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10-12-2020 Notas

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Por Florencia García Alegre

Dueña de una obra atravesada por el misterio, la rebeldía y la adivinación, Clarice Lispector plantó bandera en poemas, novelas, cuentos, libros para niños y crónicas periodísticas y se convirtió en una de las escritoras más importantes de lengua portuguesa del siglo XX. Habiendo vivido casi 57 años, un día como hoy llegaría a sus 100. 

Nace en Chechelnik, Ucrania en 1920. Apenas al año siguiente, su familia se instaló en Maceió en el nordeste brasileño, más tarde en Río de Janeiro tras un periplo que determinó cada uno de los matices entre el asombro y el extrañamiento de su escritura. No pasa muy seguido que la obra del artista sea tan inquietantemente coherente con su vida. ¿Por qué Clarice?

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A Clarice, pues sólo su nombre de pila es suficiente para identificarla, la vas a ver rodeada de flores y de humo de cigarro. Descalza de frente a la máquina de escribir o con zapatos bajos y con los labios pintados sin excepción, pero lejos de cualquier vedetismo, odiaba dar entrevistas aunque rompía espíritus mandones a lo pavote con sus ojos verdes almendrados, inquietantes y profundos.

La definieron cristiana, aunque era judía. Osaron publicar que su nombre no era tal, que era el seudónimo de un hombre. La creyeron de derecha y también comunista, el misterio que define su obra detentó millares de teorías en torno a las manos que escribían todo eso. Ella misma sentenció en De corpo inteiro: “soy tan misteriosa que ni yo misma me entiendo”. Para Folha de S. Paulo juró que no escribía para agradar a nadie.

Su filosofía creativa es la de una poeta vestida de narradora. El poder de las escenas que construyó emana del desarraigo que inicia cuando su familia se escapa de la Ucrania bolchevique a Brasil. Maceió, Recife y Río de Janeiro marcaron su cauce vital. Los viajes con su marido, un diplomático del que se divorció en el ‘59 tras 16 años de convivencia, también determinaron paisajes fotografiados con sus palabras así como la extrañeza y la falta de un lugar que le sea enteramente propio. 

Empezó a escribir muy temprano, más después de la muerte de su madre a sus diez años y envió varios cuentos al Diario de Pernambuco para una sección de colaboraciones infantiles. Desde allí rechazaron sus propuestas ya que las historias de los demás niños poseían algún tipo de narrativa y, en contrapartida, los textos de Clarice no describían más que sensaciones.

Pareciera que para leerla y releerla tenemos que cambiar de piel porque hablar de crear registros puede sonar pretencioso y hasta improbable. Más allá de las formas, entre misteriosas y mágicas que nos pueden atrapar en discusiones interminables, son sus contenidos los que la vuelven actual y eterna.

Migrantes, nordestinos en particular, pobres, campesinos, analfabetos, en síntesis los caídos, son una legión de personajes que encontró en su temática social y realista la visualización y la denuncia que la vida les negaba. Porque de todos modos, al igual que en la realidad, en la ficción de Clarice la justicia también se hacía desear y en esa búsqueda yacía el espíritu de cada obra en la que se transcribe constantemente un lenguaje interno. 

Más que la imposibilidad, figuraba la rareza de vivir, de desear y de querer ir por todo. Terminaba una novela y arrancaba cuentos infantiles que comenzaron cuando, a sus 5 años, su hijo le pidió una historia para él y la escribió. Siendo madre de dos varones no sintió casual que comunicarse con un niño le resultara más sencillo puesto que con los adultos tenía que poner en la mesa los secretos de sí misma. El adulto le parecía triste y solitario mientras que el niño contaba con la libertad de una “fantasía suelta”.

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Lispector es un apellido latino que al rodar por el mundo perdió sílabas para terminar significando “(flor de) lis en el pecho”. Cuando escribió su primer libro, Sergio Milliet le sugirió que se trataba de un nombre “desagradable”, “ciertamente un seudónimo” cuando se trató de una mujer ucraniana, judía y a la vez enteramente migrante y nordestina.

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Estoy compuesta por urgencias;
mis alegrías son intensas;
mis tristezas, absolutas.

Me obstruyo de ausencias,
me vacío de excesos.
No encajo en lo estrecho,
solo vivo en los extremos. 

Poco no me sirve,
algo no me satisface,
las mitades nunca fueron mi fuerte.

Todos los grandes y pequeños momentos,
hechos con amor y con cariño
solo para mis recuerdos eternos. 

Las palabras incluso me conquistan temporalmente…
pero las actitudes pierden o me ganan para siempre. 

Supongo que entenderme
no es una cuestión de inteligencia,
y sí de sentir,
de entrar en contacto…
O te toca, o no te toca

“Yo” (Clarice Lispector)

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La abstracción sube y baja a lo largo de cualquiera de sus textos. Una de sus cartas a sus hermanas Tania y Elisa recopiladas en Queridas mías, retrata la instantánea perfecta: “Les escribo desde abajo del secador de la peluquería, preparándome para ir por la noche a Roma a hacerme algo de ropa, aprovechando los conocimientos de Eliane. No sé expresar lo que sentí cuando supe que volvíamos a Brasil. La gran alegría es inexpresiva. Mi reacción inmediata fue el corazón a cien y los pies y las manos fríos. Y dos segundos después me vino la regla…”. La alegría puede ser inexpresiva aunque chorrea y tiñe de sangre.

“En realidad no sé escribir cartas de viajes, en realidad ni siquiera sé viajar”, confesó en otras de sus giras por la Europa de la Segunda Guerra Mundial donde buscó y prestó auxilio en hospitales a soldados brasileños heridos. 

Escribía cuentos para revistas y diarios “con una timidez enorme, pero una timidez osada”, supo sintetizar en TV. Su versión periodística se resguardaba bajo el seudónimo de Tereza Quadros. Ofrecía sus cuentos y reseñas y la respuesta del mundo macho y editorial pasaba de “quién lo escribió realmente” a “a quién tradujiste” cuando simplemente se trataba de lo que ella venía tejiendo en su mente desde sus siete años. Estos tipos supieron figurar después en su listado de corazones que hizo trizas con sus pestañas enormes y su mirada más intensa que el Sol carioca escondiéndose detrás de cualquier morro.

“Es muy duro ese período entre un trabajo y otro y al mismo tiempo necesario para hacer un vaciamiento de la cabeza para que pueda nacer alguna otra cosa”, esclareció en la última entrevista que dio en vida. Disciplinada, se levantaba antes de las cinco de la mañana. Entre café, cigarros y sin interferencias, las cosas que le venían las escribía. Producía intensamente en ciertos períodos mientras que en otros la vida se le volvía intolerable al no encontrar algo para decir o denunciar entre matices lingüísticos para que hasta en la injusticia se distingan destellos de belleza y sueños rotos.

Para agravar el cuadro, se sumaban las trabas del llamado «realismo socialista», donde ella no encajaba con su lenguaje bailarín en temas ligados directamente a la intimidad, el deseo y la falta de oportunidades. 

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Clarice
vino de un misterio, partió para otro.
Nos quedamos sin conocer la esencia del misterio.
O el misterio no era esencial,
era Clarice viajando en él.
Era Clarice moviéndose en lo más profundo,
donde la palabra parecía encontrar
su razón de ser y retrataba al hombre.
Lo que Clarice dice, lo que Clarice
vivió por nosotros en forma de historia
en forma de sueño de historia
en forma de sueño de sueño de historia
(¿en medio había una cucaracha o un ángel?)
No sabemos repetir ni inventar.
Son cosas, son joyas particulares de Clarice
que usamos como préstamo, ella es dueña de todo.
Clarice no fue un lugar común,
cédula de identidad, retrato.
¿De Chirico la pintó? Pues sí.
El retrato más puro de Clarice
sólo se puede encontrar detrás de la nube
que el avión cortó y no se distingue más.
De Clarice nos quedamos con gestos. Gestos,
intentos de Clarice salir de Clarice
para ser igual a nosotros
por cortesía, cuidados, providencias.
Clarice no salió, ni siquiera sonriendo.
Dentro de ella
lo que había de pasillos, escaleras,
techos fosforescentes, largas estepas,
dunas, puentes de Recife envueltos en bruma,
formaba un país, un país donde Clarice
vivía, sola y ardiendo, construyendo fábulas.
No podíamos retener a Clarice en nuestro piso
salpicado de compromisos. Los papeles,
las obligaciones hablaban en ahora,
ediciones, posibles cócteles
al borde del abismo.
Levitando encima del abismo Clarice cavaba
un surco rojo y ceniza en el aire y fascinaba.
Nos fascinaba, apenas.
La dejamos para comprender más tarde
Más tarde, un día… sabremos amar a Clarice.

(Carlos Drummond de Andrade, Discurso de primavera e algumas sombras)

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Benjamín Moser detalla en la biografía que le dedicó (Por qué este mundo) cómo, durante tres días en septiembre del ’66, médicos casi le amputan su mano hábil: la derecha. Tanto sus dedos, palma y muñeca habían sufrido quemaduras de tercer grado como otras partes de su cuerpo por la accidental intersección de sus dos adicciones: los ansiolíticos y el tabaco.

A sus 46 años, su departamento en Río de Janeiro albergaba una trampa: Clarice se había dormido, no así su último cigarro de la jornada… Pero ante la trampa, la astucia: se despertó con el humo y su único impulso fue salvar sus textos.

Aquel incendio fue por todo, pero no se atrevió a tocarle la cara ni la fuerza: al año ya estaba debutando con éxito en la literatura infantil y la crónica, donde por los años siguientes dispuso de su propio espacio en la prensa brasileña.

Sus columnas proponían conversaciones y la comunidad con los interlocutores se volvió intocable. Clarice supo mostrarse feliz por las cartas recibidas por sus lectores. Tanto que recibió la de una niña en agradecimiento por haberle enseñado a amar. La respuesta de la escritora fue devolverle las gracias y llenarla de Gracia: “Gracias también en nombre de la adolescente que fui y que quería ser útil a la gente, a Brasil, a la humanidad, y que ni siquiera sentía vergüenza de utilizar esas palabras tan imponentes para sí misma”.

El hecho de odiar las entrevistas y escribir novelas en el modo más poético y desafiante posible no implicó la destrucción de caminos hacia sus lectores sino la construcción de puentes que bailan a la par del viento.  

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Cuando hacemos todo para que nos amen y no lo conseguimos,
nos resta un último recurso: no hacer más nada.
Por eso, digo, cuando no obtuvimos el amor, el afecto o la ternura que habíamos pedido, mejor será rendirnos y encontrar más adelante los sentimientos que nos negaron.
No hacer esfuerzos inútiles, pues el amor nace, o no, espontáneamente, nunca por fuerza de la imposición.
A veces, es inútil esforzarse de más. Nada se consigue;
Otras veces, nada damos y el amor se rinde a nuestros pies.
Los sentimientos son siempre una sorpresa.
Nunca fueron una caridad mendigada, compasión o un favor concedido.
Casi siempre amamos a quien nos ama mal y despreciamos a quien mejor nos quiere.
Así, repito, cuando tengamos todo hecho para conseguir un amor, y fallamos, nos resta un solo camino… El de no hacer nada más.

Eso es mucha sabiduría (Clarice Lispector)

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Su poder es físico, su mística sanguínea. Aunque sus campos metafóricos estén muy codificados, son abiertos y le ofrecen al lector posibilidades de interpretación. Están llenos de tramas, de metamorfosis del gusano en mariposa. Pero ese lenguaje no fue la única vía de la que dispuso para que podamos llegar algún día a su obra. También lo fueron las historias.

Dibujó misterios que no pueden develarse a simple vista aunque exigen no mentir el sentimiento puesto que, según ella, cual bilardista acérrima, su historia “te toca o no te toca”. Su narración instintiva y su perspectiva de testigo hacen que leerla sea una experiencia de intimidad irrepetible… 

Convirtió sus cuentos en ballets que salen desde adentro, dándole razón a la Woolf cuando aseguraba que escribir no sale solo de los dedos sino con eso que entra en el corazón y atraviesa el hígado.

Italo Calvino osó decir que el clásico es el libro que “nunca termina de decir lo que tiene que decir”.

La pasión según G.H (1964)

«No se equivoquen: la sencillez sólo se logra a través del trabajo duro». 

G.H. es la narradora y la protagonista de la historia, una escultora de la alta sociedad carioca que un día ingresa en el único lugar de su casa que le es ajeno: el cuarto de su empleada doméstica. Ahí encuentra una cucaracha que, tras aplastarla, decide comerla. G. H., ahora recluida en su departamento, se habla a sí misma, intentando rediseñar el mundo. Se dirige a un lector imaginario y a su Dios. Su desdoblamiento y su búsqueda de sentido mediante el acto del habla constituyen el único territorio seguro frente al desmoronamiento de lo real.

“El mundo entero tendría que transformarse para que ocupase yo un lugar en él”.

Lo autorreferencial de Clarice, su nomadismo y desclasamiento, es el ruido de fondo que se da a través de las palabras de G. H. en la búsqueda de su identidad: “Lo indecible me será dado solamente a través del lenguaje”. 

La cucaracha encontrada será el móvil hacia su infancia de miseria. “El recuerdo de mi pobreza de niña, con las chinches, las goteras, cucarachas y ratones, era como de un pasado mío histórico, yo había vivido ya con los primeros animales del planeta”. A diferencia de Kafka, la cucaracha carioca es más vomitiva, pero más sanadora que el mismísimo tiempo. 

El asco y la desnudez no se detienen sino hasta que la protagonista sale purificada de la tristeza y las limitaciones de su pasado. 

Mineirinho (1964)

La crudeza y la prepotencia de una realidad más que excluyente guía la historia “y la violenta compasión de la rebeldía”. Se trata de Mineirinho, un ladrón que fue asesinado por la policía de 13 balazos “cuando una sola bala bastaba”. Al respecto, en su última entrevista Clarice miró en todo momento hacia abajo, como queriendo ocultar una tristeza estructural e histórica en un solo parpadeo. 

La autora se pierde en los detalles del jovencito que tenía una novia y era devoto de San Jorge, detalles que le dieron “una revuelta enorme”. 

“Sí, supongo que es en mí, como uno de los representantes de todos nosotros, donde debo buscar el por qué duele la muerte de un criminal. Y por qué me conviene más contar los trece tiros que mataron a Mineirinho que sus crímenes”, arranca el artículo. 

Y retoma: “Pero existe algo que, si me hace oír el primer y el segundo tiro con un alivio de seguridad, en el tercero me pone alerta, en el cuarto desasosegada, el quinto y el sexto me cubren de vergüenza, el séptimo y el octavo los oigo con el corazón latiendo de horror, en el noveno y en el décimo mi boca está temblorosa, en el décimoprimero digo con espanto el nombre de Dios, en el décimosegundo llamo a mi hermano. El décimotercero me asesina, porque yo soy el otro. Porque quiero ser el otro. Esa justicia que vela mi sueño, la repudio, humillada por necesitar de ella. Mientras tanto, duermo y falsamente me salvo. Nosotros, los tontos esenciales. Para que mi casa funcione, me exijo como primer deber hacerme la tonta, no ejercer mi rebeldía y mi amor, guardados. Si no me hago la tonta, mi casa se estremece”. 

En la entrevista para Panorama destaca esta historia por el nivel de complejidad del hecho y la apatía en torno a la lectura del mismo.  Lo dijo. Lo que fuera que escribiera no alteraba en nada la crueldad de realidad. “Yo escribo sin esperanza de que lo que escribo altere algo. No altera en nada”. 

-¿Por qué continuar escribiendo?- insiste el periodista.

-¿Y eso yo lo sé? Porque en el fondo no quiero alterar las cosas, estoy queriendo florecer de un modo u otro. El trabajo de los escritores es hablar lo menos posible. 

“¿Cómo no amarlo, si vivió hasta el décimotercer tiro lo que yo dormía? Su atemorizada violencia. Su violencia inocente, no en las consecuencias, pero inocente en sí como la de un hijo del cual el padre no se hizo cargo. Todo lo que en él fue violencia, es furtivo en nosotros, y uno evita la mirada del otro para no correr el riesgo de entenderse. Para que la casa no se estremezca. La violencia estallada en Mineirinho, que solamente otra mano de hombre, la mano de la esperanza, posándose sobre su cabeza aturdida y enferma, podría aplacar y hacer que sus ojos sorprendidos se alzasen y finalmente se llenaran de lágrimas. Solo después que un hombre es encontrado inerte en el suelo, sin la gorra y sin los zapatos, veo que me olvidé de decirle: yo también”.

Mineirinho es la última crónica de la segunda parte, titulada Fondo de gaveta, de La legión extranjera publicada en Brasil en 1964. 

La hora de la estrella (1977)

La narración es como un perro abandonado y errante, como el diente de león que busca la luz entre los escombros, como la provinciana perdida aunque esperanzada al momento de encender la radio y soñar con un mañana un poco menos hostil.

Rodrigo S. M. la cuenta a Macabéa, una nordestina que llega Río de Janeiro a duras penas. El abandono y su fuerza impersonal es el principio que rige la novela. Y no hay esfuerzos de la autora para redimir a estos personajes, la escritura se va desnudando de toda retórica para encontrarse, en el despojo absoluto, con su propio personaje. Y así lo determina el narrador: “Estoy absolutamente cansado de la literatura”. 

Macabéa trabaja como mecanógrafa, adora ir al cine, comer panchos con Coca Cola. Le encantaría ser Marilyn Monroe, pero está fea, está desnutrida y no es amada por nadie. Si bien Rodrigo analiza la miseria de la joven no identifica que pese a las desdichas, ella se encuentra feliz en su interior, pues no parece comprender su desgracia y es allí en donde está su libertad. 

“¿Felicidad? Nunca vi palabra más demente, inventada por las nordestinas que andan por ahí a montones”, insiste Rodrigo.  

La crítica celebró la aparición de la dimensión política en la obra de Clarice mientras que no tuvieron en cuenta que ella misma había aclarado alguna vez que “el ciclo del Noreste significó usar un lenguaje brasileño en una realidad brasileña y pensar la lengua portuguesa de Brasil significa pensar psicológicamente, filosóficamente, lingüísticamente sobre nosotros mismos”. 

Quizás, con la muerte de la protagonista, Clarice estaba augurando su propia muerte. 

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“Yo creo que cuando no escribo estoy muerta”

Una de las pocas entrevistas que Clarice concedió en su vida tuvo lugar en 1977 en Panorama, un programa televisivo paulista conducido por Julio Lerner. Fue la última entrevista de la que participó. En esa misma charla, por momentos triste, por momentos incómoda o poderosísima, sugería en una primera instancia que comprender su obra no era una cuestión de la inteligencia o de la formación sino “de sentir, de entrar en contacto”.

En un ping pong que no se extiende más de media hora, su método en la literatura como campo de creación humana planteó el deadline. Se definió amateur porque solamente escribía cuando quería escribir. “Me preocupo por no ser una profesional para mantener mi libertad”, sentenció.

Ella había terminado de escribir A hora da estrela, donde presenta a una nordestina en Río de Janeiro “tan pobre que solo comía panchos”, pero no se trataba solo de eso sino de “la inocencia pisada por una miseria anónima”.

Al hablar de la finalización de la obra aseguró estar hablando desde su propia tumba, pues para Clarice, terminar de escribir era morirse. Y escribir era para “vivir en una historia que no acababa nunca”, como si se anticipara al futuro más cercano. Le fue diagnosticado en ese mismo año un cáncer terminal de ovarios.

El testimonio de Olga Borelli, su amiga, es clave para la reconstrucción de esa última batalla. Una hemorragia fatal la dejó en cama, pero el descanso nunca fue parte ni de su vida ni de su escritura. Olga habló de la desesperación con la que rebelde se venga del reposo y sale de la habitación, pero si hay algo que define a la libertad es su precio altísimo: la detuvo una enfermera a la que la escritora la miró desencajada y le juró: “usted mató a mi personaje”.

Esta escena, la batalla final de Clarice, pone de manifiesto la naturaleza de su poética en la que no hay grieta que separe al yo del objeto ni a la persona del símbolo, una literatura (la buena) donde el sujeto, en este caso la Mujer, antes de ser objeto es arte. “Escribo como si fuese a salvar la vida de alguien. Probablemente mi propia vida”, decreta en Un soplo de vida.

Muere el 9 de diciembre del ’77, un día antes de cumplir 57 años.

 

 

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