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Por Sergio Fitte
Pasaron algunos días hasta que el rulo descubrió la invitación en el cuadernito de comunicaciones del muchacho. La información decía que en homenaje a la semana de Mayo la Institución llevaría a cabo distintas actividades educativas que se verían coronadas el día viernes 25 con un acto al que se esperaba concurriera la familia. La hora de inicio estaba pactada para las 12:45, leyó el rulo, y tras cartón agregó.
-No se va a poder almorzar, eh.
-No importa llevamos sándwiches de matambre y vino tres cuartos.
-Ahora me va gustando la cosa -y se le iluminaron los ojos.
-Y sidra.
A medida que se acercaba el viernes, el Rulo se iba alborotando. Consultaba el servicio meteorológico nacional llamando telefónicamente cada, digamos, cuarenta minutos. Salía al patio, miraba para arriba, hacía cruces de sal en el sector sur de la casa y hasta lo vi enterrar un huevo. Estaba a punto de recordarle que la última vez que había enterrado un huevo se terminó desatando semejante tormenta que se nos inundó toda la casa. Claro que aquella vez al huevo lo había enterrado mal porque cuando lo tapó del todo lo puteó y escupió la tierra, pero no lo hizo de malo. Lo hizo porque estaba mamado y además tenía muchas esperanzas de poder cortar la tormenta que se avecinaba para que no se suspendiera la doma en La Pastora que era a beneficio del comedor escolar del barrio donde vivíamos antes, allá, en la orilla. Llovió 300 en dos días y medio. Todo se llenó de agua. Las casas, los terrenos, hasta decían que a los de la organización se les había ahogado un reservado que tenía para hacer un broche de oro con una monta especial. Al final la doma no se hizo nunca y comenzaron a correr versiones que decían que el comedor estaba engualichado. Nadie más quiso colaborar. Después de unos meses el gobierno le sacó el subsidio y al poquito tiempo nomás se terminó convirtiendo en un aguantadero de malandras. Una lástima. Pensar que nos tuvimos que pasar como dos meses en el refugio que nos dio la Cruz Roja, a lo último me acuerdo que el rulo le pidió al coordinador si no nos podíamos quedar dos días más porque se comía de lo mejor. Y el señor le dijo que si. Muy buena la gente de la Cruz Roja. Cuantas diferencias, aca en el centro jamás escuché hablar de las inundaciones y mucho menos de la Cruz Roja, es más, me da la impresión que para muchos ninguna de las dos cosas existe, que son como un mito, digamos.
El rulo lo regaba al huevo. A la mañana, a la tarde y a la noche. Dicen que una vez en tierra el huevo precisa agua, que él mismo si no la tiene hace tanta fuerza para atraerla que si es necesario la atrae desde el cielo, pero si uno se apresura ha darle agua con una regadera, el huevo deja de querer chupar el agua del cielo y se entra a tomar la que uno le da. Absorbe tanta que finalmente explota debajo de la tierra y ya no hay posibilidades de lluvia.
En nuestro caso personal, o eran huevos muy tomadores de agua o las proporciones que se les dieron no alcanzaron en ninguna de nuestras dos experiencias. El viernes amaneció con una lluvia torrencial.
Fue como un mazazo para el rulo. El pobre ya se había resignado a eso de las 10 de la mañana. Los bultos agrios de sus sobacos se estaban a las anchas con tanta humedad.
-No te confiés. No te confiés -le dije en reiteradas oportunidades tratando de animarlo.
De repente a eso de las 12, 12:15 el milagro. Un sol radiante se acomodó en lo alto del cielo. En veinte minutos parecía como que no hubiese llovido nunca. Acomodé al muchacho dentro de su trajecito carmesí, al que solo se le veían los bordes, porque arriba llevaba el uniforme de la Institución. Se notaba que no solo yo era la emocionada por el momento que en un rato comenzaríamos a experimentar.
-Che rulo, y si te cambias y venis vos también -lo alenté a que nos acompañara.
-Pero si yo no almorcé.
Y tenía razón. Y se fue a abrir una sidra fresca.
Fuimos de los primeros en llegar, por lo que no tuvimos inconvenientes en acomodarnos en una de las sillas ubicadas bien adelante. La organización era de lo mejor, hasta habían dejado un pasillo abierto para que los niños que venían en sillas de ruedas se acomodaran todos en un costado. Eso es un dato bueno. No hay que juntar a los que caminan con los que andan en sillas de ruedas. Cuando se vio que ya no venía más gente empezaron con los discursos y las palabras alusivas. En un rato me aburrí. Entonces empecé a observar con más detenimiento a los niños de las otras salas. Me empezó a parecer que algo no andaba del todo bien. Conté como 20 a los que les faltaba uno y en algunos casos los dos brazos. Los de las sillas de ruedas terminaron siendo como 20 también. Y la verdad que muchos chicos normales, digamos, con sus madres o padres no había. Antes de que finalizara el acto la señorita Patricia hizo una demostración con su espada; que después me entré, es un número que ella repite siempre. También creí escuchar cuando nos íbamos, luego de haber vivido una experiencia fabulosa con el muchacho, cantando el himno, la canción a la bandera y no se que otra cosa, que el problema de tanto amputado tenía que ver con que andaba un virus. Pero para mí que los virus son otra cosa. Por las dudas dejé que las otras hablaran y solo me limité a escuchar, no fuera que metiera la pata.
Yo la verdad que la única amputada que había conocido era la hermana del rulo. Pero a ella no le había agarrado ningún virus. A ella la agarró el tren cuando jugaba en las vías, y le tuvieron que cortar las dos piernas casi a la altura de la cintura y como había nacido sin un bracito quedó a la miseria la pobre. Igual allá en la orillas si te faltan las piernas no te dan sillas de ruedas para que pasees; te agarran y te dejan en alguna despensita o piecita medio alejada de la casa y cada tanto te llevan algo de comer. Al menos es lo que hicieron con la hermana del rulo. Que haciendo memoria un poco, después de que estuvimos refugiados en la Cruz Roja nadie más volvió a mencionarla. A lo mejor se la quedó la misma Cruz Roja para hacer experimento y darle inyecciones para ver si le podían hacer crecer nuevamente alguna de las piernas o el brazo que le faltaba.
Cuando regresamos a casa le contamos todo al rulo, bueno todo no, la verdad que me había quedado un poco, bueno un poco no, muy impresionada y angustiada con tanto desvalido y los viejos pensamientos sobre su hermana, le contamos las mejores partes, digamos.
Y él me dijo, que sí, que también estaba muy contento. Y que después le alcanzara otra sidra.
Habían pasado algunas semanas de la fiestita del jardín, esa de la semana de Mayo, cuando comencé a prestar realmente atención. Ya no eran la minoría, los tullidos superaban o al menos se acercaban a ser la mitad del alumnado. La verdad que me di cuenta de casualidad y no por estar atenta como quizás debería estarlo una madre de alta sociedad. Pero resulta que cuando estoy cruzando la calle para dejarlo al muchacho delante de la puerta de la Institución, haciéndolo por la mitad de cuadra, cometiendo una mínima falta vial, un chirrido de gomas me hace parar en seco.
No voy a reproducir lo que me dijo el conductor que a punto estuvo de atropellarme porque tengo códigos, además no sé para qué tanto escándalo y todo eso, si él debía parar allí mismo para que bajaran los chicos que trasportaba. Y allí fue donde tomé conciencia, digamos.
Era un trasporte escolar como cualquier otro a simple vista. Aunque con particularidades.
Una mujer rubia que iba sentada junto al maleducado, por no decir otra cosa, que era quien manejaba, se bajó y abrió la puerta de la combi para iniciar el descenso de los transportados. Allí mismo desplegó una especie de tobogán que colocó junto a la abertura del vehículo. Y fueron 18 y no 19, como sostuvo la madre del de Romero, los chicos en silla de ruedas que bajaron, porque yo los conté bien. Se los observaba sonrientes y de buen humor, como a cualquier niño de esa edad, igual era evidente que algo, a algo grave me refiero, estaba sucediendo. Yo sé muy bien cómo son los niños y es imposible que los tuvieran a la fuerza, por buscar una explicación, dentro de aquellas sillas. No cabían dudas, algo sí o sí ocurría. Y como no soy de sacarle el cuerpo a las cosas, se me prendió la lamparita cuando vi que a pocos metros de donde yo me encontraba se venía arrimando la Presidenta de la Cooperadora. Me acerqué sin miramientos.
-Señora, esto, es por el tema de los virus, ¿no? -y le hice con la cabeza para que se diera cuenta que me refería a la situación de los “ensillados”, digamos.
-Si. Si. Los virus -contestó agachando un poco la cabeza. Sin mirarme a los ojos.
Entonces realmente me preocupé y enserio.
Entramos junto al muchacho. Nos dirigimos hacia el sector donde se canta a la bandera.
-Mi amor andá a formar junto a tus amiguitos que mamita tiene que ir hasta el baño.
-Si mami, te quiero mucho.
No hay nada como engañar a una criatura. Me fui. Pero para el lado de la Dirección. Aquel lugar que bien conocía gracias a mis momentos de observancia. Mientras, me felicitaba a mi misma, se veía que mis esfuerzos de cuidado comenzaban a dar sus frutos.
Golpeé e ingresé, no había nadie. Entré en la cuenta de que en ese momento la Directora estaría, como siempre, recolectando los niños y haciéndolos callar a aquellos que no querían cantar la canción a la bandera, para que no molestaran a quienes sí querían hacerlo.
Di algunos vistazos. Encontré varios cuadernos de notas dirigidas a la Municipalidad y otro con copias de cartas enviadas a la fábrica de sillas de ruedas “Felicidad” que queda en la Capital Federal, las mismas que utilizan los niños. Entonces se me volvió a prender la lamparita y cuando volvió la Directora junto con Patricia que traía su espada en la mano, yo ya sabía todo lo que iba a decirles.
-Para mí, lo que hay que hacer es mandarle una carta al Intendente y contarle todo el tema de los virus. Entonces el intendente le manda una carta a los de Capital Federal así le envían el dinero y se pueden comprar los remedios que seguro deben ser muy caros para que todos se curen. Porque con los niños no se juega.
-Buen negocio -dijeron a coro las dos al tiempo que se miraron.
Recién ahí repararon en mi intromisión.
-Usted qué hace aquí dentro sin autorización.
-Lo que pasa es que, disculpe…
-No hay nada que aclarar señora de Gutiérrez -la cortó en seco la Directora a Patricia- usted tiene razón, realizaré yo misma los contactos para que recibamos de manera urgente ese dinero, usted ha tenido una muy buena idea. Le agradezco que nos la comunicara a tiempo.-
-Señora de Gutiérrez -porque me dijo Señora y yo me puse muy contenta- usted es de la Cooperadora, me imagino.
-No, Directora.
-Bueno, a partir de ahora será parte de la Cooperadora, parte importante de la Cooperadora -y yo con la emoción que tenía no le dije nada que no era la de Gutiérrez. No importaba, igual en la primera reunión aclararía el tema.
La miré a Patricia y le vi una mirada más dulce que en otras oportunidades, asintiendo las palabras de su superiora con la cabeza.
-Quiere que le muestre mi espada -me dijo, porque el tema salió de ella sin que yo le dijera nada.
Y yo me sonrojé y me puse más contenta que antes.
Quedándome tranquila mientras le tomaba el peso a la espada; sabiendo que en la Institución los problemas importantes se resuelven como debe ser. Dialogando.
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Etiquetas: ficción, Institucionalizaciones, Sergio Fitte