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Por Magalí Legarralde | Portada: Koren Shadmi
Una se despierta agarrando una parte de su cuerpo, prostética: el celular. Una mira allí la hora, se comunica por trabajo, se saca fotos para comprobar que la materia carnal todavía no se ha disuelto a pesar del ínfimo contacto con el prójimo. Visita la pasarela imaginaria de las redes sociales: Facebook, Instagram, en ocasiones Twitter –especialmente en esta última se deshace toda posibilidad de tolerar lo distinto, que al comportar algún rasgo familiar se vuelve objeto de odio–. Por supuesto que entretiene, pero sólo un rato. Después ‘‘todo sigue igual’’, fenómeno anímico que pone bajo la lupa al eterno retorno nietzscheano cuando no a la repetición freudiana. Letargo neurótico, erotización del pensamiento, lamentos por no haber concretado el sinfín de cronogramas mentales y proyectos fantaseados. La traición al deseo acarrea culpa, como ilustra Sísifo y enseña Lacan. Y no sólo eso, sino que incluso hace retroceder unos cuantos pasos en el tablero, como factura expendida por la caja registradora del inconsciente. Entonces, ¿qué sucede cuando las coordenadas epocales interpelan a los sujetos respecto a su parte en este desorden pandémico?
Si se recurre al Psicoanálisis como llave que abre paso al flujo indagatorio, se levantan sospechas de implosión, es decir, una rotura hacia adentro que viene a revelar ni más ni menos que lo que no anda -ni andaba- en el armazón psíquico del sujeto, haciéndose ahora evidente mediante el efecto de estruendo. La lente con la que se observaba el mundo está agrietada, todo se ve borroso cuando la escena que oficia de apertura al exterior resulta insoportable: aquello que operaba como telón se sale del barral y se viene abajo, poniendo en cuestión los guiones inventados para sostener la obra. Si el ruido que se escucha es de la caída y su consecuente dolor, ¿en qué estado estaba el cuerpo antes de que esto pasara? Si el tropiezo es motivo para que un cuerpo se vea afectado, quizá sea la oportunidad de pescar el señuelo que lo lleva a la parrilla, no sin lidiar con la ‘‘marea’’ que la satisfacción pulsional acarrea.
Bien distinto es el malestar generalizado debido al contexto de encierro, teletrabajo y virtualización por el que pasa, en mayor o menor medida, la sociedad en su conjunto. El sufrimiento amenaza a los seres humanos, según Freud, desde la naturaleza, desde el propio cuerpo y desde los vínculos con otros. Plantea estas 3 dimensiones para ir al meollo del malestar en la cultura, tan visible en los últimos meses. Pues bien, pensando en el propio cuerpo, cabe preguntarse qué hay de natural en la vida contemporánea, cuando el soma como algo palpable deja de ser imprescindible para vincularse a los demás, para trabajar, aprender, enseñar, e incluso para tener sexo –algo históricamente definido como carnal–. Retomando la enumeración del principio, son muchos los objetos que vienen a hacer de prótesis al cuerpo humano, cuya sustancia evidentemente contempla tanto su aspecto anatómico como psíquico, echando por tierra la dicotomía cartesiana.
El mercado ofrece un amplio abanico de extensiones artificiales, sin embargo, lo central es que las mismas ya no se limitan a reemplazar o proveer una parte del cuerpo que falta, al brindar una ortopedia que suplementa o lo potencia lo biológico. Marcapasos, audífonos, stents coronarios son algunos ejemplos. Celulares o relojes inteligentes, tablets, computadoras portátiles, pertenecen al dominio de las prótesis tecnológicas a las que recurrimos a diario, siendo externas a nuestro cuerpo -hasta cierto punto-. El celular funciona desde hace ya unos años como una parte más de aquel –casi adherido a nuestras manos–, por lo cual se vuelve complejo determinar un exterior e interior ante la intrusión de la robotización corporal.
La adhesión a la que se alude está estrechamente ligada a las condiciones de vida impuestas por el mercado (otro nombre del capitalismo remixado). El imperativo de goce empuja sin cesar al goce autístico por intermedio de los objetos tecnológicos, a través de las más sofisticadas estrategias de marketing. Al exhibir un objeto señuelo con características técnicas despampanantes, el sistema capitalista apela a una supuesta ‘‘completud’’, que vendría reparar la inminente falla que habita en todos los sujetos, por el simple hecho de estar atravesados por el lenguaje. La satisfacción inmediata se presenta como una opción tentadora ante el aburrimiento y el retorno de lo mismo. La libido -energía pulsional que combustiona el aparato psíquico- se adhiere al dispositivo que no puede desprenderse de las manos por no encontrar lazos sociales que acoten la hedonia depresiva. Una posible receta para licuar la viscosidad libidinal: dedicarles más tiempo a los sujetos que a los objetos mercantiles.
Más allá toda reflexión, lo cierto es que algo del cuerpo y de la subjetividad se evapora para cargarse a la nube. El desafío es hacer de ese ‘‘pedazo’’ de cuerpo inmaterial algo que tenga que ver con las cosas del amor. Esto es: aldeas que se construyan sobre lo compartido en la amistad, la creación de un lenguaje que opere singularmente entre dos personas que se aman, la irrupción de obras artísticas que taladren la moral de la época. En síntesis, acompañarse a la distancia y hacer de lo azaroso un acontecimiento.
Etiquetas: Friedrich Nietzsche, Jaques Lacan, Magalí Legarralde, Psicoanálisis, Sigmund Freud