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25-11-2020 Notas

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Por Cristian Rodríguez

¿Qué es la nostalgia sino ese tener que vérnosla con el objeto fantasmático parental? Esa captura particular, un trozo desgarrado de existencia de nuestros padres, un inasimilable que empuja con la violencia propia de la pulsión de muerte.

“Mi padre encontró dónde habitar en la bebida”, señala un paciente.

Aunque la nostalgia se presente inerme, habitable hasta el infinito, ancestral envoltura incorpórea, lleva la fuerza de esa afirmación que al analizante le permite reconocer la brutal nitidez de un padre envuelto en la misma melancolía que el alcohólico encontrado por Saint Exupéry en el curioso derrotero de su personaje Principito -apócope o variante para nombrar allí a un niño, traducible entonces por “niño”-. Ese alcohólico señala que bebe para olvidar, para olvidar que tiene vergüenza, vergüenza de beber. Esto deja perplejo al niño, “y el principito se alejó, perplejo”.

¿Qué es lo que allí lo paraliza en su voluntad deseante? Dos cuestiones decisivas: la vergüenza parental indecible, ligada a los autorreproches señalados por Freud en Duelo y melancolía, y por otra parte una dimensión topológica del olvido desenlazada del Recordar, repetir y elaborar, ya que se cierne sobre la identificación con el objeto “a” en el instante de su caída, arrastrando y atrayendo al sujeto en la posición de esa caída masiva. Expresión parental que podría sintetizarse de este modo: “bebo porque olvidé por qué bebo”, en una sucesión sin fondo de caídas sobre sí, identificado al objeto de esa caída, llenándola con su infinita tristeza parroquial. Eso que Freud nombró introversión de la libido, afín a la melancolía, variante congelada del pasaje al acto.

Naufragio transgeneracional

Esa cierta humorada, paradoja que desconcierta a ese niño: “bebo porque olvidé por qué bebo”, y también al analizante: “mi padre encontró dónde habitar en la bebida”, no es otra que la posición parental arraigada en la melancolía, la posición del melancólico que arroja sobre sí los vestigios de un naufragio transgeneracional, un Robinson Crusoe en una playa plagada de restos de duelos ajenos, siempre inconclusos. Aún peor, encapsulados, tiesos, figuras de yeso en el friso de los personajes de Resnais en Marienbad.

No es casual en el relato de Saint Exupéry, que describa al comienzo de este breve y contundente capítulo: “…el planeta siguiente estaba habitado por un bebedor. Esta visión fue muy breve, pero sumió al principito en una gran melancolía…”

En el relato de Saint Exupery, ese niño puede continuar su camino, irse del pequeño planeta del melancólico, pero no es esto precisamente lo que acontece en la escena familiar parental en la estructuración subjetiva del niño, cuando este tiene que vérselas con los puntos de fijación parental en las posiciones melancólicas. No en vano Freud señala en Duelo y melancolía que el autorreproche se presenta como signo de esa detención libidinal.

Allí donde las tensiones ligadas a la castración y a lo propicio a la división subjetiva, en el benevolente caso de que esa estructura este afectada en las neurosis, en la disposición melancólica parental desencadenan una serie de experiencias transfiguradas del niño tanto en el abordaje como en la relación con lalengua.

Un “salón de los espejos” de un parque de diversiones solitario, cuya multiplicación y distorsión van desde las tensiones imaginarias propias del acting out, hasta la enajenación subjetiva en la serie de las identificaciones al rasgo. Eso que quedará propiciado y en ciernes, a partir de la adolescencia, como inhibiciones.

Caída infinita

La posición del analista, como semblante del objeto “a”, permite un deslizar del discurso hacia otra superficie, más amable y afín, no sólo al deseo, sino a los otros juegos del parque de diversiones, donde el vértigo y la erótica se comparten en una experiencia colectiva.

Como vemos, la posición del analista jamás es la posición del cínico, porque resguarda la dimensión del velo en la función y campo de la palabra.

El fantasma parental melancolizado es por el contrario silente, el tiempo se ha detenido en la antesala del horror. El salón de los espejos proyecta sus oscuras sombras sobre muros de soledad infinita, negando alma y dimensión humanas. No se trata allí sólo de la experiencia imaginaria del fantasma: el “phantom” nombrado por Lacan -el “cuco” aterrorizante-, sino posiblemente del chispazo que da lugar a otros horrores indecibles, propios de ese punto de identidad perceptiva junto con la caída infinita del padre en la sucesión de botellas y de alcoholes: “mi padre encontró donde habitar en la bebida”.

Estética

¿Pero qué encontramos del habitar y el habitarse -afín al recorrido pulsional- del niño en su deseo, en su camino y en su fuga? Y por consiguiente en la continuidad de una vida, el niño que se reconoce adulto, también el adulto niño que, a diferencia del alcohólico del pequeño planeta olvidado de sí, hace del olvido la función de un recuerdo y de su fuga vital. Hace de las desventuras en las que ha sido signado como ese objeto predilecto al goce parental, su -otra- pequeña juissance, su disfrute por continuar, y por continuar fundamentalmente en otra dirección. Esa, podríamos decir, es una verdadera estética a construir. Primero habrá de salir de ese pequeño planeta que está destinado al olvido circular del “bebo porque olvidé por qué bebo”

Esa estética, es asimismo una gracia y un punto de clivaje y de supervivencia. Es la sublimación que señalaba Freud como uno de los destinos universales en las neurosis y como garantía de la salida del Complejo de Edipo. La estética no es banal en este caso, ya que asegura la dimensión de una afirmación que se leerá como primordial por su función retroactiva -la bejahung primordial-, resguardando la dimensión creativa en la relación del sujeto con el falo simbólico.

Allí donde la sublimación, exaltación del objeto social como destino pulsional, no resulta excluyente como uno de los aspectos cualitativos de la psiquis, sino una de las expresiones en las que la emoción se liga a un destino colectivo, y a la potencia de que allí haya lector de ese lance creativo, el de un sujeto en su relación con lo común de la comunidad.

Salir de las posiciones fantasmáticas parentales de manera estética supone entonces preservar no sólo la relación con el falo simbólico -eso que precisamente Freud nombró al modo de una temporalidad lógica “en la latencia”-, sino una potencia creativa que dará lugar a las preguntas fundacionales de un sujeto respecto de su responsabilidad con la ética del deseo. Eso por venir y por inventarse.

La nostalgia se presenta de este modo como una operatoria también universal, ligada y regida por la lógica del destino parental, y más precisamente por un tipo de fantasmática en la que el niño es tentado a la posición de objeto de ese fantasma, para que ese padre encuentre al fin un borde y un fondo en la botella. Claro que, de ceder allí a esa posición, para entonces no habrá más que un sujeto congelado, hecho instrumento o vítrea existencia de botella, fuera del tiempo, sin tiempo incluso, habitando en la noche de los recuerdos olvidados de un hombrecito alcohólico y entristecido, girando sin fin en su pequeño planeta de órbitas que ya nadie registra, dedicadas para quienes nunca habitaron allí.

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