ojos y de abandonar anteojeras.
Etiquetas: Ajedrez, Edgar Allan Poe, Guillermo Fernandez, Igmar Bergman, León Tolstoi