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Por Constanza Michelson
“Amar a un extraño como a sí mismo entraña como contrapartida:
amarse a sí mismo como a un extraño”
Simone Weil
Lo moderno no siempre es nuevo. A fin de cuentas, un Iphone 3, 4, 5, 6… 10 o el aumento de la esperanza de vida a través de la tecnología genética son la inflación de un presente que dice ser el futuro que ya llegó: por delante no hay más que versiones mejoradas de lo mismo.
La promesa de vivir más no es lo mismo que la imaginación de un futuro. Los suicidas (y los muertos en vida, los depresivos) bien lo saben.
En un capítulo de Los Simpsons -que siempre recuerda el filósofo Sergio Rojas- Homero le dice al vocalista de The Smashing Pumkins: “¿Sabes? Mis hijos piensan que eres fantástico. Y gracias a tu música depresiva han dejado de soñar con un futuro que no puedo darles”. ¿Cómo podrían subjetivarse los hijos de una democracia que es narrada ya no como utopía, sino como el fin de cualquier sueño?
Los hijos del fin de la Historia no pueden soñar más que con la eterna realización de lo mismo. Para el sujeto del capitalismo tardío el “no hay alternativa” ha sido el mantra que ha delimitado las posibilidades del pensamiento y la imaginación. La falta de proyecto de transformación del mundo ha llevado a sustituirlo por el proyecto personal: el yo como empresa, ser siempre otro mejor.
Y los que no lo logran, saltan.
El neoliberalismo más que un modelo económico, a estas alturas es una civilización. Opera como un gobierno de las conductas, de la relación al mundo, al cuerpo, a los otros y hacia nosotros mismos. Su paradigma es el de maximización; el sexo, el amor, la motivación: gran parte del campo del deseo de vivir se calcula bajo esas coordenadas. Lo que no da saldo positivo es sancionado como desviación: patología, mediocridad, delincuencia. La vida como gestión no es política, simplifica el lenguaje al sí o no, jamás un sí y no, no resiste ambigüedad, surgen respuestas tajantes del tipo: “El panel de expertos obliga a…”.
La razón neoliberal es un dialecto que se ahorra las contradicciones y estrecha la vida anímica, aunque presente una oferta diversa de modos de vida, los que de cualquier forma funcionan como un menú de estilos envasados. Porque el saber se ha vuelto técnico, restándole legitimidad a la experiencia y estandarizando las vivencias. Antes que conflictos existenciales, el lenguaje contemporáneo permite acceder a temores fragmentados: al cigarrillo, el inmigrante, la dependencia amorosa o la oxidación celular. Todos asuntos que, aunque con ansiedad, pueden abordarse desde el yo de un sujeto.
Pero, no se nace con un yo. Se llega a tenerlo.
El yo es solo la fina lámina que zurce, apenas, lo que nunca se puede unificar del todo; por lo mismo, se alimenta de orgullo, de potencia o de victimización (todos nombres que toma el amor propio), y que al igual que el mito delirante del nacionalismo, debe proyectar el mal, lo indeseable en otro para clausurarse en una identidad.
El yo es una formación de masa, escribió Freud en Psicología de las masas, tanto como un enamoramiento, el éxtasis de la droga, un carnaval o el momento eufórico de la revolución. Una formación de masa es aquello que convierte toda diferencia en un Uno. Es impolítico porque se ahorra el Dos: la alteridad, ya sea en el amor o la calle, es la ilusión de unidad in-diferente. Entre el Uno y la multitud no hay demasiada diferencia, puede no ser más que la sumatoria de Uno+Uno al infinito, es decir, un individualismo de masas.
Todo se hace en grupo, escribió Natalia Ginzburg en Vida colectiva, a principios de los 70. Viajar, el arte y el sexo, entre otras cosas, atenúan la soledad y la espera de la muerte. Ginzburg intuía desde ya el individualismo de masas de la fase tardía del capitalismo. En colectivo o a solas, da igual, todo se trata de una unidad sin conflicto (salvo inventar a un enemigo externo).
El conflicto deja de ser existencial y político. Lo que la masa borra, aun cuando se trate de individualidad, es lo singular: aquella relación particular de cada uno con las cosas, que no cabe en las cifras mudas del Big Data ni en tipologías psiquiátricas o categorías posmodernas. Es este campo de la experiencia y del deseo, justamente lo que hoy está en peligro bajo la tentación de los estereotipos.
La lógica del yo, incluso en el campo amoroso, es la lógica de guerra: tú o yo. Es el conflicto que de algún modo representan algunas de las películas de amor comerciales del último tiempo, La La land, Nace una estrella, en que está presente antes que los celos, la envidia: la imposibilidad de una Historia de un matrimonio es un lugar para más de Uno. Monogamias, poliamores, partidos políticos… da igual el semblante, nada garantiza que se constituya un “nosotros”.
De acuerdo con Ranciere la lógica de guerra implica la imposibilidad de simbolizar la alteridad, tiene como protagonista fundamental a las formaciones identitarias cerradas que niegan y excluyen al otro del mundo compartido. Lo impolítico supone, antes que cualquier pacto con otro, coincidir consigo mismo. Por ejemplo, el ejercicio del militante o el político que busca demostrar ser bueno antes que deliberar con el otro de buena fe. Por el contrario, la lógica política es una forma de acción y de subjetivación que construye un mundo en común también con el enemigo, pero vuelto adversario. El Dos es el campo de la política, (y del amor, independiente de cuantos cuerpos estén implicados), en ese encuentro hay algo intratable que no puede reducirse, por lo tanto, solo queda hacer algún arreglo, amoroso, político o ambos. Obliga al tú y yo.
El matrimonio entre capitalismo, neurociencias y revolución digital produce una paradoja: una subjetividad que se constituye en la renuncia a constituirse como “sujeto”, es decir, sujetado a un cuerpo, a los otros, al mundo; a todos aquellos focos de incomodidad que Freud describió en su ensayo El malestar en la cultura.
El yo no cree en lo inconsciente, aunque lo padezca.
Aunque, tras los desastres de los programas racionales del siglo XX, el yo cartesiano haya quedado en crisis (para Susan Neiman, Auschwitz reveló la distancia del ser humano consigo mismo), el siglo XXI hace un truco: reconoce el límite del yo, pero promete encontrar la cura a este escollo. Por un lado, el mejoramiento técnico, la inteligencia artificial, se supone, podrán resolver lo que el ojo no ve. El sujeto identificado al Big Data –porque supone que eso es él mismo– prescinde de conflicto. Habita el lenguaje como si fuese un electrodoméstico: fundido (burn out), enchufado, descompensado. Por otro lado, desde una lectura ingenua (u oportunista) de las teorías de la deconstrucción, el mejoramiento pasa por quitarse las taras de los regímenes de dominación –género, clase, colonialismo– para construirse a voluntad. Bien, pero, ¿quién deconstruye a quién? ¿El yo? Deconstruirse no es una experiencia que pueda resolver el yo consciente, aun cuando logre hacer un ejercicio crítico. Ya lo decía la dupla Deleuze/Guattari: que alguien se nombre deconstruido no garantiza nada.
Una vez que se arrasa con cualquier horizonte de imaginación política, lo que queda entonces es el imperio del yo. Al narcisismo no hay que leerlo como un triunfo del ego, sino como devastación subjetiva, que, a falta de sostén en los lazos sociales, debe sobre compensar a través de la imagen, nunca libre de paranoia.
Franco Berardi sostiene que a partir del capitalismo digital, la comunicación se ha vuelto literal, binaria, inhumana, opera bajo conceptos preconfigurados. Por el contrario, el cuerpo, que siempre molesta –atrasa, enferma, desea– obliga a lo ambiguo, al sí y no, a las preguntas. Precisamente esa condición es la que hace resistencia a los saberes estandarizados, al capitalismo del yo. Entonces, cosas como la presencia del cuerpo, la ironía y las metáforas son formas de resistir porque hacen estallar los sentidos cerrados, las identidades, la desensibilización.
Pienso que de eso va la alegría que vuelve en la revuelta.
Si se rompe una idea de sí mismo se abre el horizonte de pensamiento.
El malestar se politiza.
El estallido de octubre en Chile trajo el cuerpo perdido y la sensibilidad en una mezcla de alegría, libido y violencia. La aparición del cuerpo no es sin peligro, por eso la ambivalencia entre fascinación y angustia, es un sí y no a la vez. Pero la masa tiene una ruta, del carnaval donde todos somos un mismo cuerpo a su ruptura por las aspiraciones sexuales individuales, luego el pánico y la búsqueda de un nuevo amo. Cortar esa ruta es labor de lo político: sentarse con el adversario, reconociendo que entre tú y yo hay algo común.
Habrá que esperar a ver si acaso, tras la parte más festiva de la protesta, la revuelta da lugar a una vida política que nos permita hacer un rodeo más digno para esperar la muerte. Me desdigo, no hay que esperar, hay que poner el cuerpo para que ello sea así.
El futuro está abierto.
* Escribí este texto a fines de 2019. Lo recordé ahora que en Chile Aprobamos sentarnos a la mesa plural a discutir nuevos principios políticos.
Etiquetas: Constanza Michelson, Franco Berardi, Jacques Ranciere, Sigmund Freud, Susan Neiman